Traiciones fiscales de la democracia imposible
Dado que las monarquías no tenían el aparato para recaudar esos impuestos, su recaudación se vendía o arrendaba. La negociación era sencilla. El comprador le entregaba al estado la cantidad que éste pedía y de ahí en adelante todo lo que recaudara le pertenecía. Mientras más cobrara, más ganaba, y como es de suponer, nadie se iba a meter en ese negocio sin estar seguro de que las ganancias valdrían la pena. El gobierno resolvía su necesidad en un plazo corto y los recaudadores, probablemente los personajes más odiados y temidos de la época, abarrotaban sus arcas.
Los cobradores de impuestos se valían de todos los medios habidos y por haber, entre los que variadas formas de violencia y atropellos tenían un papel preeminente. Los escrúpulos no estaban en consideración. Exprimían a la amplia población campesina, casi siempre cobrándoles más de lo que les correspondía de acuerdo a las reales órdenes. Los habitantes de las ciudades tampoco se libraban de sus abusos.
En tiempos de guerras las urgencias financieras de las monarquías aumentaban exponencialmente, así que con frecuencia el mecanismo de los impuestos no era suficiente. La alternativa, invariablemente fueron los préstamos. Préstamos jugosos que ayudan a entender el surgimiento de la banca, incluida la del Vaticano, y que no solo se pagaban en oro y plata, sino en alianzas y componendas políticas de todo tipo.
Por razones como esas, durante la transición del Antiguo Régimen a la Modernidad, por allá en el siglo XVIII, surge la figura de los presupuesto de ingresos y egresos, que invertían totalmente la lógica fiscal. Es decir, primero debía determinarse de dónde provendrían los ingresos del estado y a cuánto ascenderían y después, cómo se gastarían. Entre otras consideraciones, se trataba de esfuerzos para frenar el carácter arbitrario de los impuestos reales y los cuestionables métodos de recaudación. La nueva lógica fiscal proponía que se legislara el tipo de contribución más conveniente y aparecen propuestas como la de la contribución sobre la propiedad, entre otras. Los presupuestos de ingresos y egresos se convierten así en uno de los caballitos de batalla de los liberales y en símbolo del republicanismo.
Con el paso del tiempo, vemos como se impone esta nueva fiscalidad, no solo en las emergentes repúblicas, sino en las monarquías constitucionales y hasta en las absolutistas como la española, que incorpora la política de los presupuestos de ingresos y egresos en el siglo XIX. Sin ser la única variable en juego en aquellos momentos, el ejemplo de la inversión de las lógicas fiscales ilustra que se transitaba hacia formas distintas de administrar el territorio y el estado. En consecuencia, también cambiarían las características, procedencia, configuración, etc., de sus administradores y de las maneras de hacer política.
A lo largo de Occidente, sin importar batallas internas, guerras, cambios de gobierno, golpes de estado, si se trataba de países europeos o americanos, bastante pronto se consolidó una clase política profesional. Huelga decir que se trataba de una selecta representación del blanco patriarcado.
El que hace la ley hace la trampa, dice el refrán, y en estos procesos no encontraremos la excepción. Aquí y acullá, los estimados de los recaudos se inflaron ficticia y engañosamente cada vez más, para justificar unos gastos que excedían los ingresos. Para subsanar el déficit, como las monarquías en tiempos de guerra, recurrieron a los préstamos. Observo el panorama en Puerto Rico y en el mundo y no puedo evitar pensar en aquella fiscalidad de Antiguo Régimen. Se trata, al mismo tiempo, de la traición a los valores del republicanismo liberal (bueno o malo) y de la confirmación de que la utopía de la democracia es imposible.