Sumar, de Diamela Eltit: notas a un diálogo
Una podría preguntarse por qué el sueño encabeza las primeras cinco secuencias de Sumar. Un sueño persistente que, desde la perspectiva de quien narra, ostenta dos objetivos: su razón de ser y el derrotero. Una podría pensar también en los murmullos y cavilaciones de los personajes de Diamela Eltit: el hijo-larva de Los vigilantes que apenas articula un lenguaje, los gemelos nonatos en el vientre materno en El cuarto mundo, la historia y la debacle pinochetista en el discurso fragmentado de El padre mío, las luchas intestinas de Mano de obra, los rostros parlantes de El infarto del alma, las hablas de Por la patria, la pasión piromaníaca de Lumpérica. Las mujeres ocupan un lugar importante en sus paisajes, su obsesión sostenida. Casi todas se vierten hacia el exterior y ambulan por los paisajes de las veredas y de la memoria, sempiternos marginales y en precario.
1.
Aquí, en Sumar, dos mujeres, una que narra y sueña delirantemente y otra (Aurora Rojas) sumida en el agotamiento, marchan juntas. Ambas se activan en la “marcha de los inexistentes”, solo que una lamenta su permanente cansancio al marchar y tratar de alcanzar el centro neurálgico y simbólico que es ‘la moneda’, mientras que la otra se debate en medio de caóticas visiones oníricas donde el incendio y la desintegración de La Moneda ocupan el espacio central. Mientras esto ocurre, se mencionan eventos globales de destrucción planetaria. Quien mira, la narradora, se ve a sí misma como “un ojo corroído por una tristeza excesiva”, “un ojo apresado por su obligación de permanecer ahí” (15). La narración da cuenta de un exceso de energía que es aprovechada por el capital, pero la energía proviene de la esperanza de los ambulantes marchantes, porque esto es un desfile de entes despreciados, de vendedores ambulantes chilenos: “Soñaba y soñaba antes de emprender nuestro histórico reclamo ambulante, organizado en contra de la predestinación social que se dictaminó desde el centro mismo de la moneda. Una marcha ya demasiado documentada como un suceso mítico que enaltecía a los espacios cosmopolitas.” (16) El propósito de la marcha es “torcer el tiempo para disponernos a vivir”. (19) Es una marcha con una gran conciencia de la claustrofobia, que sirve para destacar el contenido siempre contestatario de la prosa eltitiana, el recorrido de los personajes marginales ínsitos a su prosa y la encerrona que el capital le hace a los cuerpos proletarios. La novela describe una marcha agujereada por la disidencia y por la posibilidad de la vigilancia, de la disensión al seno del desplazamiento. Pero, además, no deja de trazar un momento claustrofóbico de esa misma marcha, absorta en el desafío futuro que se cifra entre el golpe económico inminente y la catástrofe ecológica del planeta. Solo en el delirio de sus sueños visionarios la narradora logra escapar de la vigilancia proveniente del mundo cibernético. En el viejo topo que figura como portada de la novela se cifra la resistencia subterránea de los marchantes.
2.
Quisiera aludir al emblema que figura como una extensa cita del libro de Leonidas Morales T, Cartas de petición, un libro que prologa Eltit y que acopia las cartas enviadas por las víctimas del régimen pinochetista a los funcionarios de este. Este epígrafe es una carta, de estilo petitorio, que un padre envía a la autoridad concerniente para solicitar un permiso de inhumación del cadáver de su hija asesinada en la Empresa Sumar durante el golpe de Pinochet. El maridaje de dos regímenes textuales, el del afecto y el del discurso legal requerido en un reclamo de este tipo anubla los ojos de quien lee. La hibridez del registro afectivo y el jurídico perturba la estabilidad del lector. Se trata de un documento real, con personas reales dolientes. De alguna forma, esa carta es también emblema de los ambulantes que marchan, porque acuden a pie hacia un símbolo en ruinas, derrumbándose y liquidando su valor. Una puede preguntarse el sentido de una marcha en estos días. ¿Se realiza para acudir al centro de la autoridad y pedir algo, como ocurre en muchas marchas signadas por la disidencia? ¿O se marcha para desplazarse sobre un territorio a fin de exhibir la resistencia permanente y, eventualmente, cuestionar una frontera artificial levantada por entidades soberanas, un límite entre cuerpos distintos por su nacionalidad, clase, filiación, sexo, afectos? ¿Se marcha para pedir o para transgredir? Es evidente que los ambulantes cuestionan el lugar que las autoridades les han asignado en esa marcha. Cuestionan, podría decirse, la violencia que les asignó ese lugar en el mundo de quienes piden. Además, quienes marchan, una especie de figuración de las muchas “caravanas migrantes” de los últimos dos siglos, aspiran a avistar un “nuevo horizonte”, aunque la novela tensa sus riesgos al insistir en las disidencias internas al movimiento mismo y al estatismo permanente de una marcha detenida en el tiempo.
Reitero mi inquietud y conmoción ante este epígrafe y su íntima, quizá oculta relación con el texto. Por la factura de la escritura pensamos que una carta de petición se asemeja bastante a una marcha hacia La Moneda para reclamar visibilidad. En ambos casos, se reconoce una autoridad superior representativa del Estado ante quien se solicita audiencia. Es un mismo gesto el que demarca la diferencia entre dos sujetos, uno singular y en penuria ante otro: un abstracto y plenipotenciario Estado. Cuando, como aquí, se trata de vendedores ambulantes y del hecho de que éstos han tenido que suspender sus medios de sobrevivencia al ser despojados de los espacios públicos, vemos cuán precarios son los cuerpos que carecen de existencia social dentro del estado neoliberal chileno. La aparición sin vida del cadáver de una joven asesinada como secuela del golpe de Pinochet, la sepultura anónima y el discurso retórico que le requiere a su familia el poder reclamarla hacen evidente el abismo existente entre las partes, la asimetría del poder y su violencia. Así también Sumar, aparentemente sin plante petitorio, describe una marcha que no avanza. Al inicio de la novela quedan precisamente los mismos kilómetros por cubrir que al finalizar. Lo que su composición interior revela son las disidencias de sus dirigentes, el absurdo y el ánimo que los mueve, los cuatro nonatos que impacientan a la madre abortista, y el gesto anacrónico, según los más jóvenes, del recurso petitorio que es la marcha. El acopio de registros es siempre una mezcla lexical en donde reverberan, por así decirlo, el discurso de los aparatos de estado, la legalidad, la sociología, en contraste con las hablas populares que interrumpen el flujo normativo. Ahí figuran las sobras o residuos que la autora recoge como exhibit de vida contrastando entre las dos tocayas principales hablas disímiles que por un lado evocan el jadeo y el agotamiento existencial de los marchantes, así como la proclividad a la fuga onírica y libertaria en el plante utópico de la otra, la narradora. La yuxtaposición de un mundo demasiado real y el ámbito cibernético provee un contraste a las hablas y a las expectativas de cada grupo, los más contemporáneos que disienten de la formación anarquista de los viejos dirigentes. Vocablos alusivos al espacio virtual, tales como nube, drones, wifi, celulares, satélites, réplicas, nos ubican en la internet, y el hecho de la posible vigilancia electrónica de todo lo que pasa al interior de los marchantes. Al leer la novela casi podríamos sentir, percibir, que allí se entrecruzan la atmósfera de dos films, el Blade Runner, de Ridley Scott (dada la inminente desaparición de viejas formas de la resistencia) con Melancholia, de Lars von Trier (por la atmósfera de pesadumbre y espera infinita que invade a los sujetos). La indigencia es absoluta pues carecen de cobijo, de comida y de productos que vender, pero aún así se consolidan y solidarizan en la espera, en esa paradójica e incontenible energía que vierten quienes no tienen qué perder cuando todo está perdido, aunque los nonatos neuronales que porta la madre abortista siempre custodian una carta debajo de la mesa, que podrían esgrimir en cualquier momento.
3.
Es decir, que lo más inquietante del relato es la ausencia de un espacio preciso donde puedan deslizarse los cuerpos, la falta de morada, el estar siempre afuera de estos cuerpos, fuera de su casa privada e, incluso, fuera de su casa pública, a la que se dirigen, la Moneda. Esto suscita otras inquietudes: el desplazamiento continuo (la metáfora permanente de la emigración y la ausencia de ciudadanía) y la nube cibernética, el espacio virtual, que no es de nadie, sino de la tecnología y las compañías. Ellos levantaron su tienda de las mercancías que antes se esparcían sobre la vereda, pero ahora las veredas están desocupadas y ellos marchan por una vía asignada previamente por el poder. El ciudadano no tiene casa, no tiene patria, es un apátrida, un desterrado por las corporaciones. Pero es la mujer quien mejor articula las ruinas de la casa; avizora quien narra cómo los nonatos observan el rayo que abre la nube que se cernió sobre ellos a lo largo de la marcha.
NOTA: Texto leído a propósito de la publicación de Sumar, de Diamela Eltit en el King Juan Carlos Center, New York University, 28 de noviembre de 2018. Agradezco la invitación de Diamela Eltit y de Rubén Ríos Ávila al foro y diálogo con el ensayista y crítico Julio Ramos, y con la autora misma.