También la Lluvia
El impacto emocional, ideológico y político de la película de Icíar Bollaín es enorme, y hace pensar profundamente en la injusticia de humanos contra otros humanos a través del globo. Al mismo tiempo puede ser un filme de ideas paradójicas cuando pensamos en las realidades que se conocen sobre la Guerra del Agua de Cochabamba, Bolivia en el año 2000 y sus resultados. De todos modos, la película es ambiciosa y cumple bastante bien con su propósito.
Bollaín tiene en su guionista (es la primera vez que ella no lo es para uno de sus filmes), en sus actores, en sus escenarios naturales y su compositor, los mejores aliados. Rodada en Bolivia la película fue exhibida por primera vez a finales de 2010 y premiada en varios festivales, pero no entró en la lista de las cinco finalistas para el Oscar. No sorprende porque la compañía ficticia de la película no es otra que la muy real, expansionista y norteamericana Bechtel, una firma de ingeniería con recaudos sobre los 30 billones de dólares anuales, que son parte implacable de la globalización.
En la película, como en la realidad, el gobierno del dictador boliviano Hugo Banzer, le otorgó a “la compañía” un contrato para controlar y comercializar el agua de Cochabamba. El costo del agua se triplicó, cambio que afectó principalmente a los pobres que, en Bolivia, quiere decir principalmente los indígenas. Estos se sublevaron y, eventualmente, la compañía tuvo que abandonar el país.
Bollaín reproduce la sublevación de forma magistral, y las tomas que la representan han sido mezcladas con pietaje de la revuelta real de forma tan fluida que la ficción se vuelve realidad y la realidad nos invade, clavando en nuestra conciencia los aguijones de la injusticia y la crueldad de los humanos. Los personajes se van adentrando en este conflicto sin quererlo y se percatan que están en un lugar que poco entienden, haciendo cosas que al fin y al cabo son inconsecuentes, dada la situación del mundo foráneo que les rodea.
Los personajes del filme han ido a Cochabamba a rodar un película sobre Cristóbal Colón, que lo presenta como un tirano invadido por el virus de la avaricia y delirando con la fiebre del oro. El director Sebastián (Gael García Bernal) demuestra desde el principio que le preocupa la condición de los indígenas que han llamado para ser extras en la película, y de entre los cuales han de escoger a uno que represente el cacique Hatuey. En cambio el director Costa (Luis Tosar) no tiene interés alguno en cosas “que no son asunto de él”, como manifiesta en varias ocasiones, y su ve a los locales solamente desde una visión utilitaria.
Pronto, lo que se está filmando es una historia que se refleja en lo que está sucediendo en su entorno y la película se convierte en metarealidad. Los parlamentos de la película que se está rodando coinciden con los de la película que estamos viendo, y ambos discursos se emulsionan para transmitir un mensaje complejo en una nueva historia: la que entrelaza el pasado, el presente y la fantasía. En estas partes la brillantez del guión y el acierto de las actuaciones le imparten al filme una fuerza dramática que nos transporta a lo que debe de haber sido la Conquista en 1500 y la Guerra del Agua en 2000. O sea, quinientos años de un despotismo que no ha cedido.
Las brillantes actuaciones de Carlos Santos como Fray Bartolomé de las Casas, Raúl Arévalo como el fraile Montesinos y, en particular, Karra Erejalde como Antón, el actor que representa a Colón, nos transportan a la época en que el abuso contra los desamparados se cometía en nombre de Dios y se ejecutaban los castigos con la certeza demoniaca de quien cree que la divinidad le concede a los humanos el poder de la venganza y la arbitrariedad. Junto a esos actores brilla el gran Juan Carlos Aduviri como Daniel, el indio que interpreta el cacique Hatuey. Un actor boliviano cuyo rostro parece una máscara inca labrada del mejor granito andino, Aduviri puede parecer sumiso o rebelde con el más breve movimiento de uno de sus músculos faciales; o irónico, con una mínima sonrisa que enseña dientes que podrían ser usados como armas, de serlo necesario.
Gael García Bernal (Sebastián) es siempre un actor interesante y, aquí, elabora su personaje, que está lleno de dudas sobre lo que está sucediendo tanto en la película que dirige como en la vida real de los indígenas, desde una visión apaciguadora que de seguro tienen que haber sentido muchos que experimentaron la Conquista. Su único momento de debilidad (casi al fin de la película) ocurre en contrapunto al encuentro del irascible y desdeñoso Costa con sus demonios e insuficiencias.
El Costas de Luis Tosar va desarrollando una relación con Daniel/Hatuey porque lo necesita para la película, y lo que solidifica esa relación es el pedido de la mujer de Daniel de que Costas le ayude a salvar a su hija (que también participa en la película que se está rodando). Costas accede bajo circunstancias muy difíciles y salva a la niña. En una escena desgarradora por varias razones, Daniel y Costas se funden en una abrazo de esos que cementan la amistad, pero cuando el boliviano le pregunta que si volverá, este responde que no.
Costas, que quería explotar a los indios que participaban en la película, y Sebastián, que quería protegerlos, resultan ser figuras paralelas al Colón y al las Casas de la película que se está filmando, y como aquellos, se van para no volver. Es lo que hacen los colonizadores casi siempre: hacen lo que les toca por un tiempo finito, y se marchan llevándose lo que quieren.
Hay que mencionar que la película tiene una partitura sublime del cada vez más apreciado Alberto Iglesias, y una cinematografía estupenda de Alex Catalán. Me impresionaron las referencias cinemáticas a las que la directora Bollaín nos expone. Una es un helicóptero llevando una cruz gigantesca a la selva que es análoga a y la antítesis de la de la estatua de Jesús que se transporta de la misma forma sobre Roma en la apertura de La Dolce Vita ((En estos días circula en los medios de comunicación una imagen que imita al arte: el Enterprise transportado sobre Manhattan encima de un 747. Aunque el simbolismo no puede tener intenciones más seculares (el epítome de la tecnología) el Enterprise anduvo por lugares que le imparten un aura sacra.)). En esa famosa secuencia hay una escena en que Marcello Mastroianni y sus acompañantes, que están siguiendo el helicóptero que transporta la estatua, les piden los teléfonos a unas mujeres en bikini que toman sol en la azotea de un edificio, pero no logran entenderse. No “entenderse” es uno de los temas más importantes de También la Lluvia.
El segundo paralelismo tiene que ver con la ciudad y la naturaleza “virgen”. Roma poblada; la selva desértica; lo urbano contra lo selvático; el ruido que nadie oye contra el que todos escuchan con algarabía. Además, una referencia a Fellini, en este caso en particular, no se puede alejar de 8 ½ que es el filme dentro de un filme más famoso del cinema, género al que claramente pertenece Lluvia.
Lo más triste de esta película es que no tuvo la acogida que se merecía, tal vez, como he sugerido, por los intereses creados que quieren controlar el agua del planeta para explotarla. Es irónico que, luego de promesas tronchadas, las cosas en Cochabamba no sólo no hayan mejorado sino que han empeorado. Además, se vislumbra que para 2050 la escasez de agua afectará a billones de personas ((http://www.tendencias21.net/En-2050-la-escasez-de-agua-afectara-a-7-000-millones-de-personas_a121.html Presumo que esto está proyectado de una cálculo que dice que para entonces habrá diez billones de habitantes en el globo. Al presente hay 7 billones. Pero, ¿cuál es el número mínimo de personas sin agua que representan una crisis? Yo diría que hasta una.)). Y piénsenlo antes de decir como el Costas de la película, eso no es mi problema; a pesar de nuestra lluvia ya se ha dicho que el agua fresca y limpia escasea en la isla.
No se pierdan También la Lluvia, y no crean mucho en los Oscar, a menos que no les toquen a los que en verdad se lo merecen.