The Tragedy of Macbeth: Condenado

Denzel Washington es Macbeth en The Tragedy of Macbeth
De las variaciones introducidas, la más obvia y llamativa me parece deslumbrante. Los que sepan que unas brujas son las que, al revelarle algo de su futuro, encaminan a Macbeth hacia la muerte, verán algo especial en la escena en que el encuentro se manifiesta. Coen ha conseguido que las tres brujas sean representadas por la increíble Kathryn Hunter, cuya capacidad contorsionista no tiene par (hace otro papel en la película, y los dejo a ver si la pueden detectar). Ante nuestros ojos Hunter se convierte en un pajarraco que, luego de hacer su profecía, alza su vuelo lleno de graznidos. La presencia de los cuervos agudiza, desde temprano en el filme, que la mente torva de Macbeth ya lo ha convertido en una tragedia ambulante. Es ya un hombre destinado a sucumbir por sus debilidades y su falta de carácter. Añade a la tragedia que el nuevo “thane” no es el tipo de personaje cuyas fallas nos alienten a tenerle pena. No tiene gracia ninguna y, en los momentos cumbre de su total descenso, resulta ser un cobarde.
Muchos de los mayores estudiosos de la obra del Bardo, consideran que esta es una obra maestra. Que es perfecta por su brevedad y por la brillantez con que presenta las pocas virtudes del personaje principal quien, como he dicho, no tiene protecciones contra la ironía de la vida y del “destino”. Para lo que le resta de vida, da lo mismo una cosa que la otra. Es lo que parece significar el epígrafe que lleva este escrito, y que pronuncia la bruja. Así va desarrollándose lo que para Macbeth comenzó como una batalla para favorecer al rey, Duncan, y se tuerce hacia el camino de la traición.
Su pareja, Lady Macbeth (Frances McDormand), no ayuda, en el sentido que su ambición y su avaricia por el poder van más allá de lo que ha de manejar emocionalmente una vez que se perpetúe el crimen que planean. El guion de Coen ha preservado la esencia de una simbiosis que no tiene paralelo en la historia del teatro. Ambos personajes desafían la descripción que uno puede formular sobre ellos: son criminales de “mala muerte”, que está definido por como mueren: Pasan de esta vida sin pena ni gloria una vez que el río de sangre que van dejando a su camino se desborda.
Bruno Delbonnel, el camarógrafo de Coen, quien trabajó con los hermanos en Inside Llewyn Davis (2013), ha construido con claroscuros y penumbras una extensión de los maravillosos platós de Stefan Dechant para rodear a los Macbeth, cuando están en el castillo, de una atmósfera surrealista digna de Girogio de Chirico. El toque es genial porque las brujas metamorfosean en urracas o cuervos, lo que les da la movilidad que tendría un flujo de pensamientos que entendemos son del inconsciente, lugar desde donde el suplicio de Macbeth y su mujer se va complicando. De hecho, ese lugar puede ser una especie de infierno, al que se refieren los personajes con frecuencia. Esa conexión con el infierno la tiene ya en su cabeza y en su corazón Lady Macbeth, quien pide que su puñal “no vea la herida que hace”.
Añade a la atmósfera el interés de Coen en filme noir, y que reconoce dos versiones anteriores de la tragedia: La de Orson Welles (1948) y la titulada Throne of Blood (1957), de Akira Kurosawa, ambas en blanco y negro; pero la primera, con las ideas de luz y sombra que Welles desarrolló en Citizen Kane y que permeó el estilo noir por décadas.
La intriga se va complicando porque, como toda conspiración, otros entran a participar de los hechos funestos y van dejando un rastro que mancha a todos los que se han de afectar por la intención de Macbeth de cometer regicidio. Además, por razones que tienen que ver con la herencia al trono, Banquo (Bertie Carvel), quien peleara al lado de Macbeth contra el traidor, se ha convertido en su enemigo, lo que lo marca como alguien quien, junto a su hijo, tiene que sucumbir. Los criminales, no solo dejan rastro, sino que llevan sangre en su rostro, como si no hubiera escape a su crimen, como si llevaran la mácula del pecado de su fechoría para que todos la vean y sepan su origen. Es fascinante que, al caer, las gotas de sangre, y las de agua, retumban por la magnífica partitura de Carter Burwell, como si persiguieran a los criminales. Ese ruido es un elemento crucial para enfatizar el asesinato, que, en cambio, comienza con Macbeth poniéndose un dedo en los labios pidiéndole “silencio” a Duncan. Mas, es algo que el criminal no ha de tener jamás.
La mayoría de las escenas delatan que estamos ante una obra de teatro. De vez en cuando, la acción transcurre en lugares llenos de bruma que pretenden ser los pantanos de Escocia. A veces se convierten en terrenos secos y humeantes, de ese humo que deja el saqueo de la guerra. También hay belleza: en el intento de fuga de Fleance (Lucas Barker), el hijo preadolescente de Banquo, la hermosura del campo donde se esconde incrementa la del niño.
La película preserva el lenguaje Shakesperiano y, por lo tanto, hay que prestar mucha atención. Las frases de su época y los pentámetros yambos no son fáciles de entender a veces. Por suerte Denzel Washington y Frances McDormand los enuncian bien y con aplomo, y la mayoría de los actores son ingleses (Gleeson es irlandés) y veteranos del teatro, de modo que se puede captar todo. Y lo bueno es que, si se pierden, en cable se puede dar marcha atrás.
Las actuaciones son excelentes. En muy raras ocasiones a Washington se le olvida que no está haciendo Fences, y sus gestos me parecieron demasiado contemporáneos, pero su actuación es un gran logro para esta etapa de su carrera actoral. La gran McDormand me defraudó bastante. A veces pensé que estaba aburrida con ser Lady Macbeth, eso a pesar de ser un papel que muchas actrices sueñan con interpretar. Lo peor fue que no me pareció que tenía una relación con su marido que le diera la capacidad para convencerlo de que derramara la sangre de alguien “que tanta tenía”, como dice en un momento. Sin embargo, la película es una nueva etapa para Joel Coen y lo pone al nivel de los grandes que han interpretado la tragedia anteriormente para el cine, incluyendo la de Roman Polanski de 1971, que es magnífica.