Teoría del amor imposible
Yo quise escribir de esa manera de inmediato. El único problema era que mi vida era muy creíble y además no tenía nada de interesante. Entonces durante una estancia en España busqué a otra persona que me contara su vida para de ahí sacar lo que necesitara para escribir este relato. Una vez esa vida estuvo en mi poder, aunque sólo en un sentido figurado, no tenía a quien rendirle cuentas si me la apropiaba.
No lo hice por miedo pero como quiera actué en secreto, escribiendo sin decirle nada a nadie, y lo único que temo es que alguien se de cuenta de lo que me traigo entre manos en los próximos párrafos. Me aterra la idea de que piensen que lo que cuento es verdad. También me preocupa que lo que yo encuentro interesante en la historia otros lo consideren prosaico.
La verdad es que (y eso es sólo una expresión, un recurso retórico) lo que llegué a saber de esa otra persona me llenó la cabeza como un grifo abierto y sin control llena a un vaso –vertiginosamente y hasta el tope– así que lo que aquí cuento es una mera gota, la primera que se desbordó de ese vaso. A veces para escribir una autobiografía, verdadera o inventada, con una anécdota basta. Y si no me creen lo que cuento pues no habrán perdido mucho tiempo y yo, por mi parte, con gusto admitiré mi fracaso.
El día 15 de Julio de 2019, estando yo en Madrid después de un viaje corto a Salamanca –me dijo el tipo con quien conversé por varios días en la Plaza del Ángel, que resultó ser puertorriqueño y mi tocayo– mi única responsabilidad era cotejar en mi ordenador si mis estudiantes habían hecho las tareas del día. La noche del 14 dormí a pata suelta. Cuando abrí los ojos, mi habitación estaba totalmente oscura a pesar de que eran ya las dos de la tarde. Tambaleando me levanté de la cama para encender el aire acondicionado y luego mear. Después de bajar el inodoro, tuve que escoger entre dos opciones igualmente amables: o me preparaba el desayuno o me regresaba a la cama.
En otras palabras, ese día, que resultó ser un lunes, era tan ordinario como el anterior y su transcurso sería tan ordinario como todos los siguientes durante lo que me quedaba de estadía en la ciudad. Aún así, la idea de regresar a Puerto Rico, a mi barrio en Santurce, no me causaba ningún entusiasmo. Aquel Santurce que Chevremont describía en tonos exaltados, el Santurce de jardines floridos, el de un ambiente bienhechor imbuido de algo delicioso y sagrado, ya no existía. Al contrario, ver todos los días al Charneco hecho un hambriento carapacho y a la imposición brutalista del tren urbano, me daban algo, por lo que en mis caminatas por la Avenida Borinquen siempre doblaba en la calle Inglaterra para hacer el círculo que me llevara de vuelta a la calle 7 sin mucho trauma. Haciéndolo así también minimizaba el impacto de la fealdad de la Avenida Borinquen que era igual que cuando yo me criaba pero entonces yo no lo notaba. La inocencia de la niñez es el mejor escudo contra lo inhóspito, contra el disgusto que causa la visión de un adefesio, de la suciedad, o el desamparo.
Durante mis últimos días en Madrid había visitado el Museo Nacional del Romanticismo en la calle San Mateo y la única imagen que se me quedó grabada en la mente después de la visita fue la de un cuadro titulado «La plaza doble» que reproducía lo que sólo se puede describir como una matanza. Se trataba de una corrida de toros en los tiempos en que sólo se hacían a caballo y en el ruedo la escena era una de múltiples caballos corneados y sangrando. El cuadro es espectacular en un sentido tétrico y amenazante, como la mirada de una mujer que un día te quiso y ahora te odia.
En otro momento durante mi recorrido por el museo noté que uno de los empleados cuya faena era vigilar a los visitantes, caminando detrás de ellos si sospechaban que iban a tomar fotos, advirtiéndoles que iban en sentido contrario a la dirección prescrita por el museo, o diciéndoles que si pasaban de un espacio a otro sin fijarse bien en el espacio anterior no iban a poder dar marcha atrás, era una mujer de mediana edad, alta, muy delgada, casi esquelética, con una gran melena de pelo negro recogido por una cinta gris que casi le tocaba la frente. Como todos sus colegas vestía de negro y tenía un aspecto que sólo puedo describir como impactante; striking sería la palabra apropiada en inglés, que es la que se suele usar en ese idioma cuando se quiere transmitir la idea de que algo es peculiar, pero de una manera sorprendente y agradable.
Cuando yo la miré ella siguió caminando como para disimular su encomienda. Yo también desvié la vista en el mismo instante en que ambos reconocimos que nos estábamos mirando. Así, el retrato de ella que quedó en mi mente fue como el de una de esas figuras que en el momento en que una cámara intenta grabar su imagen hacen un movimiento inesperado que hace que terminen en la foto luciendo como un fantasma. Fue un retrato borroso, granular, indefinido excepto por ciertos rasgos: el color blanco de su piel, sus piernas largas, una melena frondosa y ojos distantes. En menos de tres segundos ella se desvaneció en completo silencio sin que sus pasos hicieran el menor ruido quizás porque el piso estaba alfombrado o quizás porque las suelas de sus zapatos estaban hechas de aire.
Al terminar mi recorrido, de la primera planta bajé a la tienda del museo nada más que para echarle una mirada. Ya lo único que recordaba de la mujer era la cinta gris que recogía su pelo, pero pensando en sus ojos me pregunté si los tenía decorados con lápiz negro o si lo que recordaba en ese momento era la impresión de haber visto un intento breve de maquillaje. En el interior de la tienda, las paredes estaban rellenas con estantes que ofrecían varios tipos de mercancías. Eran objetos inservibles cuyo propósito era incitar el recuerdo de la visita al museo y nada más. En el centro del salón principal de la tienda había una mesa llena de libros biográficos, históricos y literarios, todos de alguna manera relacionados con la época y el tema romántico. Yo estuve a punto de comprar una antología de cuentos sobre el amor pero quedé desalentado el ver que se trataba de trabajos de autores anglosajones traducidos al castellano. Leer a Mary Shelley o a Henry James en español me pareció tan falso como ver a Anthony Quinn haciendo el papel de Atila en una película doblada en italiano. Después de darle la vuelta a la mesa varias veces salí del museo con una antología de ensayos de Mariano José de Larra, una copia de Madrid literario y otra del libro Tragedias en el Madrid romántico. En la calle, ya no pensaba en la mujer que apenas unos minutos antes me había intrigado.
Qué sorpresa entonces cuando el 15 de Julio, ese día tranquilo durante el cual además de atender el quehacer pedagógico del día, mi agenda incluía ir a ver a Maceo Parker en la Sala BUT a las 10:30 de la noche, al llegar a la puerta de la sala, a quien veo justo a mi lado en la fila paralela a la mía, en la primera posición en la fila, es a la mujer del museo. «Usted trabaja en el Museo del Romanticismo,» le dije y ella, sorprendida me dijo que sí. «Yo estuve ahí el jueves pasado y recuerdo que la vi.» Ella, todavía un tanto incrédula, pero con una sonrisa amplia y amigable me dijo que tenía una gran memoria. En otra ocasión me había pasado algo parecido: al darme la vuelta en una repostería me vi frente a frente al director de cine Fernando Colomo. Lo reconocí después de haberlo visto en el programa Cine de Barrio mientras lo entrevistaba la actriz Concha Velasco pero al decirle «¡Fernando Colomo!» él se quedó tieso. Luego, después de explicarle el antecedente de mi reconocimiento, me dijo «Pues aquí estamos,» y ese fue el fin del encuentro. Yo pasé a pedir un bizcocho cualquiera y él ordenó un cortado, los dos actuando con la mayor indiferencia.
En contraste, con la mujer del museo entablé una conversación muy animada y casi familiar. Ella se mostró muy simpática, le dio seguimiento a mis comentarios, contestó mis preguntas, se mostró favorablemente sorprendida cuando le dije que había producido un disco y cuando le ofrecí una copia se mostró solícita, aunque en su mirada hubo un pequeño asomo de asombro del que yo debí haberme percatado. «¿Usted va a estar mañana en el museo?,» le pregunté. «En la mañana,» me dijo, «salgo a las tres.» «Pues mañana paso y te traigo una copia del disco. ¿Cúal es tu nombre?»
De «usted» pasé a «tú» de una manera que podría interpretarse como apresurada e importuna, pero ante eso ella no mostró signo alguno de sorpresa o incomodo. Ya habíamos llegado al punto del silencio torpe, ese momento inevitable donde el tema de conversación se agota y entre recién conocidos o entre personas a las que en un correo uno le dice «estimado» en vez de «querido,» se convierte en un siglo, pero no tuvimos oportunidad de mirarnos en silencio con una mueca por sonrisa pues precisamente en ese instante se abrieron las puertas de la sala y cada cual siguió su rumbo, ella y yo diciéndonos hasta luego con un aire de ligereza y frescura, ella directo al frente del escenario y yo a la primera planta.
No quiero engañarme a mí mismo así que tengo que admitir que ver a la mujer del museo en la fila de la Sala BUT me pareció una coincidencia que quizás anticipaba algo más que una conversación breve y puramente amigable. Todavía me parecía demasiado flaca y en las líneas que se formaban alrededor de su boca cuando sonreía podía detectar el paso de al menos tres décadas de vida. Quizás ya ella había pasado de un poco más de la mitad de la cuarta. Mientras conversábamos en la fila noté que llevaba puesta la misma cinta gris que tenía alrededor de su cabeza en el museo, con el pelo justo arriba de la frente, levemente alzado. El resto de su cautivante melena ocultaba sus oídos quedando ligeramente posado entre su pecho y espalda, un poco más abajo de los hombros. Estaba vestida de negro, igual que cuando la había visto en el museo, y sus labios finos enmarcaban una hilera de dientes perfectamente alineados y muy lindos lo cual sugería que no fumaba. Mientras conversamos vi que sus ojos negros brillaban de honesto placer y pensé que el color de su lápiz labial era justo el necesario.
Cuando le ofrecí el disco no se me escapó la idea que quizás me había pasado de la raya. Pero la fantasía se impuso a la realidad. Ignoré el pequeño rastro de asombro en su cara y el salto casi imperceptible que dio, ese saltito que uno da hacia atrás cuando algo luce un tantín chocante, y así terminé imaginando un re-encuentro lleno de múltiples y agradables posibilidades. En mi mente lujuriosa se abrió un espacio repleto de conversaciones interesantes, de mutuas admiraciones, de baile y cerveza, de música y poemas. La reconstruí a partir de otras experiencias y así quedó en mí como habría quedado la modelo de una escultura plasmada por mis dedos: robusta, esbelta, un poco más llenita que ella, curvilineal en su forma, llena de gracia y sensualidad. Hasta su voz resultó tierna y agradable, feliz y quizás ingenua, aunque no supuse que también podría cantar.
Más tarde comprendí que había cometido un gran error en mi percepción y lamenté la ilusión desmesurada que había provocado. Había cometido el error analítico más común del espíritu romántico que, descrito en términos totalmente insípidos, puede concebirse muy precisamente como un desboque mucho más allá de la frontera de los datos. Es un desboque de culequería que te congela la sonrisa y te satura el cerebro con un influjo violento de sustancias químicas que te arrebatan. De ese desboque, de ese derrame de sentimientos que rebasa los contextos en que se generan y termina en un despliegue hiperbólico de su significado, es que emerge inevitable y amenazante la teoría del amor imposible; una teoría que con su nombre te dice su resultado.
Lo peor de todo es que lo que sucedió yo no me lo esperaba. Después de rebasar los límites de lo que sugerían los datos, seguí viajando a lo largo de un espacio oscuro pero provocador, como un astronauta emborrachado por la falta de gravedad. Una sensación de bienestar agudo se apoderó de mí, aunque el martes 16 de julio desperté como de costumbre, cerca de la hora de comer y con resaca, en la esquina de mi cuarto más cercana a la ventana. Al levantar la cortina, el chorro de luz que inundó la habitación me transportó de la dimensión ambigua desde la cual sonreía enmudecido a otra muy claramente demarcada: aún con los ojos llenos de lagañas podía percibir el contorno de la cama, la silueta de mis chancletas en el piso, el vaso de agua posado en mi cabecera, la silla de oficina metida debajo de la superficie de mi escritorio, la botella de vino sobre la mesa adyacente, la toalla colgando del tabique al lado de la puerta –todo encapsulado en el movimiento giratorio y lineal, mecánico y lento, que me llevó de la cama hasta el baño.
De vuelta en el filo de la cama, tenía que decidir si cumplir la promesa apresurada que le había hecho a la mujer del museo o echarme a dormir un par de horas más. Por un momento pensé que era posible que la sonrisa de ella después de mi oferta era una expresión callada y diplomática de incredulidad y que muy posiblemente lo menos que ella estaba esperando era la visita de un perfecto extraño en su trabajo portando un regalo. Inmediatamente me dije, a base de una lógica imperfecta, que si no cumplía mi promesa, ella adoptaría una opinión desfavorable de mí. Imaginé que ella pensaría que yo era una persona desconfiable, de esas que dan su palabra con frivolidad, sin pensarlo bien, sabiendo de antemano que dicen las cosas nada más que por decirlas, sin intenciones reales de cumplir sus promesas, sean éstas serias o banales.
Yo una vez estuve tan enamorado que en una cajita de lata guardaba las hebras de pelo que Sofía, mi amante, dejaba regadas por toda la casa cada vez que me visitaba. Esa era mi manera de afirmar el compromiso que tenía con ella; mi manera de decirme a mí mismo que era confiable, que iba a cumplir todas las promesas que le había hecho, que mi decisión de dejarlo todo por ella no tenía el más mínimo trazo de frivolidad. No me veía llegando a ese extremo con la mujer del museo. Yo no estaba enamorado. Ni remotamente. Después de Sofía no podía estarlo. Era una cuestión mucho más simple: no quería quedar mal e imaginaba el embarazo de encontrarme de nuevo con ella tras dejarla plantada esperando.
Eso sí, todavía existía en mí la ilusión de poder encontrar un nuevo amor, tan profundo como el que una vez tuve por Sofía. Y confieso que la mujer del museo me hizo evocarla. Todo fue un simulacro. Sofía se me puso de frente y con los ojos me dijo no te levantes. Soñé con escuchar su voz y su risa de nuevo, quise volver a apretarle las nalgas, a mirarla eslembao mientras ella hablaba, a pararme frente a la puerta del baño para oírla mear, y a decirle ti amo todas las mañanas. Aunque resistía la tentación de buscarla me era imposible sacármela de la mente y mientras más me decía a mí mismo que tenía que olvidarla más me la imaginaba.
Aparte de ser el gatillo de esa pistola de deseos y recuerdos, la mujer del museo no tenía nada que ver con mis anhelos y aún así en ella había algo que me hacía suspirar, algo inesperado, algo que yo elucubré en un sinsentido arrancado de su propuesta de conversación afable, de su invitación sutil, y de su fugaz encanto. En mi arrebato, cuando ella me dijo «salgo a las tres» yo escuché «vuelve que te estaré esperando.» Al decirme su nombre yo sentí la presencia de Sofía, recordé su olor y su figura, y me dejé llevar como un niño que no concibe que el adulto que lo sonsaca podría hacerle daño. Ridículo, ¿no es verdad?
Mi capacidad de imaginar las posibilidades del amor siempre ha estado mucho más allá de lo que la experiencia del amor produce. Esa es, para mí, la contradicción insuperable del sentimiento romántico. Pensar el amor es mucho más fácil que vivirlo. En el pensamiento ejercemos control absoluto, podemos manipular los hechos como nos plazca pero en los hechos ese control desaparece pues quedamos a la merced de otros que tienen sus propias intenciones, sus propias perversidades, sus preferencias sinigual que no siempre ni en muchos casos, coinciden con las nuestras, con lo que queremos y buscamos.
Si lo hubiese pensado bien, ese martes me habría quedado en casa. Habría hecho una paella al estilo Boricua, sin arroz bomba, o una tortilla de patatas y después de comer me habría tirado de nuevo a la cama para seguir leyendo las Memorias póstumas de Brás Cubas o tal vez mirar Il diavolo in corpo como una especie de exorcismo de la infatuación en ciernes que la mujer del museo me había provocado. En vez, me aparecí en el museo sin anticipar lo que me esperaba, ingenuo y despistado.
Cuando le expliqué la razón de mi visita a la encargada de la puerta, me ofreció recibir el disco o llamar a la empleada. Yo quería subir y verla a ella directamente, pero la encargada me dijo bien claro que «subir no.» Mientras esperaba traté sin éxito de adivinarle el pensamiento a la encargada y al guardia de seguridad, pero aun sin ser adivino sus miradas de asombro no me dejaron duda de que nunca se habían visto en la situación con la que les había confrontado.
Los minutos que pasé esperando en silencio fueron incómodos y entonces cobré consciencia de que me había metido en camisa de once varas. Luego escuché una voz extraña a mis espaldas que me preguntó en qué me podía ayudar. Al darme la vuelta lo único que pude decir, al instante, sin pensarlo mucho, fue: «Usted no es la Cristina que yo ando buscando.»
Ella, con una expresión sonriente de estupefacción, me dijo que era la única Cristina que trabajaba en el museo. La encargada y el guardia de seguridad me miraron con la misma cara de asombro y embarazo que yo demostré en ese instante. «Pues la mujer que yo busco trabaja aquí pero no entiendo por qué decidió darme un nombre falso.»
Frente a las miradas mudas de mis interlocutores comprendí algo tan elemental sobre el comportamiento humano que me da vergüenza admitir que no se me ocurrió cuando la mujer del museo me dijo su nombre sin titubear. Ella de seguro pensó que yo me había propasado al ofrecerle el disco y ofrecerme a entregárselo en su trabajo. Pero para salir de mí sin mucho revuelo decidió darme un nombre cualquiera, segura de que mi oferta era vana. En el museo, cuando la mujer equivocada se apareció, yo pude haber insistido en mi empeño. Pude haber descrito a la mujer que había visto en la Sala BUT pero con ello me corría el riesgo de enterrarme más profundamente en la arena movediza en la que había caído al creer que ella me había dado su nombre verdadero, que ella realmente esperaba verme de regreso en el museo cargando con el disco, al mismo tiempo que su estratagema quedaría al descubierto frente a sus compañeros de trabajo que por ello terminarían pensando, cuando menos, que ella era una persona extraña. En vez de insistir y ponerla a ella en una posición incómoda y embarazosa pues al verme habría quedado desenmascarada como una mentirosa, decidí marcharme.
Encogido de hombros y abochornado, aterrado de lo que la Cristina y sus colegas pudieran pensar sobre mi presencia en el museo, de cómo interpretarían mi búsqueda de una mujer que para ellos era imaginaria o peor, que había asumido falsamente el nombre de otra empleada, entré a la tienda para comprar un libro que en mi visita anterior había considerado. Mortificado y sintiéndome ridículo salí del museo con una copia de Crímenes pasionales en Madrid y con una concepción un poco más acabada de la teoría del amor imposible. El postulado principal de la teoría era no más que una imagen: mujer blanca de labios finos y melena amazónica; pero también podía resumirse en un nombre, el nombre de Sofía, a quien creí haber visto ese martes diciéndome no te levantes, antes de yo salir a la calle.
Antes de irme del museo y después de estar en la tienda tratando de reducir mi bochorno actuando como si nada, el guardia de seguridad me miró con atónita suavidad al mismo tiempo que sentí un fuetazo. Me pregunté qué pensaría sobre mi extraña irrupción y mi búsqueda absurda si después de irme se enterara que había comprado un libro sobre crímenes pasionales. Eso de seguro afianzaría su impresión de mí como un probable desviado, un tipo torcido, sucio y potencialmente desalmado. Al abrir la puerta de salida mis ojos se encontraron con los del guardia. Yo levanté las cejas tratando de decir con mi gesto que no entendía a cabalidad lo que justo me había pasado, mientras calladamente y sintiéndome humillado cantaba: «Ilógico, estúpido.»
Ya han pasado seis meses desde esa tarde en que salí del museo con los labios secos y un trazo de abyección en los ojos. De vuelta en Santurce pensé en esa experiencia a diario y cada vez que me acuerdo se me cae la cara. Ayer en la Placita Barceló pensé que había vuelto a ver a la mujer del museo sólo para darme cuenta que estaba mirando a otra con una melena parecida, como la de las mujeres de los gángsters en la serie The Sopranos. Pero no era la mujer del museo ni tampoco era otra; estaba mirando a Sofía. Fue a Sofía a quien yo vi en Madrid en el museo y en la fila del concierto. Es ella la que me persigue sin saberlo, la que no me deja descansar, y me molesta admitir que en los hechos tiene otro nombre. Todavía no ceso de repetirme con sofoco lo que considero son los tres elementos fundamentales de la teoría del amor imposible: infatuación, un nombre falso, desencanto. La experiencia con Sofía le añade otras dimensiones a la teoría: engaño, cobardía, despecho, resignación. Esa es mi brutal autobiografía, condensada en un evento, y no me extrañaría que terminara como The Maltese Falcon.
Después que mi tocayo me contó su historia a mí me quedó clara su teoría y evaluando la totalidad de sus circunstancias entendí por qué la anécdota del museo era emblemática de toda su vida. Si no hubiese sido porque lo que me contó a mí también me había pasado, hubiese pensado como Vila-Matas que era ficción, o peor un desvarío que representaba lo falso como si fuera un hecho. Lo único que me dejó colgando fue la mención de la película The Maltese Falcon. Yo sabía que en ella actuaba Humphrey Bogart pero aparte de eso, no veía la conexión con su relato. Eso no era su culpa si no una limitación de mi parte, pues no sabía como comparar la duplicidad de la mujer del museo o la experiencia de él con la Sofía, que ahora parecía una alucinación, con las intrigas de Mary Astor. Pero él comprendió que éramos cómplices, que por mi manera de escucharlo se veía que su relato resonaba en mí a un nivel bien personal, que no había perdido el tiempo contándomelo y compartiendo su teoría. Como quiera, al mencionar la película yo quedé confundido momentáneamente y lo único que dije fue «¿Huh?»