To Rome with Love
Es imposible pretender que el Woody Allen de Nueva York sea el mismo que el de Londres, Barcelona, Paris o Roma. Ninguna de esas ciudades tan hermosas pueden representar lo que el director siente por la ciudad en que se crió y donde echó sus dientes artísticos. Su estética se percibe inmediatamente en las tomas en blanco y negro que el gran Gordon Willis fotografió para el comienzo de Manhattan (1979), acompañadas como están de Rhapsody in Blue de Gershwin. Ese maridaje perfecto entre lo visual y lo auditivo que es típicamente nuyorquino es el corazón del artista, algo que no está presente en sus películas “europeas” porque Allen no tiene el mismo conocimiento de las emociones idiosincráticas que mueven esas metrópolis y conmueven el alma de sus habitantes. Contrario a lo que ocurre cada vez que veo el principio de Manhattan (quiero tomar un avión a la Gran Manzana), escuchar “Volare” y “Arrivederci Roma” (¡con algunos en el público cantándolas!) en la más reciente película de Allen, no es una experiencia que me induce a querer partir de inmediato para la Ciudad Eterna. Eso, a pesar de las tomas límpidas de la Plaza de España, el Coliseo y la Plaza del Pueblo de Darius Khondji, el cinematógrafo de Rome. De modo que, si el alma del artista no está en la película, tenemos que conformarnos con tener su ingenio.
Y ahí está, haciéndonos reír continuamente durante la primera media hora con ese tono que Allen le imparte a sus líneas que, como las de sus maestros en la comedia, los hermanos Marx, son surrealistas: Tengo un IQ de entre 150-160, dice Jerry (Allen) a su esposa Phyllis (Judy Davis); lo estás calculando en euros, le responde ella, en dólares es mucho menos. Son tantos los “one-liners” que muchos se escapan, máxime cuando dos parejas sentadas al extremo derecho superior del teatro, hablaron en voz alta durante toda la proyección.
El filme cubre cuatro historias que están enlazadas por la ciudad y porque sabemos que Allen está detrás de la cámara dirigiendo temas que, o han sido tratados por él anteriormente, o son sus obsesiones.
La fama es uno de ellos. Un ciudadano común y corriente (Roberto Benigni) a quien los medios convierten en una celebridad, condición que al principio repudia y más tarde añora. Es la interpretación fílmica del pronunciamiento de Andy Warhol que todo el mundo tendrá 15 minutos de fama. Cuando el escándalo entre él y Mia Farrow sobre su brete con una hija adoptiva de la actriz (Soon Yi Previn, quien es hoy su esposa) le dio la vuelta al mundo, Allen dijo estar sorprendido de que fuera tan famoso como para tanta atención. En la película, la fama salta a otro romano del montón sin pestañar. Se va con cualquiera: no en balde se le conoce como la diosa puta (a la fama).
De una prostituta (y también de la atracción de la fama) se trata otra de las historias en la que una (Penélope Cruz) se presenta por error a la habitación de un joven recién casado, cuya esposa se ha ido a encontrar un salón de belleza y anda perdida por una ciudad que no conoce (el matrimonio es de “provincias”). Está tratando de deshacerse de ella cuando en el cuarto irrumpen sus tíos romanos que le quieren presentar a magnates con quien negociará en su nuevo trabajo. Les dice que la prostituta es su mujer y se desatan una serie de situaciones no muy distintas a las que hemos ya visto en “Mighty Aphrodite”de 1995. Mientras eso ocurre la mujer del nuevo marido está siendo seducida por un actor italiano en su cuarto de hotel y se está planteando el dilema moral de si se deja caer en la cama y luego pide perdón, o si se ha de arrepentir el resto de su vida por no haberse dejado seducir por un actor tan famoso. Un pillo interrumpe en el punto más inesperado y, cuando todo se complica a un extremo, irrumpen en la habitación la mujer del actor, su detective y la gerencia del hotel (después de esta película he concluido que cualquiera puede entrar a cualquier habitación de cualquier hotel en Roma). La chica termina acostándose con el pillo, mientras, en otro lugar su marido copula con la prostituta.
La infidelidad es también el tema en la historia en que participan los actores americanos. Jack (Jesse Eisenberg) y Sally (Greta Gerwig) son una pareja de enamorados y están esperando la llegada de Mónica (Ellen Page), la mejor amiga de Sally. Jack, quien estudia arquitectura, sale a la calle y se encuentra con John (Alec Baldwin) un arquitecto famoso que se convierte en su alter ego y le aconseja a Jack (o a Sally, según la ocasión) sobre los problemas que creará Mónica. Esta resulta ser no solo encantadora, sino una seudointelectual (así lo ve John) que cita The Fountainhead de Ayn Rand (así lo veo yo también). El resultado del triangulo es bastante predecible, pero tiene un final inesperado. En el papel de John (quien además narra la película) Baldwin es la figura que fue Humphrey Bogart para Allen en Play it Again, Sam (1972), una especie de consciencia que basa sus consejos, que dan en el blanco consistentemente, en sus pasadas experiencias (como debería ser, ¿no?).
Entonces está la historia de Jerry (Allen) y Phyllis (Davis) quienes vienen a Roma a conocer al prometido de su hija y a sus padres. Esta es el shtick de Allen, quien lleva a la pantalla una fantasía que han tenido muchos: trasladar la voz en la ducha a un auditorio donde todos se asombren de ese talento escondido y único. Su futuro consuegro canta como un ángel… en la ducha. Giancarlo, que así se llama el personaje, es ni más ni menos que Fabio Armilato, cantante de ópera a quien se considera como el mejor Andrea Chénier de estos tiempos. Mientras no está en la ducha, Giancarlo es dueño de una funeraria (vive en los altos; solo a Allen, que es del Bronx, se le ocurre tal cosa) y alienta las aventuras culinarias de su mujer. En una Jerry toma un canapé hecho con una receta especial de la señora, lo huele y, en tono de media pregunta, dice: formaldehido. Pues a Jerry, quien es director escénico de ópera y teatro, se le ocurre montar Pagliacci de modo que Giancarlo pueda cantar. La situación es cómica hasta cierto punto. Más que nada es un tributo a A Night at the Opera de los hermanos Marx, en la que Pagliacci jugó un papel importante, y un acto de esnobismo en reversa —la baja cultura contribuyendo a mejorar la alta—, que fue lo que le hicieron los Marx a la ópera en su opus y hace Allen… hasta cierto punto.
Al fin y al cabo la película es agradable, risueña y liviana, y tiene el valor adicional de tener como actor a Allen quien, a los 76 años, y con padres que llegaron, uno a los 96 y otro a los cien, puede que nos siga haciendo reír, con sus locuras filosóficas relativas a las batallas morales que libra su mente y su corazón, hasta sabe el dios del cinema cuando.