Tiempo de crónicas
Hace exactamente veinte años, el seis de septiembre de 1996, terminé un escrito que titulé La crónica, una especie de reflexión sobre un género que comencé a cultivar sin mucha teoría y que ya, para aquel entonces, se identificaba con mi obra literaria. En aquel escrito intenté fijar lo que consideraba las señas del género. Leyendo estos seis libros de crónicas que componen una de las entregas más valiosas de la serie Literatura Hoy, de la Editorial del Instituto de Cultura Puertorriqueña, me alegra reconocer mis señalamientos en estos textos extraordinarios, y que dan fe del vigor y la originalidad que identifico con la generación más joven de escritores puertorriqueños. Puedo decir con alegría que aquel escrito, que fue una especie de manifiesto personal, se ha convertido en profecía de escritura extraordinaria; tengo el privilegio de ver cómo una generación posterior ha validado mi perfil del género y asegurado la continuidad de una tradición en nuestras letras. Ya tenemos, con esta colección de crónicas, el apuntalamiento de un canon propio de singular importancia y originalidad para las Antillas y
Latinoamérica, ello así precisamente por nuestra especial situación política, social y económica.
La primera seña que comento en mi escrito es el “yo fuerte” identificado con la crónica, que en su variante más reconocible para mí, porque así la ejercí en Las tribulaciones de Jonás y El entierro de Cortijo, requería la identificación de lo narrado con un temperamento algo idiosincrático, y también en primerísima persona. Doy como ejemplos, y un poco también como contrapuestos, la crónica Los tres golpes de Luis Negrón y Jadeante y sudorosa, de Mayra Santos Febres. Por un momento, en el caso de Luis, reconocí el parentesco de esta crónica con los “croentos” de Josean Ramos, esa proximidad entre cuento y crónica con mucha oralidad que también cultivó Truman Capote en Music for Chameleons. Ahí está el impecable oído de su colección de cuentos Mundo cruel como piedra angular de esta crónica santurcina, antillana y centroamericana, ya que se desarrolla entre la parada veinte, Santo Domingo y San José de Costa Rica. Hay una vivacidad testimonial, pero sin alardes; la homosexualidad es parte de un temperamento, de una voz y un tono que a veces resulta nada gay sino grave. Se logra una magnífica contención del “yo fuerte”. Luis deja que la realidad hable, yendo más allá del realismo hacia ese verismo que ambiciona la crónica. La crónica como reflexión de lo vivido admite aquí una ecuanimidad, un equilibrio, una serenidad envidiables. Es como si nuestro escritor creyera más en la elocuencia de la realidad que en la suya propia. Los acentos de caracterización los aporta con una parquedad ejemplar, como en este hermoso pasaje: “Tiene la mirada dulce, de una persona a la que el mal en la gente lo sorprende”. Esto tiene el toque recortado y leve de los grandes cuentos.
En el caso de Jadeante y sudorosa, de Mayra Santos Febres, ese “yo fuerte” se desborda; estamos ante un temperamento exuberante que identifica el oficio de escribir con el correr, o “jogging”, como si ese ejercicio colaborara con la concentración necesaria para la escritura. Corriendo Mayra Santos le encuentra el final a una novela, también reflexiona sobre la vida familiar más íntima, es decir, como esposa, madre e hija, lo mismo que como hermana de un alma fugitiva. En uno de los pasajes más conmovedores de este aspecto —casi insospechado cuando empezamos a leer la crónica—, nos dice: “Mi madre pastorea a rienda corta a su único hijo varón. Lo va a buscar a los puntos, a la calle que terminó por devorárselo”. También retrata a su padre e insinúa cierta amargura que le dejó su frustrada carrera como pelotero. Cuando Mayra corre, y a la vez empuja el cochecito de su hija bebé, repasa su matrimonio a la manera de una madre contemporánea al borde del colapso nervioso. Recorre con la mirada, hasta culminar en enumeración, los personajes que encuentra en el trayecto de sus correrías. Participa en el maratón del Puente Moscoso y advertimos esa vulnerabilidad en el corazón de tanto temperamento y narcisismo. Esta crónica no solo nos cuenta sobre los vecindarios de San Juan que ella corre y recorre, con su mirada perspicaz, sino también sobre su interioridad; aquí la crónica, género siempre fronterizo, se acerca a la semblanza, a la historia autobiográfica o el ensayo personal. Debo controlar mi propia autoindulgencia. Esta crónica me recuerda, sin la complejidad de la semblanza interior, mis esfuerzos natatorios en la playa de Isla Verde, el reconocimiento de las muchas tribus sociales que poblaban la arena de los setenta y principios de los ochenta. Pero Mayra ha llevado lo social a un nuevo plano de complejidad, precisamente por la presencia de esa interioridad reflexiva; es como si el asombro que resulta de la curiosidad se acentuara con la gravedad, ésta como consecuencia de la introspección.
Algo que emparenta la crónica contemporánea con el romanticismo y el costumbrismo es la capacidad para reconocer estructuras de comportamiento social y revelarnos señas de identidad. La crónica de Luis Trelles Hernández Metiendo caña: En busca de la bebida nacional de Puerto Rico es una de esas crónicas que podríamos relacionar con el Martí que narró un entierro chino en Nueva York, o el Rubén Darío que reseñó la cocina nicaragüense. Para Luis Trelles Hernández el ron cañita es la verdadera bebida nacional. Al indagar sobre el pitorro reflexiona y evidencia esa tendencia nuestra, bastante idealizada, hacia lo que llamó Ángel Quintero Rivera “la cimarronada blanca”, es decir, el ancestral reto puertorriqueño al estado metropolitano. Aquí se identifica el ron caña con el nacionalismo y cierta tendencia ácrata del “hinterland” jíbaro. Esta crónica es buen ejemplo de cómo la crónica está cercana al reportaje periodístico de excelencia. No hay, sin embargo, un énfasis excesivo en el aspecto que podríamos llamar ensayístico; al cronista le interesa, sobre todo, narrar, describir y caracterizar. En la página 23 nos dice con buen oído y cierta perplejidad que bien acusa ese temperamento fuerte antes aludido: “¿Hueles eso? —me preguntó luego de empujarla bajo mis narices—. ¡Ese es el ron verdadero de Puerto Rico, papá! A mí me olía a diesel. Era el primer trancazo del camino”. Para aquellos amigos postmodernos que renegaron de la identidad como fundamento innegable, aunque sí conflictivo, de nuestras letras contemporáneas, ofrezco el ejemplo de esta estupenda crónica. Lo poco visto, o visitado, aunque siempre dado por bebido, muchas veces es seña, como en este caso, de una identidad en conflicto. Me entusiasma esta larga y caracterizadora oración: “Lejos de ser objeto de fantasías cocteleras para escritores con visiones de gastronomía pop, entre los artesanos más tradicionales el ron se convierte en una bebida áspera y belicosa, capaz de noquear al bebedor más resistente con su poder ingobernable”.
Sin buen oído no hay buena escritura. En la crónica de César Colón Montijo, titulada Viaje a la Casita, notas de plena en el Rincón Criollo, parte del testimonio —esta vez cuasi etnográfico— es el rescate de esas voces inéditas de lo popular, lo que antes se llamaría, de un modo algo condescendiente, “gente sin voz”. Y ese oído convierte el spanglish en lengua franca de la puertorriqueñidad. Es como si el spanglish, o el inglés, ya no tuviese que ser puesto entre comillas o cursiva, finalmente aceptado como las señas de identidad, tanto o más que esas casitas de barrio de los cuarenta y cincuenta, armadas con madera y diseñadas con galerías y barandales con crucetas. En esas casitas del Bronx se toca el pandero, se come lechón, se hace historia de la plena y muchas veces se habla ya no en el difícil sino en una lengua que también parece nuestra; en la “yarda” —el solar antillano o casita de vecindad de allá— somos perfectamente bilingües; sobre Chema, el fundador de La Casita, Tito nos dice: “He is the man. He founded this place when there were not many Puerto Ricans in this neighborhood, and now this is our neighborhood. I tell you kid, that’s my second father”. Ese ir y venir del puertorriqueño, ese tener un pie en Nueva York y otro en Puerto Rico, se resume en estas palabras del propio Don Chema: “De Quintana, de donde yo soy. Yo no soy del Bronx”. Uno de los pasajes más reveladores de esta crónica, y con el cual me identifico al recordar mis andanzas universitarias por el entierro de Cortijo, insinúa la pregunta ineludible, ¿qué rayos hago yo aquí?: “Oigo la duda en mis preguntas, la búsqueda de la empatía, el intento de generar con la cámara algo de la confianza que ya había ganado luego de unos meses de estar allí”. El cronista es testigo; está y no está, o, por lo menos, de una manera algo oblicua, no pertenece del todo; ese candor se agradece. Finalmente César se enteró por Facebook de la muerte de Don Chema. La Casita entonces sería una puesta al día de los vaivenes y vicisitudes de la terca idea de nuestra nacionalidad y la diáspora. Cito: “En esta yarda se cultivan la tierra, la plena y la creencia de que estar aquí es como estar en Puerto Rico”. Es la misma ilusión del cuento de José Luis González La noche que volvimos a ser gente.
Otro de los énfasis de mi escrito sobre la crónica insistía en cómo ésta no sólo es una mirada social sino también puede ser testimonio de la historia personal, de la autosemblanza y los retratos de lo más cercano a nosotros. Aquí la crónica se vuelve, casi siempre, un ejercicio de la memoria, la más íntima, la familiar, y también aquella que alcanza significados sociales. Esto ya lo vimos en la reflexión de Mayra Santos Febres sobre su hermano mientras se ejercitaba corriendo. Siendo ella una “viciosa de la brea”, como se autoproclama, recuerda el desenlace trágico de su hermano en la llamada “brea”, la dura calle. En la crónica de Ana Teresa Toro, titulada El cuerpo de la abuela, el temperamento de las abuelas es una reconsideración de su ascendencia, ello de manera tierna, cariciosa. La sequedad emocional de una de ellas, María Francisca, lleva a este comentario: “No daba ni besos ni abrazos. Como si su cuerpo no fuera de ella”. Esto es una ejemplar caracterización, digna de una novela, donde la perplejidad ante aquel comportamiento se vuelve misterio. En mi madurez fui identificando esa sequedad que conocí en mi infancia con los modos de la ruralía. Ana Teresa convierte esta intuición en algo más profundo, ese misterio que habita en aquellos a quienes el cariño se les hace dificultoso. La semblanza como subgénero de la crónica incita a la novela. Oigan estas bellas oraciones, tan aptas para la novela, porque la buena crónica es, sobre todo, caracterización, detalles elocuentes, todo aquello que conforma el arte de la narración. Cito a nuestra cronista: “Y olía a sanación. Era un olor extraño, como de una memoria lejana, pero familiar. A veces, sanar es una cuestión del manejo de los recuerdos”.
El local, la crónica de Joel Cintrón Arbasetti, me provoca algo así como una ecuación de imposibilidades. En las crónicas La Casita y El local coinciden escritos con estructuras relacionadas, un poco en correspondencia inversa, con nuestra identidad nacional. La Casita de César es la metrópolis conflictiva y plenera añorando el exotismo de la madera y el pasado, el lar nativo. El local es la provincia en decadencia añorando el Soho-Boho de Nueva York y Londres, David Bowie, el punk metálico y la vestimenta retro. Parece que la patria no es única, ni indivisible, sino que se mueve a la vez en muchas direcciones.
EL local inevitablemente me evoca años juveniles. En la segunda mitad de los años setenta se estableció Playero no solo como marca sino como seña de una identidad juvenil puertorriqueña. Dejábamos atrás las jibarerías, el hinterland del ron cañita y la costa plenera; nos hacíamos playeros. Comencé a escribir aquellas crónicas sobre cruces de bahías, festivales de salsa playeros, Isla Verde, “Beach bums” de playa. Era algo novel y novedoso, ese reconocernos con identidad de playa, país todavía eminentemente campesino, pero ahora con la esperanza de ir hasta la orilla de una ciudad paradójicamente suburbana. Primero escribí las crónicas, más adelante la novela Sol de medianoche.
Cuando leo El local me reconozco, aunque sí, algo lejanamente. También yo fui, a comienzos de los sesenta, un excéntrico de clase media que odiaba la urbanización y buscaba la decadencia. Mi autor favorito era el padre y modelo de Bolaño, el Jack Kerouac de On the Road. Mi sitio preferido para la decadencia, hasta que se impuso la patriotería del Café-Teatro, no fue Santurce sino el Viejo San Juan, éste todavía proletario, anterior a Alegría bomba é y el “gentrification”. Los gringos monolingües a la Hunter Thompson no se varaban con la heroína de caballo sino con el Jack Daniels de El Batey y La Botella. La música de Soho-Boho de comienzos de los sesenta aún no era el rock sino el jazz de aquella fiesta itinerante de buenos músicos que fue el San Juan Jazz Workshop. También me gustó vestir de negro, mucho antes que la paternidad y la cotización para el Seguro Social me ayudaran a valorar la clase media y la madurez me depositara en Guaynabo City. A esta edad agradezco que no estuvieran de moda los tatuajes.
Reconozco que me apasionaron las descripciones de El local. Estamos ante esa “escena” gótica apenas testimoniada, tan lejana y tan cercana al Santurce proletario y dominicano de Luis Negrón. Es un certero vaivén de descripciones, de lo general a lo particular, aquí la curiosidad es pulcra en la atención a los detalles. Hasta hay un historiador, Antero, que nos narra las vicisitudes del heavy metal y el punk rock de San Juan, aunque por su edad haya olvidado que el prostíbulo de Tursi en los muelles se llamaba El Riviera, quizás el lugar donde cantó y tocó Cyndi Lauper en los años anteriores a su fama. En un momento de vehemente enamoramiento con la “escena”, el cronista se queja de que la llamada “cultura popular” —la del ron cañita y las casitas— reclame mayor atención de nuestros escritores y sociólogos que esta cultura underground cangrejera de graffiteros, performeros, rockeros y beatos todos de David Bowie. Hay también mucho buen oído y oralidad en esta crónica que, como otras de esta colección, rabian por convertirse en cuentos y novelas, un poco siguiendo los senderos de Manuel Abreu en aquel cuento del festival Mar y Sol que tituló Llegaron los hippies. Aquí llegaron finalmente los góticos a San Juan y Joel Cintrón sería el llamado a novelar esa “escena” donde solo encontré una única y elocuente reticencia. Al final se menciona el milagro, pero no todos los santos: “Un mundo paralelo, una burbuja reconfortante en medio de la nada, una nave especial en la que se vuela con música y otras sustancias, un lugar para perder los miedos y someterse a la dictadura del cuerpo. La otra opción es aprender a dormir, y ese arte nunca lo hemos dominado”.
Tiemblo ante ese pasaje. Pero es porque he sido padre clasemedianero por demasiado tiempo, como Ana Lydia Vega en su Esperando a Loló. Además, para mí la dictadura del cuerpo es la que casi resuelvo en el Auxilio Mutuo.
En mi pequeño tratado sobre la crónica escribí sobre el ambiente de la llamada “Marginal” en los años setenta. Explico ahí por qué desistí de escribir sobre La Marginal, que era una larga sucesión de cantinas rodantes en la Baldorioty, frente a la laguna del Condado, para janguear, beber, comer mazorcas, pinchos y escuchar salsa hasta las tantas. La clase media y rica de Miramar finalmente expulsó aquella Marginal, primero a Isla Verde, luego al Alto del Cabro y finalmente, en su versión más comercial, a la placita de Santurce. Hace veinte años expliqué así por qué no escribí aquella crónica: “Desistí porque hubiese sido una estampa de costumbres. Decidí que solo la escribiría de encontrarme con Juan Mari Brás comiendo mazorcas y de cara a la Laguna del Condado. La estampa, la estructura, tiene que ser transida o transitada por algo insólito, o extraordinario, para lograr la dignidad de la crónica”.
Cuando leí en la crónica de Joel que el Miramar String Quartet había tocado en El local, pensé que justo ahí estaría la mejor crónica del sitio, justo lo insólito que visita la novedad.
*Texto leído en la actividad de presentación de seis libros de crónicas publicados por la Editorial del ICP efectuada el pasado 6 de septiembre en el Taller de Fotoperiodismo.