The Death of Stalin: una marcha resulta en masacre
La secuela que abre el filme es una síntesis de la locura controladora y criminal de la mente del dictador ruso. Está escuchando por Radio Moscú un concierto de Mozart desde su dacha y quiere que, inmediatamente, le envíen una grabación. El único problema es que no se ha hecho tal cosa. Lo que surge como resultado del capricho estalinista establece el tono que ha de desarrollar la cinta y nos sintetiza la personalidad de uno de los dictadores más salvajes de la historia. Entre otras cosas, Stalin (Adrian McLoughlin) mató casi 20 millones de los ciudadanos de la unión soviética, entre los cuales casi 5 millones sucumbieron en la hambruna de 1930-33, (3 millones en Ucrania), inducida por una política deliberada del dictador. Su desprecio por la vida llenó de temor a todos los que le rodeaban y ese miedo afligía en particular a los más cercanos a él. Cómo lo perciben los que trabajan cerca de él y los que viven atemorizados de que los vengan a buscar para enviarlos a los gulags, a Siberia o, sencillamente, matarlos, es lo que establecen, chorreando humor negro, esas primeras escenas.
Su círculo inmediato está compuesto por los miembros del politburó y todos están temerosos de su jefe y simultáneamente lo adoran, pero con un deseo bien escondido de ser su sucesor. (Todos lo personajes en el filme son de la historia y lo que les sucedió, verídico, de modo que la “trama” no importa, es cómo se cuenta el cuento lo que vale.) La relación de respeto-amor-odio-temor es trasmitida genialmente por un grupo de actores magníficos que no solo comprenden hasta dónde alcanza la farsa sino, muy bien, los paralelismos (solo excluyendo las ejecuciones) con lo que está sucediendo ahora mismo en el gobierno norteamericano, que parece una farsa mal escrita.
Lavrentiy Beria (Simon Russell Beale, que casi se roba la película) el jefe de la policía secreta NKVD descubre a su jefe luego de que a este lo tumba un derrame cerebral. Inmediatamente piensa en cómo ha de conseguir el poder y decide que lo mejor es tener al tono de capirote Georgy Malenkov (Jeffrey Tambor), el secretario general del gobierno, como Premier porque lo puede manipular. También acude a la dacha el jefe del partido comunista Nikita Khrushchev (Steve Buscemi, en una actuación que nos revela el porqué, mas tarde, Khrushchev se quitó un zapato para dar en su escritorio en la asamblea general de la ONU) y está de acuerdo con que se llame a un médico. El único problema es que el paranoico Stalin ha matado a casi todos los buenos e inteligentes, o languidecen en los gulags.
Por supuesto, hay que llevar el cuerpo de Stalin a Moscú para que todos vengan a despedirse. Para tratar de neutralizar a Khrushchev, Beria confabula para que sea este quien planifica el sepelio y comienzan todas las intrigas para ver quién se queda con el “trono”. Esto incluye cerrar las carreteras e impedir el acceso a la ciudad por parte de Beria, para que el entierro sea un fracaso atribuido a Khrushchev. Pero Khrushchev ordena que los trenes corran y eso trae millares de plañideros al sepelio. En la marcha para entrar a donde yace el cuerpo, la gente se apiña: la NKVD dispara contra los marchantes y matan 1500 personas. Era parte del plan de Khrushchev para que la popularidad de Beria se fuese al fondo. Buscando puntos políticos, Beria ha levantado las objeciones estalinistas a los religiosos y permite que los sacerdotes de la iglesia ortodoxa rusa asistan al sepelio. Son cosas que se ha copiado de las reformas “liberales” que Khrushchev ha dicho que quiere implantar.
Durante todo este periodo de inestabilidad la NKVD va matando de forma grotesca (fuera de la pantalla) a los que aparecen en las listas de subversivos de Stalin, y lo hacen con el desparpajo que solo concede la dictadura y el totalitarismo. La violencia que se despliega es tan tremenda y arbitraria que entendemos que la exageración paródica es la única forma de trasmitirla sin que desesperemos ante los caprichos asesinos de un dictador. Por supuesto, los cargos y los juicios son chistes de mal gusto que están sustanciados por mentiras que están dispuestos a emitir los que le lamen las botas a los poderosos para su propio beneficio. Es por eso que, cuando nos reímos de estos excesos que en el filme están amplificados por el desdén a la vida y a los humanos simulado por los actores, entendemos por qué se decidió presentar estas atrocidades como farsa y parodia. Tenemos todos los días las acciones arbitrarias en contra del ambiente, de los de color, de la sexualidad, de la salud y de los pobres por un gobierno de exagerado capitalismo que mata indirectamente haciendo la gente más pobre y vulnerable y a no poder pagar por el cuido de su salud y su educación.
Los actores nos suavizan el horror que ha sido el gobierno en la dictadura comunista más grande de la historia y que hoy día se viste de oligarcas “comunistas” que esconden su dinero en Suiza y en Panamá. Las locuras físicas —parte integral de la sátira y la parodia— que usan los actores son las que se usan en occidente (a lo mejor, a escondidas, en Moscú o en el Palacio de Santa Catalina) para celebrar triunfos merecidos o el salirse con la suya. Además, en las lecturas que hacen de sus líneas nos muestran que detrás de toda esta arbitrariedad maléfica de las dictaduras hay una frivolidad asquerosa y repugnante.
Sugiero que la vean y que, si no se acuerdan de los años de Stalin, repasen un poco. De todos modos se enterarán de que las dictaduras siempre hay que rechazarlas a como dé lugar, y que hay conatos de lo que ha de venir que hay que tomar en serio. Como lo que sucedió en Hato Rey, cerca del cine que exhibe este filme, el 1 de mayo.