Temor y temblor
Dedicado a mi hermano Alfonso Ramos Torres, mientras te esperamos.
Temor y temblor es el título de un libro que el filósofo danés Søren Kierkegaard publicó en el año 1843. Ese mismo año, Kierkegaard escribió en sus diarios lo que se ha vuelto su cita más famosa en la era digital: ‘la vida sólo puede ser entendida mirando hacia atrás, pero debe ser vivida hacia adelante’ (‘life can only be understood backwards, but must be lived forwards’). Leí Temor y temblor cuando estaba en la Universidad y sólo lo recuerdo vagamente (algo sobre sacrificios ciegos, resignaciones absolutas, valideces eternas). Pero su título evoca hoy de forma bastante exacta lo que hemos estado viviendo en PR en estos días ansiosos, con el temblor del 7 de enero y los temores que nos reactivan una y otra vez estas réplicas que no cesan. Los daños más serios han sido en el sur. Pero la isla entera tiembla y teme.Los huracanes, esas otras amenazas atemorizantes a cuyos golpes estamos tristemente más acostumbrados, se dejan ver por los radares desde días antes. Tienen nombre y hasta hora de llegada. Se ven pasar y alejarse. Dejan noticia de que no vuelven. Los temblores sólo tienen identidad en el pasado, o en los instantes en que ocurren de súbito, en un presente sin avisos precisos, ni largos ni cortos. Su relación con el futuro es casi enteramente invisible. No hay conos de incertidumbre porque no hay muchas certidumbres para empezar.
Y sin embargo sería un error concluir que estamos condenados a la resignación y la ignorancia. Aprendemos por ejemplo que es de esperarse que haya nuevas réplicas, miramos con atención los mapas que muestran por dónde empieza el problema en el subsuelo y por qué es de esperar que continúe. Leemos sobre pronósticos con múltiples escenarios que difieren en intensidad y probabilidad. Aprendemos incluso y avergonzadamente que a los científicos que dedican sus vidas a este campo y que manejan información vital sobre estas cosas, haya sido por ignorancia o arrogancia o cinismo, se les han cortado los fondos.
Los libros de texto de psicología por lo general incluyen una pequeña discusión sobre los cuatro objetivos de la disciplina: describir, explicar, predecir y controlar. Estudiar en detalle un fenómeno (describir) constituye un paso clave para clarificar sus causas (explicar), lo cual hace posible identificar factores de riesgo o sectores vulnerables (predecir), lo cual a su vez abre la posibilidad de intervenir, ejercer algún control, tener un impacto sobre la forma en que se manifiesta el fenómeno o sus consecuencias (depresión, estrés postraumático o lo que fuera). Cuando yo era estudiante, ese último objetivo (controlar) me sonaba sospechoso porque imaginaba a los poderosos usando las ciencias para controlarnos a todos perpetuando su poder. Pero mirado de otra forma, control designa justamente lo que necesitamos a nivel colectivo, sobre todo en momentos en los que se siente que no se tiene ninguno: en lugar de resignación o fatalismo, urge reafirmar un sentido de que es posible usar el conocimiento para influir en la forma en que ocurren las cosas y cómo respondemos a ellas.
A nivel individual también, un sentido psicológico de control (siempre en parte producto de nuestra propia percepción) es crucial para funcionar y responder a situaciones que requieren nuestra acción. Y es ese sentido justamente parte de lo que primero se descalabra individual y colectivamente durante un desastre, debilitando aún más nuestra capacidad de responder. Mucho de nuestro sentido personal de control (ya sea interno –las cosas están en mis manos– o externo –las cosas están fuera de mis manos) está íntimamente ligado a nuestras experiencias de ciertos ambientes y sobre todo aquellos que nos han sido personalmente significativos, nuestros hogares y los de familiares y amigos, nuestras calles, escuelas, parques, espacios públicos, lugares de encuentro.
La psiquiatra afroamericana Mindy Fullilove ha destacado durante años la importancia que tienen los lugares cotidianos para nuestro funcionamiento y bienestar psicológicos, y los impactos emocionales del desplazamiento o desarraigo producido por guerras, desastres o procesos socioeconómicos como la gentrificación. En un artículo clásico, Fullilove resumió la literatura sobre el tema proponiendo que los humanos establecemos vínculos con los ambientes que habitamos a través de tres procesos psicológicos relacionados: apego (‘place attachment’) o el vínculo emocional con un lugar en que uno se siente acogido; familiaridad o el conocimiento detallado de cómo operan los lugares que habitamos; e identidad (‘place identity’) o la medida en que nuestro sentido de nosotros mismos se alimenta de nuestro sentido de los lugares que nos importan. En un contexto de desplazamiento o desastre los tres procesos quedan trastocados. Común a los tres, se puede añadir, es justamente el hecho de que contribuyen a (y dependen de) un sentido básico de control, un saber qué esperar y cómo responder, y un entendimiento tácito de que el lugar que nos rodea y que se mantiene reunido en torno nuestro un día cualquiera, continuará confiablemente ahí para nosotros al despertar mañana.
Dado esto, la idea de que nuestro hogar se vuelva un lugar peligroso, que las paredes tiemblen, que el techo se vuelva una amenaza cuando siempre había sido sinónimo de protección y cobijo, es una alteración muy grande de nuestras expectativas más básicas sobre qué es y cómo funciona el ambiente que nos rodea.
Pero si bien es importante reconocer que los temores que sentimos son tan reales, concretos y naturales como los temblores que nos estremecen, también es importante insistir en que la ansiedad y la angustia no son un resultado inevitable y permanente de lo que estamos viviendo. La ansiedad, según el neurcientífico Joseph LeDoux, es el precio que pagamos por la habilidad que tiene nuestra especie para imaginar el futuro (‘anxiety is the price we pay for an ability to imagine the future’). En un contexto como el que vivimos, nuestra imaginación, ayudada por todo lo que vemos en los medios, nos puede llevar a ‘catastrofizar’, lo cual a su vez conlleva el riesgo de inmobilizarnos.
Entonces, qué hacer si sigue temblando? Sería posible habituarse alguna vez a una nueva normalidad temblorosa? Dada la asombrosa capacidad que tenemos como seres vivos para familiarizarnos y ajustarnos a condiciones nuevas, no es imposible que llegáramos, mal o bien, a acostumbrarnos. El problema, claro está, es que mientras los huracanes revelan su fuerza previo al impacto, los temblores no. Ante esta incertidumbre fundamental en la base de cada nueva réplica, qué hacer?
Si la ansiedad se empeña en tomar de rehén a nuestras imaginaciones y capacidad de acción, algunas cosas que podrían ayudar a aumentar en algún grado nuestro sentido de control son:
- Hacer- Hacernos parte de alguna forma a algún esfuerzo de apoyo a los más afectados. Ayudar, como se suele decir, es también la mejor forma de ayudarse. Además de hacer lo que tenemos que hacer de todas formas (trabajo y obligaciones de todas clases), tal vez reorientado a la luz de esta emergencia.
- Aprender- Empaparnos de toda la información útil que, aunque disponible por años (sobre todo en voz del Dr. Molinelli), sólo atendemos adecuadamente ahora, sobre qué esperar, cómo responder, cómo reducir riesgos en un escenario como este. Volvernos una sociedad preparada para esto también.
- Conectar- En momentos como el que vivimos se hace más evidente cuánto y de cuántas formas nos necesitamos. Entonces, buscar formas concretas de sumarnos a una solidaridad de los vivos, los vulnerables, los vapuleados, los conmocionados desde los cimientos, durante y después de la emergencia, creando una membrana de atención, comunicación y compañía que nos ampare a todos.
- Cuestionar- No parar de exigir explicaciones de las agencias que se supone que las puedan dar (y a las cuales no hay por qué darles el beneficio de la duda). Exigir transparencia y acción real y no dejar presionar cuando pare de temblar.
- Reimaginar- Redirigir al menos una parte de nuestra atención hacia la tarea de planear activamente cada uno algún detalle, algún aspecto de un futuro posible y mejor (tú este pedazo y yo aquél) a la luz de esta experiencia nueva. Ejercitar una imaginación colectiva poderosa, que mueva a la sociedad entera hacia un descanso firme sobre el cual pisar más fuerte. Buscar los resquicios y las ‘fallas’ desde las cuales empujar la realidad hacia un lugar más estable y mejor, sin subestimar la enormidad del ambiente, pero tampoco nuestro poder colectivo para moldear, enderezar, estabilizar, robustecer aspectos de ese ambiente. Ir haciendo nacer un país hecho de lugares seguros, duraderos, inclusivos, que sirvan de plataforma a las vidas que queremos vivir, como juguetes gigantescos que se acoplen a la tierra sin negarla, que amortigüen los empujones y golpetazos que de cuando en cuando con toda seguridad nos infligirán los elementos, y que podamos enderezar cuando se viren si juntamos las manos.
Hace algunas décadas el geógrafo humanista Yi Fu Tuan acuñó el término ‘topofilia’ (literalmente, amor por un lugar) para referirse a un proceso emocional y de producción de sentido similar al apego mencionado arriba. Me atrevo a especular que una especie de impulso topofílico nos une a todos los que hoy, cerca o lejos, temblamos y tememos no sólo por nosotros mismos y nuestros hermanos sino por esta tierra tan vapuleada en estos años. Si algo pone en evidencia una vez más todo esto que pasa ahora es el grado tan profundo en que la estabilidad y confiabilidad de las infraestructuras materiales de nuestro ambiente son factores imprescindibles en la estabilidad de las infraestructuras socioemocionales de nuestras vidas. Habremos visto con más claridad la medida en que el ambiente físico que nos rodea (natural o construido) contribuye y sostiene y es buena parte de lo que pensamos que somos. Toca rearmar activa y topofílicamente esta región de piedra y agua y vida en que consiste buena parte de nuestro propio existir sobre la tierra.