The Post: Valentía

La guerra en Vietnam era una herencia de la Segunda Guerra Mundial. Los aliados, principalmente los Estados Unidos, pusieron en manos de Francia sus antiguas colonias, tratando de apaciguar a De Gaulle y tenerlo como aliado en contra del comunismo. Truman comenzó en 1945, sin darse cuenta de lo que construía, la larga y catastrófica presencia americana en el Asia sudoriental dándole dinero a los franceses y manipulando allí las elecciones. Los franceses fueron derrotados en Dien Bien Phu en 1954, y su salida agudizó en las mentes de los americanos y otras potencias occidentales la amenaza del comunismo en la región. Luego, a espaldas del pueblo, esas ayudas fueron escalando durante las presidencias de Eisenhower, Kennedy y Lyndon Johnson, y, abiertamente durante la de Nixon. El gobierno le mintió consistentemente a la nación y puso en la línea la vida de miles de jóvenes americanos (58,000) y millones de vietnamitas y otros ciudadanos de la región. A esos muertos hay que añadirle todos los que fueron heridos y mutilados por querer derrotar algo invisible e imposible de suprimir con balas y bombas: la ideología.
El filme de Steven Spielberg es un ejemplo de alto valor cinemático que usa un tema que forma parte de la historia del mundo en general y de EE.UU. en particular. Los guionistas Liz Hannah y Josh Singer han tomado material que le es conocido a muchos y han escrito una especie de thriller que tiene la capacidad de sorprendernos, hacernos reír y de llenarnos de indignación por los atrevimientos hacia el polis de individuos que llegan al poder. El filme comienza en 1965 cuando Daniel Ellsberg (Matthew Rhys), entonces un analista del departamento de defensa, acompaña una patrulla en Vietnam y se ve acorralado por el vietcong. Ellsberg ha sido contratado para que, con un equipo, prepare un informe sobre el papel de los EE. UU. en la guerra. Se da cuenta de que, como se conduce la guerra en la jungla, será imposible ganarla. De regreso en el avión, el secretario de defensa Robert McNamara (Bruce Greenwood) confirma las deducciones de Ellsberg: ganar la guerra es una quimera. Pero al llegar a tierra firme el secretario le miente a la prensa y da a entender que se está progresando y que la victoria está a la vuelta del esquina.
Desencantado con el gobierno y con la guerra escalándose cada vez más, Ellsberg, quien en 1973 trabajaba para la corporación RAND en California, donde estaba archivado el estudio (comprendía de 1945 a 1965) que le preparó a McNamara, comienza a llevarse los papeles a su casa. Los copia y los hace llegar al New York Times. El filme se convierte en la historia de la publicación del material por el Times, y de cómo el Washington Post, su dueña Katherine Graham (Merryl Streep), su editor Ben Bradlee (Tom Hanks), su editor asociado Ben Bagdikian (Bob Odenkirk) y el resto de los editores de Post, se confrontaron a las amenazas del gobierno Nixon, de algunos de los inversionistas y miembros de la junta de directores del periódico, para prevalecer y publicar el grueso del informe. Su valentía cambió la historia del país y estableció un nivel altísimo para el periodismo investigativo.
Recientemente han salido a la luz documentales de las peripecias de Ellsberg (MSNBC tiene uno magnífico) y de las malas mañas de Johnson (vean “Path to War”, 2002 en HBO, en la que Michael Gambon lo personifica magistralmente). Johnson y Nixon, escalaron la guerra a niveles inauditos que fuimos descubriendo poco a poco. Es un gran logro que la película atraiga gente que vivió esa época y los que ven este problema por primera vez, a través del lente de Spielberg y su genial camarógrafo, Janus Kaninski, a involucrarse en la discusión fundamental de la libertad de prensa. Algo que aún hoy en día está a riesgo con la presidencia de Trump, quien, con sus paranoias y desmanes ha querido suprimir las noticias. El filme sirve como un manifiesto de la protección de la expresión libre y la libertad de prensa si se quiere vivir en una democracia. Máxime cuando es evidente que los gobiernos mienten continuamente.
No sorprende que llegó el momento, con Johnson y Nixon, que las motivaciones de la guerra no tenían nada que ver con otra cosa que cómo estos dos veían su “legado histórico”. Ninguno de los dos quería que se viera su presidencia como “la que perdió Vietnam”. Esas vanidades se entrometen en las decisiones de los poderosos y las convierten en caprichos egoístas y en motivaciones que no están más allá que las de la madrastra de Blanca Nieves: “Espejo, espejo, quien es el presidente de más peso”.
Hay que felicitar al director y a su coordinador de elenco por juntar un grupo de actores que le hace justicia a la gravedad de los principios que la cinta respalda. Circulan por el filme, entre los que he mencionado y otros, Sarah Paulson, como la esposa de Bradlee, Tracy Letts como Fritz Beebe, el presidente de la junta de directores del Post, Bradley Whitford como Arthur Parsons, un personaje ficticio que representa a varias figuras en el embrollo interno del periódico, y el omnipresente Michael Stuhlbarg como Abe Rosenthal, el jefe de redacción del Times.
Tom Hanks representa a Bradlee con la ferocidad y la sensibilidad del original, quien entendió rápidamente lo que significaba el informe Ellsberg y la responsabilidad que tenía como periodista. Por eso no titubeó en tratar de publicar lo que descubrieron. Hanks quien, de comediante, se ha convertido en un actor en el que podemos depender en casi cualquier papel (se los regalo en la serie del Da Vinci Code) tiene esa cualidad de algunos actores que siempre ayuda en sus actuaciones: le cae bien a la audiencia. Su actuación aquí es difícil porque tiene que compartir escena con esa actriz monumental que es Merryl Streep.
No creo que tenga que decir mucho de esta mujer a quien debieran nombrar a una especie de “Hall of Fame” y que le den un Oscar gigante, para que no la tengan que nominar cada vez que hace una película. Su Kay Graham es sencillamente asombrosa y extraordinaria a través de todo el filme. Pero me gustaría que se fijaran en la escena en que habla con varias personas por teléfono en vías de decidir si publica o no la noticia por la cual la han amenazado con cárcel. Sus varias expresiones, sus titubeos, sus cambios de tono de voz y su momento decisivo, se deben de usar para las clases de arte dramático en todo el globo. Simplemente genial.
La llegada del bárbaro truculento e infantil que ocupa hoy la presidencia de los Estados Unidos es una buena razón para ver esta película con gravitas, excitante, bien actuada, y divertida. No se puede bajar la guardia ante alguien que ha querido hacer ver a la prensa como un ente social que tergiversa la verdad. El único que lo hace es él, el presidente, y los fascistoides que lo rodean, que están dispuestos a tergiversar la verdad por su líder.