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The Outpost: a donde no los llaman

Manuel Martínez MaldonadoManuel Martínez Maldonado Publicado: 16 de octubre de 2020



Pienso que en el acto bélico hay varios grados de demencia. “War is hell”, fue diciendo el general William Tecumseh Sherman según fue matando y quemando todo a su paso entre Atlanta y el Atlántico durante la guerra civil de los EE. UU. Nada fue distinto antes de Sherman y nada lo ha sido desde entonces: la guerra solo resulta en muerte y destrucción no solo de vidas, sino de almas. Las heridas físicas muchas veces se curan; las anímicas, casi siempre duran el resto de la vida. Este filme sorprendente examina la demencia de los que ordenan y diseñan las guerras. Además, presenta algunos de sus efectos sobre los soldados mientras desarrolla una trama basada en las experiencias de una pequeña unidad de americanos en lo que llegó a conocerse como la batalla de Kamdesh. Lo que representa el guion como trasfondo es verídico; lo que se dice es una mezcla de realidad y creación literaria que capta tan bien lo que debe de haber sido la experiencia, que nos hace sentir que estamos presentes.

Es 2009 y, como resultado directo de la codicia americana por el petróleo del mediano Oriente, se han desarrollado las guerras del Golfo, y los EE. UU., están metidos en Afganistán. El puesto de la tropa Bravo 3-61 ha sido sembrado en un valle rodeado por tres montañas lo que inmediatamente nos dice algo de los que decidieron poner allí a 53 soldados a 14 millas de la frontera con Pakistán y a la merced del Talibán. Para colmo, la operación ha sido designada con el nombre “Libertad duradera”. Parece un chiste, pero hay que tener en cuenta que el país americano vive de eslóganes que les vende a los jóvenes pobres y a sus familias como parte del engaño de la protección de “la vida americana”.

Los personajes se nos van presentando poco a poco y, hay que estar pendiente de sus papeles en la unidad, porque algunas de las cosas que suceden determinan la suerte de los que más cercanos están en los grupúsculos que se forman entre los reclutas. Aunque hemos visto esto muchas veces en las películas de guerra, esa vinculación emocional agranda la ansiedad y profundiza el dolor de ver a alguien desaparecer. El pesar por la muerte se agudiza y se vuelve intolerable. No hay nada nuevo tampoco en los actos de heroísmo que nos presenta la cinta: el herido que hay que ir a rescatar bajo una lluvia torrencial de balas. Lo que asombra es que, en lo complicado de la acción no hay espacio para errores de juicio de parte del camarógrafo (el italiano Lorenzo Senatore) quien, sutilmente, en medio de las explosiones y la sangre, nos da imágenes hermosas: un avión reflejado en un charco es parte de la redención; un riachuelo se lleva la sangre de alguien que muere a destiempo. La coordinación de las escenas de acción, aceptando que si no salen bien se pueden volver a escenificar, es de por sí un logro. Muchas veces tenemos que seguir los movimientos de varios personajes que están separados en varios lugares de la base, pero cuyas acciones tienen que estar coordinadas. Esa necesidad de acción en equipo está trasmitida con una efectividad (valga la perogrullada) militar.

El director Rod Lurie, usando el guión sensato de Eric Johnson y Paul Tamasy ha tomado una historia verídica de heroísmo y la ha trasladado a la pantalla sin recurrir en ningún momento a ensalzar al ejército ni la guerra. No hay aspavientos del “honor” supuestamente implícito en pelear en lugares a donde no han llamado a uno. La agudeza del peligro de estar en un lugar donde no se entiende la cultura ni se tiene idea de cómo se manejan las situaciones es traída pertinentemente. Es curioso que el espectador sabe eso, y, por contraste, que los que crean estas situaciones piensen que lo que salva esas diferencias es el dinero. Una de las mejores escenas muestra cómo esa actitud corrompe hasta a los viejos afganos. No se las cuento, pero sirve de evidencia a la locura del capitalismo americano.

Las actuaciones en la película son excelentes. Sobresalen las muy breves de Orlando Bloom como el capitán Benjamin D. Keating y la de Milo Gibson como el capitán Robert Yllescas. Gibson, el hijo de Mel, está acompañado por Scott Eastwood, el hijo de Clint que representa al sargento Clint Romesha (es casi un chiste). Eastwood es quien más tiempo tiene en escena. Confieso que no me había fijado en él hasta ahora, pero admito que proyecta bastante bien.

Al final de la película se celebran las medallas que muchos recibieron por su valentía defendiendo lo que era indefendible en un lugar a donde no los llamaron. Me atrevo a apostar que todos sus familiares hubiesen preferido tenerlos vivos a su lado. Si eso, sin embargo, les da sosiego, hay que tener respeto por esos héroes.

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Manuel Martínez Maldonado
Autores

Manuel Martínez Maldonado

Nació en Yauco, Puerto Rico. Fue crítico de cine de Caribbean Business, El Reportero, y El Mundo en San Juan de 1978 a 1989, Sus poemas y ensayos han aparecido en Yunque, Revista de la Universidad de Puerto Rico, Caribán, Mairena, Pharos, Linden Lane, Resonancias, la Revista del Instituto de Cultura Puertorriqueña, y Hotel Abismo Primer premio de poesía José Gautier Benítez de la Facultad de Estudios Generales en 1955; primera mención de poesía en el Festival de Navidad del Ateneo de Puerto Rico en 1956 y 1982. Autor de los poemarios La Voz Sostenida (Mairena), 1984; Palm Beach Blues (Editorial Cultural), 1985; Por Amor al Arte (Playor),1989; y Hotel María, 1999, finalista del Premio Gastón Baquero (Verbum, Madrid); Novela de Mediodía, 2003 (Editorial Cultural/ Verbum). Es autor de las novelas, Isla Verde o el Chevy Azul (Verbum) 1999; El Vuelo del Dragón (Terranova) 2012; Del color de la muerte (Publicaciones Gaviota) 2014; Solo la muerte tiene permanencia (Verbum) 2014. Es Premio Nacional de Novela 2013 del Instituto de Cultura Puertorriqueña por El imperialista ausente (2014).

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