The French Dispatch

Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray), el editor del “Dispatch” muere de un infarto y su último deseo es que cese la publicación del periódico. Además, que en el número final se vuelvan a publicar, tal y como hace TNY periódicamente –hace poco lo hizo con un cuento de Hemingway– con artículos que tuvieron gran acogida entre sus lectores. El tipo de letra que vemos en pantalla no deja duda de que vamos a tener narraciones típicas de TNY y que nos hemos de topar con muchas sorpresas. La mayoría de ellas tienen que ver con el estilo de Anderson y su sentido de composición y desarrollo de la trama. Ayudado por la cinematografía de Robert Yeoman y la edición de Andrew Weisblum (ambos han trabajado con Anderson antes), el director guionista nos da una visión del mundo del arte según evoluciona de la representación realista al expresionismo y, para enfatizarlo, usa una fusión de estilos –blanco y negro, colores brillantes, animación, movimientos congelados, voz en off– para su mensaje cinematográfico.
En el primer “artículo” de la última edición del periódico, Herbsaint Sazerac (Owen Wilson), el “Reportero en bicicleta”, nos da una gira narrada del pueblo en la que establece una de las tesis que Anderson ha de explorar: todo cambio es grande y mínimo simultáneamente, y está matizado por los colores y los aromas que se graban en la memoria. Son parte del “aburrimiento” que sufre todo humano.
Y qué puede ser más aburrido que estar en la cárcel condenado a pasar la vida en ella. Es lo que aflige a Moses Rosenthaler (Benicio del Toro, como siempre, sensacional), un artista mentalmente trastornado que ha asesinado a alguien y que sostiene una relación amorosa y sexual con una guardia (Léa Seydoux) de la prisión. La pinta desnuda y su lienzo abstracto causa sensación en el mundo del arte que, ahora, desea poseer sus obras. Anderson aprovecha para darnos una lección sobre los artistas. La abstracción vale, les dice a sus tíos Julien Cadazio (Adrien Brody), quien como ellos es un comerciante de arte, porque Moses puede pintar un pájaro a la perfección con la punta carbonizada de un fósforo. No es, por lo tanto, un farsante. Lo que establece que el pintor del filme que estamos viendo no nos está tomado el pelo: sabemos que es no es un farsante sino un verdadero artista. Fotografiada en blanco y negro, con distintas tonalidades de gris, esta parte culmina en colores tan hermosos que habrían acentuado el ruido en el oído de van Gogh. En un momento lleno de parodia con alevosía, Tilda Swinton, que parece brillar como si fuera de oro, representa a J.K.L. Berensen, una escritora miembro del grupo de escritores del “Dispatch” quien nos da una conferencia sobre Moses, su arte y de sus experiencias personales con el artista. Cualquier semejanza andrógina con Bernard Berenson, el famoso historiador y asesor del marchante inglés lord Joseph Duveen, en quien está basado el personaje de Julien Cadazo, es pura intención. Lo que ocurre a la larga con el talento aprisionado de Moses es una de las sorpresas de la cinta y encierra otro secreto: donde quiera que se cree, ¡el arte es libre!
La segunda historia tiene que ver con una revolución. Me pareció evidente que se trata de la de 1968 que tuvo su inicio en las universidades francesas. En el filme es llamada “La revolución de los tableros de ajedrez”. Me dobló de la risa que una de las confrontaciones es una partida de ajedrez entre el líder de la revuelta y el jefe de la policía. La referencia a un juego que es un reto mental captura agudamente el origen de la revolución en la Universidad de Paris en Nanterre. En TNY apareció un análisis de la situación en la columna titulada “Letter from Paris” que escribía la genial Janet Flanner que aquí es nombrada Lucinda Krementz (Frances McDormand). Anderson le rinde homenaje a Franco Zeffirelli y usa el apellido para denominar al líder de la revolución (Timothée Chalamet) y reconoce a dos mujeres especiales: Berthe Morisot y a la más famosa Juliette de la época, la chanteuse Juliette Gréco. La muerte accidental de Zeffirelli conduce a que se creen carteles con su rostro, como fue el caso del Che Guevara, muerto en el 1967. Es el segmento más abstracto de la película y, por lo tanto, el más complejo. Como es el caso con el segundo capítulo la cinematografía de este es en blanco y negro que va muy bien con la crítica social y política que es la intensión del segmento. Lucinda resulta ser la musa de la revolución pues no solo edita el manuscrito de Zeffirelli, sino que le añade un apéndice. El segmento es una especie de obituario para el héroe: todo héroe está muerto, tuvo musa, y la revolución pasa a la historia.
El último “artículo” convoca la pasión francesa por la comida y las novelas de misterio del muy belga Hercule Poirot y el muy francés Maigret (Georges Simenon, su creador, también era belga). Del primero, se usa el secuestro que es el motivo para el asesinato en “Murder in the Orient Express”. En una entrevista de televisión Roebuck Wright (Jeffrey Wright), personaje que tiene mucho del famoso escritor James Baldwin, cuenta sus peripecias cuando visitó al comisionado de la policía (Mathieu Amalric) de Ennui. Mas el secreto es que, en realidad, además de ser, como lo son los otros segmentos, parte del reconocimiento del arte del reportaje periodístico, la historia es una celebración del placer de comer y degustar algo que es sublime. Anderson toma el dicho “One man’s meat is another man’s poison” y lo subvierte para mostrar que para el verdadero gourmet es el sabor lo que cuenta, aunque te mate. El cuento es el más gracioso del filme por su ingenio y su ironía sublime, y cierra con broche de oro la propuesta del director-guionista.
Este filme hermoso y gracioso tiene sus momentos pesados. Pesados porque se prolongan un poco más de lo que la trama (si así se le puede llamar a lo que ocurre en cada segmento) exige. Hay que entender que es evidente que a Anderson poco le importa. Nos quiere presentar su amor por la palabra escrita y el periodismo a través de su sentido del arte de la composición cinemática. En particular quiere reconocer las páginas de The New Yorker, magacín que ha estado a la vanguardia de la cultura norteamericana y mundial por casi 100 años (su primer número salió a la calle el 21 de febrero de 1925). Sin embargo, se comprende porqué muchos espectadores podría rechazar su planteamiento. Los que lo acepten verán algo especial. Los amantes del cinema tal vez recuerden que en “Amadeus” Salieri le dice al emperador José II que las composiciones de Mozart tienen demasiado notas. No estoy comparando a Anderson con Mozart, pero sabemos bien que para él nada sobra.