The Wife: pobre Nobel

En el filme, la corrupción es de otra índole, y las consecuencias son personales, no globales como han sido las revelaciones sobre el matrimonio involucrado. A la larga, nos da a entender el guión de la película, escrito por Jane Anderson, basado en el libro homónimo de Meg Wolitzer, que el secreto del matrimonio ficticio de Joan (Glenn Close) y Joe Castleman (Jonathan Pryce) también se ha de saber. Si ese es el caso, tendrá grandes consecuencias. Él acaba de ganarse el Nobel de Literatura de 1992 (en realidad, ese año, se lo ganó Derek Walcott) y celebran, saltando en la cama, tal y como lo hicieron cuando aceptaron para la publicación su primer libro.
Rápidamente vemos en flashback que la relación entre Joan y Joe comenzó rodeada de secretos y de clandestinaje. Ella, estudiante de Smith; él, profesor de literatura en ese “College”, se van enamorando, mientras ella le sirve de “baby sitter” (cliché) a su hija bebé. Pronto, él se va con ella y comienza su vida como escritor. Ella va a trabajar a una editorial que, “por suerte”, busca un escritor “de origen judío. Son los años cincuenta, y la figura literaria judía y dominante de la época es Saul Bellow, pero anda por ahí también Bernard Malamud. De todos modos, no tarda mucho en que ella le ayude con su primer manuscrito y que, poco después, puedan celebrar, con el ritual de brincar en la cama.
A pesar de que Joe es amoroso con Joan y reconoce su ayuda como “correctora de pruebas”, entendemos que hay algo más. Hay una determinación intensa en la ayuda que provee ella mientras él la deja laborar en sus manuscritos. En un momento cumbre presenciamos la crítica despiadada que ella le ha hecho, pero con el respeto que piensa que le debe. Estas escenas, vistas en flashbacks, son muy efectivas en preparar al espectador para algo que vemos venir (obviedad), y lo hace, a pesar de la debilidad que supone para la tensión dramática de la cinta, porque el filme no es sobre esa revelación, sino que se trata del enigma, de lo que no revelan los silencios y los momentos de amarga felicidad de ella, hasta que llega el momento propicio.
Ahí está el verdadero secreto del filme: en los silencios y las palabras que Joan no expresa por mucho tiempo. Ha tenido “la ayuda” de un deus ex machina en reversa: un biógrafo llamado Nathaniel Bone (Christian Slater), frustrado porque Joe no le da los derechos a contar su vida, le deja saber, sin ambigüedad, que él cree que ella es la genio de la familia. Joan defiende a Joe. Se involucra en un concurso de esgrima verbal con el biógrafo, pero, a pesar de su estoicismo, el intercambio le revuelca su psique, y sus frustraciones se manifiestan.
Desde el inicio, no dudamos que Glenn Close va a llevar la cinta en sus hombros. La escena de cuando se recibe la llamada que nunca recibieron ni Borges, ni Vladimir Nabokov, ni Phillip Roth, ella revela en su rostro la felicidad que comparte con su marido. Sobre ella, sin embrago, hay una aura que sabemos nos da a entender que el momento también le pertenece a ella. De igual forma, no nos deja duda, en su magnífica actuación, que quiere a Joe, pero que el amor de él por ella está matizado por condescendencia, y que él no reconoce, verdaderamente, su justo valor. Sin casi decir nada por mucho tiempo, escuchando y respondiendo, reaccionado con sobriedad a lo que la tiene atrapada.
Close nos regala su arte con la sutileza que solo pocos actores suelen conseguir. Hay que decir que, cuando Joan tiene su momento más vocal, lo hace con el control que la hemos visto tener desde que era una colegiala (hay que felicitar a Annie Stark, la actriz que representa a Joan cuando joven, pues ha captado a perfección la personalidad de la mujer que representa). Añado, que a sus 71, Close está (me parece) más guapa que nunca. Es parte de lo que el personaje que habita resiente: siempre la han tratado como un adorno del “gran escritor” e intelectual, a quien acompaña.
La superlativa actuación de Close está contrapuesta a, y complementada a perfección, por la del gran Jonathan Pryce, quien se perfila como un hombre sagaz, encantador de hombres y mujeres, y, que sea como sea, no puede vivir sin lo que considera “su ayudante”. Gracias a él la relación entre Joe y Joan se hace más creíble aún.
El peor cliché del filme es David Castleman (Max Irons), el hijo de Joe. Es un escritor que comienza y necesita “el apoyo del padre”. El muy tonto se comporta como si fuera Hamlet antes de que mataran a su papá, y le estuviera pidiendo consejos al rey, que no se los da, de cómo evitar los intríngulis palaciegos. Lo único es que papá no le suelta prenda, y, como ese es el caso, se comporta como un niño con pataleta porque no le compran un mantecado. Cuando uno va con uno de sus padres a Estocolmo a presenciar la entrega del Nobel, se supone que tenga la inteligencia y la educación para comportarse con decoro. Si no puede, no debe de ir, ni debe escribir. Ni debe estar el personaje en un filme que tiene muchas razones para su tensión dramática, sin necesidad de un malcriado petulante.