The Irishman: el fin de una era
El filme está basado en el libro de Charles Brandt, I Heard You Paint Houses, un eufemismo para “pintar las paredes de sangre” de las víctimas que mata Frank Sheeran (Robert De Niro) el personaje principal —el irlandés—tanto del texto como de la cinta. Personaje verídico como los muchos otros que pueblan la película como diamantes duros y relucientes, Sheeran era un veterano de la Segunda Guerra Mundial y guiaba un camión que distribuía carne para una compañía en Pensilvania. Comienza a robar costados de reses y a vendérselos a un gánster (Bobby Cannavale) y, cuando cae acusado, consigue, no solo salir libre sino congraciarse con Bill Buffalino (Ray Romano) el abogado que lo libró. Eso lo conecta con el primo del licenciado, Russell Buffalino (Joe Pesci), quien es la cabeza de una familia criminal (mafia) del norte de Pensilvania. La carrera de Frank va despegando según le hace mandados a Russ, y su vida va tomando otros giros mucho más oscuros que el robo de carnes.
La estructura de la cinta va cambiando rápidamente de su comienzo como una narrativa de un Frank viejo desde su silla de ruedas en un asilo de ancianos, y pasa por el formato de un road trip movie (genial: de ruedas a ruedas y termina en ruedas) que es interrumpido constantemente por retrospecciones que van introduciéndonos a la vida privada de Frank, su relación con Russ y con varios de los italianos que dirigen otras familias que pertenecen a la gran mafia, y su vida como amigo y guardaespaldas de Jimmy Hoffa (Al Pacino), el presidente de la Hermandad Internacional de Tronquistas. El guionista Steven Zaillian, quien escribió Schindler’s List (1993) hace maravillas con los planos temporales; la estupenda editora Thelma Colbert Schoonmaker, quien ha trabajado con Scorsese por cincuenta años, los hilvana con la soltura y facilidad de una experta diseñadora de la alta costura; y la mano del director es tan sutil que nos parece que estamos viendo un documental. (Hay ficción en cómo termina Hoffa.) Esa sensación la añaden al filme el uso de pietaje histórico—las noticias de Watergate, la renuncia de Nixon, la intervención republicana en Bahía de Cochinos, los discursos de Castro, las muertes de John y Bobby Kennedy, y muchas otras situaciones que marcaron las décadas de los años 50 hasta los 70— y que, cuando vemos a algunos de los jefes mafiosos y otros criminales, Scorsese impone sobre sus imágenes en la pantalla lo que les sucedió (lo ha hecho en otros filmes). Usualmente, muerte violenta inducida por algún “familiar”, si me entienden. De hecho, la película se puede ver como un documento que detalla los estertores finales de la mafia en EE.UU. y como fue cayendo gracias a los esfuerzos de la ley.
Hay también momentos de gran tensión que se deben a las diferencias emocionales entre los amigos de Frank y sus hijos. En particular se destaca la sospecha intuitiva de Peggy (cuando niña, Lucy Gallina; adulta Anna Paquin), una de las hijas de Frank. Esta ha presenciado la violencia de su padre contra un hombre y a través del tiempo sospecha que, tanto él como su “tío” (en realidad su padrino) Russ, son dos criminales asesinos. La tirria que se tienen Hoffa y su competidor y némesis, Tony Pro, de Provenzale, (Stephen Graham), nos tiene en vilo durante la segunda mitad de la película. Sabemos que ha de terminar muy mal, pero no sabemos exactamente cómo.
Fascina el lingo entre los mafiosos porque hemos escuchado en los últimos meses la forma de decir las cosas del presidente actual de los EE.UU. y sabemos que es un código perfeccionado por los miembros de la cosa nostra para evitar, en caso de que los estén oyendo o grabando, de dar órdenes terriblemente obvias a sus lugartenientes. En una parte del filme este jeringonza alcanza niveles que generan el suspenso mayor que tiene la película.
Nada, sin embargo, es del nivel de las actuaciones minuciosamente creadas por todos los que intervienen, pero principalmente de De Niro, Pacino y Pesci. Llenas de buenas líneas aderezadas muchas veces por una ironía fina que nos hace sonreír o nos da un culetazo, sus conversaciones nos delatan las debilidades de los personajes, sus intransigencias absurdas, y sus rápidas alternativas para los problemas complicados. Hay que eliminar la causa en su raíz, parece ser el modo operante. Todos sobresalen, pero Pacino representa a Hoffa como si fuera un descendiente ilegal del Ricardo III de Shakespeare, pero que no quiere dar ni tan siquiera un caballo por su reino. ¡Lo quiere todo!, porque lo de él es lo de él. Casi vemos en su vociferar maníaco un deseo de muerte. Es una actuación trágica que merece atención minuciosa.
La película va moviéndose con lentitud, pero ese es uno de sus méritos: piensen en lo que hace los mafiosos sentados en algún tugurio todos los días, jugando cartas, hablando tonterías solos, a veces se hacen acompañar de mujeres que maltratan; se alejan de sus familias; se hastían. Lo que parece revivirlos y mantenerlos activos son la serie de asesinatos que componen. Pero no pueden estar matando continuamente. Eso es lo hacen los gobiernos en las guerras. Mandar a extorsionar, mutilar o a matar de cuando en cuando es lento, y requiere mucha labia y muchas llamadas telefónicas.