Tres revoluciones y un desencanto en Leonardo Padura
*Notas a propósito de El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura, una novela política, de ideas, de propuestas, de tesis, como las que a menudo se nos ha dicho que están muertas.
Tres personajes constituyen su eje: Iván, joven cubano en la década del setenta, adulto y desencantado a principios del siglo veintiuno; León Trotski, líder de la Revolución rusa, opositor de Stalin, asesinado en México en 1940; y Ramón Mercader, agente de Stalin y asesino de Trotski. Por medio de Iván, Trotski y Mercader se aborda el destino de tres revoluciones: la rusa, la española y la cubana. Subyace a este tejido literario uno de los grandes temas del siglo veinte: la relación entre la utopía socialista y el estalinismo. El tema no es nuevo. Se ha planteado de diversas formas: la relación, ¿de continuidad o ruptura?, ¿de paternidad o traición?, entre Lenin y Stalin, bolchevismo y estalinismo, socialismo y dictadura, revolución y terror, sueño utópico y pesadilla totalitaria. Es un tema grande. En cuanto a la política, es difícil proponer uno más grande.
La arquitectura de El hombre que amaba a los perros corresponde a la del relato elaborado por Iván en 2004 sobre sus encuentros en 1977 con un extranjero de nombre Jaime López. A partir de la información ofrecida por López, Iván elabora un testimonio en el que se mezclan su vida y las historias de Trotski y Ramón Mercader. De paso, Iván describe la Cuba de mediados de los setenta, sus anteriores entusiasmos de finales de la década del sesenta, seguidos de la mejora material de los ochenta, que desembocan en el colapso de la Unión Soviética; las penurias de la década del noventa, y la estabilización precarísima a partir de 2000, marcada, para él, por un profundo sentido de naufragio. El texto de Iván nos llega por vía de su amigo Daniel, personaje secundario, pero en modo alguno insignificante, como veremos.
Sobre el tema que Padura ha puesto en el centro de su novela, ha corrido mucha tinta. Se han formulado diversas posiciones alrededor del problema. Voy a destacar tres. Ayudan a entablar un diálogo digno del texto que Padura nos presenta.
La primera de estas posiciones establece una relación de causa y consecuencia entre socialismo (o marxismo, bolchevismo, revolución, comunismo, utopía, según sea el caso) y estalinismo (o dictadura, autoritarismo, burocracia, totalitarismo). La primera conduce irrevocablemente a la segunda: el estalinismo es el fruto natural del venenoso árbol bolchevique. Para esta perspectiva, el conflicto entre Stalin y Trotski, más allá de que puedan reconocerse diferencias en calidad humana o calibre intelectual, no representa una verdadera alternativa. En todo caso, Trotski allanó el camino para Stalin. El compromiso con la democracia exige descartar la seductora idea socialista, cuyo desenlace tan sólo puede ser la dictadura a nombre del pueblo, los trabajadores o la humanidad. Ese rechazo se formula desde diversas posiciones: desde las que justifican la dictadura de derecha para evitar el totalitarismo de izquierda, hasta las que proponen un capitalismo liberal como el mejor ordenamiento en este mundo imperfecto, pasando por el rechazo posmoderno de las grandes narrativas de emancipación como irremediablemente contaminadas de totalitarismo.
Una segunda corriente insiste en diferenciar entre revolución socialista y su degeneración burocrática. La segunda es consecuencia posible, pero no inevitable de la primera. Socialismo no es sinónimo de estalinismo. Al contrario: para esta perspectiva, son antítesis, aunque el segundo pueda hablar a nombre del primero. Por otro lado, los horrores del estalinismo no eliminan las consecuencias terribles del capitalismo: la polarización entre riqueza y pobreza, el trabajo excesivo para unos y el desamparo para otros, el imperialismo y la guerra, la competencia convertida en regulador de todas las relaciones sociales, la carrera desbocada hacia el suicidio ambiental. La conclusión es ardua: se impone una lucha tanto contra la burocracia, por un lado, como contra el capitalismo, por otro. Para esta perspectiva, el conflicto entre Trotski y Stalin, a pesar de los errores y de las acciones indefendibles del primero, no deja de representar un momento en el esfuerzo por rescatar el proyecto socialista del secuestro burocrático; y no sólo de combatir ese secuestro, sino de entender las raíces sociales y materiales que lo habilitan.
Pero existen, como mencioné, otras actitudes posibles ante el problema que atraviesa El hombre que amaba a los perros. Adelanto la que creo que está presente en la novela, según articulada por el protagonista: si bien el capitalismo no es una opción atractiva (aunque Iván habla poco sobre esto), todo intento de cambio revolucionario –con sus vanguardias, campañas y movilizaciones– ha desembocado en manipulación, en una nueva jerarquía, en reclamos de unanimidad, en un poder intolerante. Sin entusiasmo ni por el capitalismo ni por la revolución, tal perspectiva alberga un deseo de renuncia a la política, un regreso a solidaridades palpables, cotidianas, tangibles, y la rearticulación, mediante esa práctica, de un tejido de apoyo mutuo y respeto democrático por la diversidad, más allá del Estado y los partidos.
El relato de Iván traza un retrato nada halagador de las políticas del Gobierno cubano, incluso en la época del entusiasmo juvenil del narrador. Iván se describe como parte de la generación de los sesenta y de principios de los setenta, habitante de un país en plena revolución, pero privada del contacto vivo con otras revoluciones que agitaban al mundo: el rock y otros experimentos musicales, emblemas –en otras partes– de un desafío cultural juvenil más amplio, pero vistos en Cuba como emanaciones decadentes del imperialismo; la caída de tabús, la apertura a nuevas sexualidades y el surgimiento del movimiento gay, que las autoridades cubanas concebían como aberración; el debate sobre el futuro y la naturaleza del socialismo a la luz de la Primavera de Praga y la invasión soviética de 1968, entre otros procesos. Cuba, cuya revolución inspiraba a muchos jóvenes rebeldes de todo el mundo, quedaba al margen de parte importante de la efervescencia de aquella rebeldía. Pero en aquel momento había cierto balance: la revolución todavía convocaba el entusiasmo y la fe de jóvenes como Iván.
Para Iván, la acumulación del desencanto se acelera a mediados de la década del setenta, con la adopción de “los modelos soviéticos”. Iván describe una prensa que no debate ni discute, sino que exhorta y pinta una imagen irreal del país; una burocracia en la que cada cual asciende por vía del apego a la línea oficial y sus vaivenes, en la que el discurso de la solidaridad esconde el regateo entre agendas individuales. La historia trágica del hermano de Iván dramatiza las consecuencias terribles de la intolerancia y la censura.
Se dirá que el retrato es demasiado sombrío. Puede ser. Pero no creo que añadir los matices que se justifiquen refute la validez de esta crítica. En el pasado, he señalado la ausencia en Cuba de espacios de debate entre posiciones distintas sobre problemas que afectan al país –sin los cuales no puede hablarse de plena democracia socialista. Se dice que un proyecto socialista en un país pequeño y subdesarrollado, enfrentado directamente a la potencia capitalista más poderosa del planeta, no tiene espacio, por más que sea deseable, para tal democracia. Tampoco descarto ese argumento como mera excusa burocrática. Sin embargo, admitirlo justificaría limitar el debate público de ciertas cuestiones particularmente sensitivas. Pero, ¿en qué debilitaba a Cuba un debate abierto, por ejemplo, sobre la homosexualidad o la pena de muerte, o el rol de la pequeña empresa comercial o productiva, o tantos otros temas? ¿Qué impide, en qué debilita que en la prensa se expresen diversas opiniones sobre estos temas? Más aún, ¿en qué debilita al socialismo que los candidatos a puestos electivos adopten posición ante estos temas, se agrupen según sus afinidades, debatan y recaben el apoyo de las personas a quienes pretenden representar de acuerdo con las posiciones que han asumido? En el capitalismo, tales procesos se convierten en espectáculos vacíos, en los que las ideas cuentan poco. Al fin y al cabo, gana el dinero. Pero, suprimido ese poder del dinero para comprar elecciones, espacios en la TV y los periódicos, ¿cómo puede temerle el socialismo al debate abierto de todo lo que afecta a la población?
¿No habrá que decir, al contrario, que cuanto más se limita el debate, más se limita la posibilidad de que la revolución socialista se mantenga como un proyecto vivo y compartido, como un ejercicio de creciente autogobierno de la población? No se trata de que la democracia resuelva todos los problemas materiales, sobre todo en un país que lleva la herencia del subdesarrollo y con la cual tiene que enfrentarse a la presión del entorno capitalista. Pero, la democracia sí ayuda a determinar qué problemas se deben a esas circunstancias impuestas y cuáles se deben a políticas o prácticas corregibles.
El interés de Iván por la historia del asesinato de Trotski lo conduce al tema de la evolución de la Unión Soviética. Las historias contrapuestas de Trotski y Mercader se convierten en un relato alternativo al de la historia oficial soviética. Es la crónica del asombro de Iván ante una historia silenciada. Así, a lo largo del relato de la persecución contra Trotski y del itinerario de Mercader, se reconstruyen algunos de los episodios más terribles de un régimen que, en el nombre del comunismo, asesinó a más comunistas que Hitler. Se desmiente lo que Trotski llamó la gran máquina de falsificación de Stalin, que intentó no sólo borrarlo de la historia, sino presentar a su generación –misma que hizo la Revolución rusa– como agentes del capitalismo, del imperialismo y del fascismo. Se describe cómo el apoyo material a la República española se tradujo en un intento de subordinarla a los intereses del Estado soviético, según entendidos por su estrato gobernante y, más específicamente, por Stalin. Su manifestación más evidente fue la represión de las corrientes antifascistas –sectores del anarquismo, del trotskismo, que incluían destacadamente al Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) y su dirigente más conocido, Andreu Nin– que se resistían a dicho control. Es evidente que esta persecución, cuyo momento culminante fueron los “días de mayo” en Barcelona en 1937 –episodio que, al igual que el secuestro y el asesinato de Nin, también se relata en la novela–, no tenía nada que ver con la defensa del socialismo o de la revolución: lo que el estalinismo pretendía imponer acallando al POUM y a Nin era una política de respeto a los límites burgueses de la república, a costa de las grandes movilizaciones, ocupaciones de talleres, expropiaciones e iniciativas obreras y populares que tendían a convertir la resistencia al golpe en una revolución social.
Lo que se narra a lo ancho del itinerario de Mercader, por otro lado, es la historia de la degradación de un lenguaje político heredero de una noble tradición revolucionaria: la rigurosidad de pensamiento, desvirtuada en dogmatismo; la disciplina necesaria, transformada en obediencia ciega; la unidad deseable, convertida en unanimidad; los muy reales crímenes del capitalismo y las agresiones del imperialismo, aprovechados como coartadas para los abusos de la burocracia; la legitimidad de la violencia revolucionaria, reclutada como excusa para el asesinato; la necesidad de partidos y organizaciones, traducida en razón para el partido único y la infalibilidad del liderato; el internacionalismo generoso, concebido como subordinación a los intereses de Moscú. ¿Cómo denunciar el capitalismo y el imperialismo, cómo organizarse para combatirlos, si el lenguaje mismo necesario para ello ha sido secuestrado por la burocracia?
¿Habrá que concluir que Padura ha compuesto una novela “trotskista”, por así decirlo? Ciertamente, el manuscrito de Iván presenta un generoso resumen de no pocas ideas de Trotski. Si muchos han querido silenciarla, el narrador permite que la voz de Trotski vibre en su manuscrito.
Sin embargo, no podemos concluir que el manuscrito sea una reivindicación de Trotski. El Trotski de la novela está al borde del desencanto con la política misma. Observando a su amigo pescador en en el exilio, se pregunta “si no había llegado el momento de perpetrar un acto de suprema sabiduría y despojarse de todas las armaduras para … respirar … un aire simple como el que alimentaba la sangre del pescador, lejos de los torbellinos de su época”. Así, vemos a Trotski abrazando a su hijo Sergei, “tan saludable y bello, dueño de la suficiente inteligencia para despreciar la política”.
Pero, a diferencia de Sergei, Trotski está, según Iván, demasiado atado a la criatura que contribuyó a traer al mundo –el Estado soviético– como para abrazar aquella “sabiduría” que, aun así, presiente. Amarrado a la política, Trotski también acabó por subordinar amigos y familiares a una agenda impersonal e implacable: su vida es también la crónica de las solidaridades tangibles, concretas, sacrificadas en el altar de una disciplina inhumana, siempre relegadas por un ideal cuya realización nunca llega, pero que aun así continúa exigiendo sacrificios incesantes. En fin, para Iván, el momento del colapso de la Unión Soviética y de su redescubrimiento de la historia de Trotski no sería el momento de su afiliación a las ideas del segundo, sino del más pleno desencanto con la utopía socialista y con la política.
No hay en Iván alegría por ese fracaso. Para él son las ruinas de un sueño que merecía mejor suerte. Detrás del desencanto, todavía parece aletear la esperanza, que Iván descubre en el contacto con su vecindario, en el intercambio cotidiano y directo de solidaridades.
Por lo mismo, cerca del final de la novela, la historia toma un giro que se ha ido preparando, pero que no deja de ser incómodo para el protagonista: por medio del desprecio, Iván ha empezado a sentir un grado de compasión por Mercader. ¿Además de verdugo, acaso no fue también, se pregunta, víctima de la perversión de la utopía? Fue culpable, sí, pero ¿acaso no fue Iván culpable, si no de apoyar, al menos de callar, por miedo, ante lo que debía denunciar? ¿Cómo compadecerse de sí mismo y de su generación, sin que esa compasión se extienda en parte al mismo Mercader?
Es aquí que Daniel contradice las reflexiones de su amigo. La novela concede a Daniel la última palabra: “Porque el papel de Iván es el representar a la masa, a la multitud condenada al anonimato, y su personaje funciona también como metáfora de una generación y como prosaico resultado de una derrota histórica”. Compasión, afirma Daniel, pero no por Mercader asesino, ni tampoco por Trotski asesinado, “solo por Iván, solo por mi amigo, porque él sí la merece … como todas las víctimas, como todas las trágicas criaturas cuyos destinos están dirigidos por fuerzas superiores que los desbordan y los manipulan hasta hacerlos mierda. Ese ha sido nuestro sino colectivo, y al carajo Trotski si con su fanatismo de obcecado y su complejo de ser histórico no creía que existieran tragedias personales sino sólo los cambios de etapas sociales y suprahumanas. ¿Y las personas qué? ¿Alguno de ellos pensó alguna vez en las personas? ¿Me preguntaron a mí, le preguntaron a Iván, si estábamos conformes con posponer sueños, vida y todo lo demás hasta que se esfumaran … en el cansancio y la utopía pervertida?”. Esta idea se había anunciado en una reflexión de Iván que fusiona las revoluciones con la imagen de “millones de personas arrastradas –sin ellas pedirlo”, arrastradas por líderes “disfrazados de benefactores, de mesías, de elegidos, de hijos de la necesidad histórica y de la dialéctica insoslayable de la lucha de clases…”.
La exasperación de Daniel es perfectamente realista, dada la situación angustiante de su amigo. Pero la argumentación es débil. Su lugar en el texto impide ignorarla como secundaria: se nos ofrece como llave para interpretar la novela. Tomemos sus dos dimensiones: Trotski y la idea de la revolución.
Sobre Trotski, dos ejemplos, de tantos que podrían darse. Desde 1929, Trotski observa el estallido de la Gran Depresión y el crecimiento del partido Nazi. En lugar de alejarse de “los torbellinos de su época”, escribe un texto tras otro señalando que el triunfo del nazismo conllevaría la destrucción de las conquistas y organizaciones de la clase obrera alemana; advierte que su victoria condenaría a Europa a una nueva guerra; predice que una nueva guerra traerá el exterminio del pueblo judío, entre otros horrores. ¿Ante qué estamos si no ante una intensa preocupación por la tragedia que amenaza a millones de personas, a punto de ser arrastradas por fuerzas que las desbordan? ¿Y cómo logra Trotski prever esos desastres si no es tomándole el pulso a la dialéctica de la lucha de clases, de la guerra de clases desatada por un capitalismo en crisis contra las conquistas obreras y democráticas del pasado? Con tres palabras puede resumirse su itinerario desde antes de la Primera Guerra Mundial hasta 1940: analizar, alertar, intervenir en lo que se pueda, para evitar, con la revolución, las catástrofes a las que se conducía a millones de personas. Se podrán detectar muchas carencias en su análisis, pero no falta de preocupación por ‘la masa condenada al anonimato’, a la que los acontecimientos amenazaban con triturar entre sus ruedas. Más aún: Trotski está convencido de que sólo la acción oportuna de la masa podrá salvarla del desastre.
Abro Literatura y revolución al azar. En 1926, el poeta Sergio Esenin se suicida. Trotski escribe: “Con frecuencia se jactaba de gestos vulgares … Pero bajo esta apariencia palpitaba un alma indefensa y desprotegida. Con esa grosería semifingida, Esenin trataba de protegerse contra las durezas de la época …, pero no tuvo éxito”. Esenin se sentía extraño en su época. Trotski no lo alaba. Tampoco se lo reprocha: “…¿quién pensaría en condenar al gran poeta lírico que no hemos sabido guardar entre nosotros?”. Y concluye: “Indefenso, un hijo de los hombres ha rodado en el abismo”. Trotski no renuncia a la revolución, es cierto. ¿Pero es acaso ajeno a las tragedias personales, individuales, de las que una gran transformación social está repleta?
Pasando de Trotski a la revolución: la lista de las catástrofes que él vislumbraba –la Gran Depresión, el desempleo masivo, el rearme de las grandes potencias, el ascenso del fascismo– nos recuerda que la desnaturalización del socialismo no ha sido ni es la única máquina trituradora de sueños. Sentimos los golpes de un Stalin como arbitrariedades de un déspota, y lo son: son golpes con nombre y apellido. Sentimos los golpes del mercado –el desempleo, la inseguridad de empleo, la expropiación y el desplazamiento de comunidades, el subdesarrollo, las crisis– como golpes de “la vida”, de “la suerte”, de la “economía”. No lo son. Son golpes anónimos, pero no de “la vida”, sino de relaciones sociales y de dominación específicas, y de los estados que velan por su reproducción. Reducir las revoluciones a una intervención arbitraria que interrumpe el desarrollo normal de nuestras aspiraciones sería someternos al espejismo que permite a la economía de mercado presentarse como el orden natural, libre y espontáneo de las relaciones entre personas. El capitalismo, como sistema automático, impersonal, objetivo, no se mueve bajo el mando de un dictador. Pero eso no hace a sus resortes menos implacables ni despóticos, o sus efectos, materiales y morales, menos desgarradores e injustos.
Por lo mismo, ¿será exacto reducir las revoluciones –la rusa, la española, la cubana, por ejemplo– a proyectos impuestos por vía de la manipulación? El relato de Iván recoge la atmósfera de movilización revolucionaria en Barcelona y Madrid, cuyos habitantes se organizaban en respuesta al golpe de Franco. Igual se podría mencionar la explosión de colectivizaciones que arroparon el territorio republicano. Lo mismo había ocurrido, en mayor escala, por medio de los consejos y comités que fueron el fundamento de la Revolución rusa y que para 1918-20 se habían extendido por Alemania, el Imperio austrohúngaro y el norte de Italia, y que renacerían en España en 1936. Es cierto que la Revolución rusa desembocó en el poder de Stalin, pero ¿en qué desembocó la derrota de la revolución en Alemania, Austria, Italia y España? ¿Cuántos sueños pospuestos hubo bajo Hitler, Mussolini, Franco? ¿Cuántos sueños son estrangulados mientras el capitalismo ciego y en crisis sigue controlando nuestras vidas?
Concluyo por indicar que, antes de leer esta novela como un alegato de que el socialismo ha fracasado, hay que detenerse ante las palabras que resumen lo que Iván llama su “cosmogonía”: solidaridad y democracia. Sin duda, estos valores son incompatibles con el estalinismo. Pero, ¿son compatibles con el capitalismo?
Terry Eagleton ha explorado recientemente algunos términos que, por lo trillados, no dejan de convocar nuestro interés, como la felicidad o el sentido de la vida. Concluye, recuperando a Aristóteles, que la felicidad se vincula al cultivo y disfrute de nuestras habilidades, facultades y talentos. Pero, como seres sociales, no podemos lograr tal cosa de forma aislada. Cada uno depende del apoyo de otros, al igual que otros dependen de nosotros: la felicidad del individuo sólo es posible como práctica de esa reciprocidad. Eagleton recupera la noción de ágape –de amor impersonal, amor por los que no conocemos, amor por los extraños– como eje de una perspectiva que dé sentido a nuestras vidas y a nuestras relaciones con los demás. “Esto quiere decir que cada uno se convierte en el medio para la plenitud del otro. Tan solo según me convierto en el medio para tu desarrollo pleno puedo alcanzar el mío, y viceversa”. El problema del “significado” de la vida “no es metafísico, es ético”: “…no es la respuesta a una pregunta, es cuestión de vivir de cierta manera”. Pero, Eagleton insiste en que hay una política implícita en tal perspectiva: una política que reconoce que, lejos de poder prescindir, todos dependemos del apoyo activo de los demás. “A la forma política de esta ética”, concluye Eagleton, “se le conoce como socialismo”. ¿Habrá algo más cercano a la cosmogonía solidario-democrática de Iván que esta visión del socialismo?
Iván se pregunta: “…¿y qué carajo hacemos con la economía, el dinero, la propiedad, para que todo esto funcione? ¿y qué hacemos coño con los espíritus predestinados y los hijos de puta de nacimiento?”. Preguntas importantes. Arriesguemos una respuesta. En cuanto a la economía, el dinero y la propiedad: propiedad pública de las más grandes empresas y espacio para la pequeña producción individual o cooperativa, según se determine mediante el debate y la discusión. Con los “predestinados y los hijos de puta de nacimiento”: neutralización por medio de la gestión democrática de las empresas, la economía y el Estado. Una modesta utopía: propiedad pública y democracia. Algo posible y necesario. En Cuba y en todo el mundo. Ojalá que esta novela suscite amplios y vigorosos debates sobre este tema y otros relacionados. Es lo que este fascinante texto se merece, y lo que el compromiso con la solidaridad y la democracia exige.
*Hace poco más de un año, leí El hombre que amaba a los perros (Madrid: Tusquets, 2009), la más reciente novela del escritor cubano Leonardo Padura. Durante la semana en la que escribo, Cuba ha vuelto a los titulares y noticieros. Y, junto a Cuba, han vuelto las discusiones sobre el socialismo, el capitalismo, la democracia, la burocracia y el mercado, temas que se abordan en la novela. Este escrito es la versión abreviada de una reseña de la novela que redacté, pero que no había publicado (una de las muchas cosas que aplacé durante la huelga universitaria de 2010). Quizá fue mejor así: creo que los debates de estos días dan más actualidad a los temas que aquí se abordan.
Textos mencionados en este artículo
Eagleton, Terry. After Theory, (New York: Basic Books, 2003)
Eagleton, Terry. The Meaning of Life (Oxford: Oxford University Press, 2007)
Trotsky, León. “En memoria de Sergio Esenin” en Literatura y revolución, Obras, 7, (Madrid: AKAL, 1979)