Telón de fondo: afropuertorriqueñidad en el cine
Son muchas las deudas que, como productores, públicos, gestores y como País tenemos con nuestro cine. Pese a los desmedidos esfuerzos de un tenaz grupo de creadores y visionarios, nuestra cinematografía no ha alcanzado los niveles de producción, distribución y exhibición que diversas generaciones de cineastas y trabajadores culturales han augurado a lo largo de un siglo. Mayor aún es la deuda de los investigadores. Escasa, inconsistente, recóndita y/o rebuscada ha sido nuestra aportación al estudio, la crítica, el análisis y la enseñanza de nuestro cine.
Ante este “estado del arte”, no debería sorprendernos—ni airarnos—descubrir, como me sucedió recientemente en un curso de Historia del cine, que lo único que nuestros talentosos estudiantes—muchos de ellos aspirantes a creativos cinematográficos—conocen de la cinematografía nacional es “la película de los puertorriqueños que viajan en avión a Nueva York”.
El repertorio de temas que podríamos abordar sobre nuestro cine es, indudablemente, extenso. En esta entrega, me interesa convocarnos a explorar un capítulo singularmente oculto de nuestra producción cinematográfica con el fin de aportar a los debates emprendidos por varios columnistas y foristas de 80 grados respecto a las identidades y construcciones raciales en Puerto Rico. En específico, la representación de “la negritud” o de las experiencias, identidades y subjetividades “afropuertorriqueñas” en nuestra producción cultural. Reconozco que los términos citados son debatibles y ameritan también su buena dosis de análisis y discusión. Los adopto provisionalmente por su utilidad discursiva para provocar y promover uno de tantos soslayados debates sobre los procesos de racialización que nos “marcan”.
Existe un pequeño y diverso corpus de cintas, muchas estrenadas en televisión, que abordan el tema de la negritud o la experiencia afropuertorriqueña en Puerto Rico. Sin intención de ser exhaustiva, cito las siguientes producciones como ejemplos: El Resplandor (dir. Luis Maisonet, 1962), La maldición de mi raza (dir. Juan Oriol, 1964), Pasiones infernales (dir. Juan Oriol 1966), Mulato (dir. Juan Bueno, 1967), Isabel la negra (dir. Efraín López Neris, 1979), Herencia de un Tambor (dir. Mario Vissepó, 1984), Raíces Eternas, (dir. Noel Quiñones, 1985), Cimarrón (dir. Heriberto González, 1986), Adombe: La Presencia Africana en Puerto Rico (dir. Edwin Reyes), Raíces (dir. Paloma Suau, 2001) y, más recientemente, El Cimarrón (dir. Iván Dariel Ortiz, 2007).
Los anémicos apoyos institucionales a esfuerzos de preservación y difusión de nuestro cine han tenido como consecuencia, entre tantas lamentables otras, el desconocimiento generalizado de estas obras, muchas de ellas de suma importancia para conocer y examinar cómo este medio ha proyectado los discursos y prácticas raciales en Puerto Rico y cómo estos a su vez han sido condicionados por dichos proyectos y proyecciones nacionales.
El teórico del cine Robert Stam define el texto cinematográfico como una polifonía de voces o discursos. Stam critica el campo de Ethnic Image Studies (una prolífica corriente de estudios de las representaciones raciales y étnicas en el denominado “cine Americano”) por su enfoque en la representatividad o verosimilitud de la imagen y nos convoca a preguntarnos: ¿Cuáles son los acentos y entonaciones que discernimos en la voz fílmica? ¿Cuáles son las voces que se escuchan en un filme? ¿Cuáles son silenciadas o distorsionadas? Stam nos reta a escuchar atentamente los discursos, siempre intertextuales, del cine, lo que describe como “the entire matrix of communicative utterances within which the artistic text is situated”. El teórico enfoca el lente en la orquestación de voces, discursos y perspectivas que se proyectan a través de la producción cinematográfica a fin de trascender el reduccionismo analítico que se limita a escrutar las representaciones para vilipendiar o vindicar su autenticidad o su capacidad de re-presentar una supuestamente única, genuina y verdadera identidad.
Tomando en cuenta la propuesta de Stam, ensayo una breve lectura crítica de uno de los temas recurrentes en el corpus cinematográfico antes citado: la representación del negro como esclavo y, por tanto, de “la negritud” o, en términos más actuales pero no menos debatibles, de “la afropuertorriqueñidad” como esencialmente vinculada a la victimización y la subyugación.
En producciones nacionales tan pioneras como El Resplandor y tan recientes como El Cimarrón—ambos filmes de argumento que develan un expreso interés en denunciar ciertos aspectos del sistema esclavista en Puerto Rico y en las Américas—la experiencia afropuertorriqueña se asocia, casi en carácter de exclusividad, a la tragedia, la fatalidad y la victimización. La narración omnisciente que sirve de antesala a la trama abolicionista y conciliatoria de El Resplandor marca el tempo de esta figuración:
Fueron más de tres siglos, tres siglos de infamias. Comenzó de muy lejos, como un viaje sin escala, ni rumbo, ni esperanza cierta. Barcos blancos de todas las naciones blancas, barcos blancos de velas blancas y maldad blanca impulsados por la codicia iniciaron la ruta negra. Allá, en las costas de África, hallaron su franca mercancía: carne prieta y barata. Carne negra que se podía vender y comprar, arrendar e hipotecar. Músculo y sudor fecundos, capaces de edificar fortunas y sostener imperios. Su destino: las tierras pródigas de ese Nuevo Mundo llamado América y tan prematuramente poblado de tragedia. Para 1872 la esclavitud llega a su inevitable final. El negro había integrado su gesto de dolor al perfil definitivo de América.
Por su parte, la reciente producción El Cimarrón concluye con la imagen abatida del personaje evocado en el título (el Marcos de un Pedro Telemaco que tanto evoca al legendario Maciste del cine mudo italiano, cuya trascendencia en la construcción cinematográfica de la masculinidad negra en la pantalla grande reverbera hasta nuestros días). La “libertad” de Marcos, “el cimarrón”, no trastoca la tragedia de su condición: es probable que haya escapado el yugo de la esclavitud, pero sólo para confrontar la pérdida de su vínculo más íntimo, su amante Carolina. El simbolismo es evidente en esta narrativa patriarcal: la muerte de la amante es el signo de las nulas posibilidades de reproducción de una colectividad negra (afropuertorriqueña) emancipada.
En Raíces Eternas—un filme de ficción que utiliza sin aparente intención crítica las convenciones del documental omnisciente y que, tras un breve recorrido en teatros y cadenas de televisión, fue utilizado como texto suplementario de historia en escuelas públicas del país—la afropuertorriqueñidad es discursivamente masculinizada. El negro esclavo aparece tardíamente en la historia como el signo de “la tercera raíz” de nuestra supuestamente consolidada identidad nacional. Raíces Eternas, al igual que Adombe y otros filmes, desarrolla una narrativa irrevocablemente integracionista. El “negro” (identificado como “africano”) se “integra” inicialmente mediante el rite of passage del trabajo forzoso y la tortura del carimbo, pero alcanza su plenitud en el presente, cuando “ya no es africano, sino puertorriqueño”. El negro esclavo taciturno, temeroso y subyugado de las primeras imágenes es reemplazado por el negro asimilado, y contentón, que se ha asimilado a las nuevas fuerzas de control social y porta orgullosamente el uniforme de la Policía de Puerto Rico.
El Cimarrón del osado y creativo corto experimental de Heriberto González alcanza, figurativamente al menos, su libertad individual, mas no en Puerto Rico, sino en la visión de una isla vecina no identificada que, aparentemente, no tiene cabida para sus pares. Al igual que el cimarrón de Dariel Ortiz, sus posibilidades de significar una emancipación colectiva y, por ende, de proyectar un horizonte afirmativo y mancomunado de la afropuertorriqueñidad son cuestionables y se ven ahogadas por el mar de incertidumbre que confrontan ambos “héroes” al final de la historia.
Nos resta mucho para sacar del fondo a este telón que tanto oculta como proyecta nuestras construcciones, discursos y nociones raciales. Nos propongo abonar a esta deuda pendiente tomando en cuenta las interrogantes de Stam: ¿Cuáles son los acentos y entonaciones que discernimos en la voz fílmica? ¿Cuáles son las voces que se escuchan en un filme? ¿Cuáles son silenciadas o distorsionadas? Más importante aún, planteemos otras preguntas sobre este oculto (“¿oscuro?”) capítulo de nuestra producción cultural, así como respecto a tantos otros que ameritan ser consultados, estudiados y ponderados para aprehender y aprender de las figuraciones raciales y las voces que escuchamos, legitimamos, descartamos y silenciamos a la hora de proyectarnos y representarnos.
Tenemos un gran déficit con nuestras historias y con nuestros debates e indagaciones respecto nuestra producción cultural: traspasar los linderos excluyentes y victimizantes que hemos construido para imaginar, narrar, proyectar y representar en su extensa, compleja e inestable diversidad, la afropuertorriqueñidad.