Troppo vero
Se dice que cuando Inocencio X vio su retrato terminado, exclamó: “TROPPO VERO”. En la Roma de 1650 se esperaba que un retrato captara la imagen fiel del retratado y, a ser posible, si el pintor era muy diestro, debía recoger también su carácter y trasmitir su personalidad. Un buen retrato debía ser veraz, creíble. Debía, en definitiva, representar al retratado.
Pero el papa añadió un adjetivo inquietante: troppo, es decir, demasiado. Velázquez debió comprender que el papa había visto demasiada verdad en el retrato, que se acercó tanto con sus pinceles que fue capaz de transmitir al lienzo toda la ambición, la crueldad y el recelo de Giovanni Battista Pamphili. Sin duda eso era demasiado, demasiada información para el presente y para la historia.
Sentado, vestido de rojo y mirando al espectador, demuestra en su mirada desconfianza y en su mano agarrada al sillón su ambición de poder. No hay adulación ni idealización. El retrato es una especie de primer plano psicológico tan penetrante que en él irremediablemente aparecen los defectos y los vicios del papa. Velázquez realizó uno de los mejores retratos de la historia de la pintura, más por el troppo que por el vero.
Sin embargo el papa compensó a Velázquez con una cadena de oro, aceptó la verdad, aunque fuera demasiada, y por los siglos el retrato perteneció a la familia Panphili. Hoy se puede ver en el museo romano que lleva este nombre. También hay que tener valor y seguridad para aceptar la verdad, aunque sea demasiada.
Velázquez realizó este retrato en su segundo viaje a Italia cuando tenía unos 50 años. Antes de llegar a Roma había visitado Venecia y admirado la pintura de Tintoretto y de Tiziano, después viajó a Florencia y finalmente llegó a Roma decidido a retratar al Papa. Dicen sus biógrafos que como llevaba tiempo sin tomar los pinceles, antes de acometer el retrato de Inocencio X, quiso entrenarse retratando a su esclavo Juan de Pareja.
La costumbre de tener un ayudante esclavo estaba bastante extendida entre los pintores de la época. No podían tener la categoría de pintores, pero ayudaban a sus amos en la preparación de pigmentos y lienzos. Juan de Pareja llegó a pintar y a firmar algunas obras cuando Velázquez le otorgó la manumisión en 1654. Era un sevillano “mestizo y de color extraño” según lo describe Palomino (biógrafo de Velázquez) en 1724. El retrato que realiza su señor denota un gran respeto. Su imagen está resuelta con una sencillez cromática tan extraordinaria, que nos obliga a concentrar nuestra atención en la magnífica cabeza, especialmente en la cara, en su firme mirada que nos atrapa en su dignidad y seguridad.
El 19 de marzo de 1650, festividad de San José y estando todavía Velázquez en Roma, este retrato fue llevado por el propio Juan de Pareja al pórtico del Panteón de Agripa para ser expuesto, como era costumbre en esa fecha, junto a otras obras. Cuenta Palomino que sólo este retrato “parecía verdad”, tanto que “se quedaban mirando al retratado y al retrato con tanto asombro y admiración que no sabían a quién de los dos hablar”.
En 1971 esta obra, bastante poco conocida entonces, llegó a Nueva York para formar parte de la colección del Metropolitan Museum. Se pagó por ella una cifra récord en aquel momento: cinco millones y medio de dólares.
Dos retratos imprescindibles para reflexionar sobre la realidad y la ficción, sobre la verdad que nos desvela el arte. Seguramente Velázquez nos ofrece más datos sobre el papa y el esclavo que cualquier documento histórico.
Así es el buen arte, troppo vero.