Un banquete español para mis sentidos

A lo largo de la escarpada costa mediterránea, desde Barcelona hasta el sur de Málaga, atravesando las inhóspitas colinas blancas como huesos y los exuberantes olivares, pasando por los brillantes jardines de Andalucía y el esplendor de la Alhambra, llegué por primera vez a la tierra natal de mis ancestros.
Me tomó gran parte de mi vida llegar a España, pero la he conocido —la España de sangre y arena, el flamenco, el teatro y la poesía— desde que era niña en Puerto Rico. Madrid evocaba maravillas y sueños para nosotros, y mi madre añoraba los geranios color carmesí de Sevilla y las elegías de Granada mientras recitaba los versos de Federico García Lorca: “Verde, que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas”.
Mi madre, cuyos ancestros llegaron desde Cataluña y Madrid a finales del siglo XVIII y principios del XIX, no fue la única fuente de mis sueños sobre España. Pocos lugares han sido retratados con tanta pasión como la ciudad de Barcelona, de 1500 años de antigüedad, que es la capital de la región autónoma de Cataluña.
El poeta catalán Joan Maragall la llamaba la gran encisera (que en catalán significa la gran hechicera). Devastada por la guerra civil española —que tuvo lugar de 1936 a 1939 y que fue inmortalizada en Homenaje a Cataluña, el clásico de George Orwell—, Barcelona es el hogar de célebres museos y diversas corrientes de arquitectura, así como lo fue de grandes artistas como Joan Miró, Antoni Gaudí, Salvador Dalí y el joven Pablo Picasso.
Así que elegí viajar a esa ciudad. Durante el verano pasado estuve en la Rambla paseando entre la multitud de turistas que, en grandes torrentes de más de 18 millones al año, invaden esta metrópoli de 5,5 millones de habitantes.

La Rambla en Barcelona Credit Daniel Rodrigues para The New York Times.
La Rambla, flanqueada por estrechos carriles y con filas de cafeterías, galerías y puestos de venta de recuerdos, siempre está llena de gente; es un lugar de reunión para extranjeros y lugareños por igual. El bulevar, que sigue la trayectoria de un arroyo que fue desviado, era un lugar de conventos y monasterios antes de que los disturbios anticlericales de 1835 destruyeran la mayoría de esas edificaciones.
La Rambla, cuyo nombre viene de la palabra árabe ramla, se reconstruyó a fines del siglo XIX y está llena de sitios históricos: el teatro Poliorama, donde Orwell se ocultó durante tres días de la guerra civil española, y el Mercat de la Boqueria, donde los puestos de mariscos, jamón y salchichas atraen a los hambrientos. Además están los músicos callejeros, mochileros, vendedores ambulantes, mimos, trovadores gitanos y, en el balcón de un segundo piso, una imitadora de Marilyn Monroe, vestida con una falda plisada que deja entrever sus muslos desnudos, un atuendo inspirado en la escena de la ventilación subterránea de La comezón del séptimo año.
La noche estaba cargada de calor humano y humedad, un clima que me recordaba al Caribe. Sin embargo, continué hasta el mar.
Llegué al Mirador de Colom, un austero monumento de 1888 en honor a Cristóbal Colón, ubicado hacia el Mediterráneo. Los buques mercantes, los cruceros turísticos, los yates, los veleros y los botes de pesca llenaban el puerto. Me detuve a observar los afiches de galerías y las esculturas que se encuentran a lo largo del malecón de 4,3 kilómetros.
Por fin llegué al Mediterráneo. Recordé imágenes del viaje que mis ancestros hicieron para llegar a Estados Unidos. Giré hacia una fila de pesquerías al aire libre junto a un muelle empedrado, a la vista de la herrería entrelazada de acero y cristal azul del Hotel Arts Barcelona de 44 pisos, el cual se eleva por encima de la playa Barceloneta.

Una playa de Marbella Credit Daniel Rodrigues para The New York Times.
Enmarcada por las colinas y el mar, Barcelona solía estar separada del Mediterráneo por viejas fábricas textiles y un mugriento puerto industrial. Las playas estaban sucias con desperdicios industriales, vías férreas y tiraderos de basura. Sin embargo, después de la muerte de Francisco Franco en 1975 y con el advenimiento de la democracia constitucional en España, que estimuló a Barcelona al igual que al resto de España, los artistas, ingenieros y arquitectos se dispusieron a rehacer la ciudad restaurando la cuadrícula de las calles y rediseñando hoteles, discotecas, bares e incluso restoranes para las olimpiadas de verano de 1992. Los juegos le presentaron esta ciudad obsesionada con el diseño a una audiencia televisiva global. Desde entonces, Barcelona ha reinado como un destino turístico deslumbrante.
Ahora es el motor económico más poderoso de España, un baluarte de la manufactura, el comercio, la vinicultura, la moda y las artes. Con 18 millones de visitantes internacionales en 2016, es el destino turístico principal (las islas españolas de Mallorca e Ibiza y las islas Canarias —al noroeste de África— están en segundo y tercer lugar; Andalucía, en el cuarto, y Madrid, en el sexto).
Actualmente, España es un destino internacional, con 75,6 millones de turistas en 2016, muchos más que la población del país de 46,5 millones. Su popularidad en Europa occidental es fenomenal. Está en tercer lugar entre los destinos más populares del mundo, precedida por Francia y Estados Unidos, según la Organización Mundial del Turismo de las Naciones Unidas.
Los turistas del Reino Unido, Francia y Alemania conforman el 50 por ciento de las cifras totales de España. Hubo dos millones de visitantes estadounidenses en 2016. Hasta ahora, las crecientes tensiones entre Cataluña y Madrid, así como el ataque terrorista del 17 de agosto en Barcelona parecen haber tenido muy poco impacto en el turismo.

Parque de María Luisa en Sevilla Credit Daniel Rodrigues para The New York Times.
Cansados y preocupados por la avalancha de visitantes, los principales destinos están frenando el turismo masivo emitiendo declaraciones y peticiones u organizando manifestaciones callejeras. Cientos de miles de vacacionistas llenan la franja de playas a lo largo de los 159 kilómetros de la Costa del Sol. En Granada, que no tiene litoral, los recorridos en grupo dominan las furgonetas, los taxis y los autobuses, y hacen a un lado a los peatones que caminan por las calles empedradas del viejo barrio musulmán de Albayzin.
En todas las ciudades principales de España, los extranjeros invaden monumentos y parques, deambulan por castillos, fortalezas, museos y catedrales; en la Alhambra, en Granada, toman siestas bajo la sombra del follaje de los jardines podados.
Más de 2,8 millones de personas al año visitan la Sagrada Familia, la catedral incompleta de Gaudí en Barcelona, el monumento más popular de toda España. En la tarde calurosa en que la visité, sentí que los 2,8 millones estaban ahí conmigo; la multitud era así de grande, incontrolable y molesta.
Caminé de un lado a otro afuera del monumento buscando a mi guía. Al final, encontré al grupo correcto; subimos los escalones hacia la entrada antes de que nos bloquearan otros grupos. Nuestro guía, que llevaba la chaqueta roja que distingue a los decanos de la Sagrada Familia, apenas podía escucharse por encima de la cacofonía de voces y el caos de pasos.
No pude absorber la inmensidad de la iglesia, su diseño iconoclasta, las inscripciones grabadas en los muros y en las puertas de madera, las torres construidas como velas derretidas, los tramos de muros curvos y las estatuas con siluetas y rostros extraños. En los escalones del exterior, los turistas se desplomaban, agotados, sudando, pero deslumbrados, con los ojos fijos en lo alto de las espirales que se han convertido en la inspiración de recuerdos, imanes para refrigerador y postales.

Plaza de España en Sevilla Credit Daniel Rodrigues para The New York Times.
Fue en Málaga, y en la morisca Granada, donde me di cuenta de la presencia ubicua de la cultura árabe. Me pregunté si algunos de mis ancestros provenían de esa cultura, pero nada que haya encontrado en la historia de mi familia lo sugería. Sin embargo, la civilización islámica dejó una marca profunda en Andalucía durante los siete siglos de dominio que terminaron cuando las fuerzas cristianas expulsaron a los moros con la caída de Granada en 1492. El legado morisco es evidente, en los salones de té llamados teterías y los mercados callejeros, con nombres en árabe, así como los baños llamados hamanes y la comida.
De una manera u otra, pobres o ricos, artistas o campesinos, los musulmanes son un factor creciente en España. Los pobres se asientan en las ciudades llenas de empleos, pueblos remotos y campos agrícolas a lo largo del Mediterráneo. Los ricos tienen casas en Marbella y amarran sus yates en el puerto Banus.
El municipio de Torregrossa, un sitio de nueve siglos de antigüedad y poco más de 2100 habitantes, se encuentra en el territorio agrícola de Cataluña. Durante algún tiempo supuse que una parte de mi familia venía de ahí, dada la similitud del apellido de mi familia y el nombre del pueblo. Un día, poco después de mi llegada a Barcelona, viajé durante 90 minutos para llegar a Torregrossa y averiguarlo. Un conocido de Barcelona había arreglado todo para que me encontrara con Josep M. Puig i Vall, el amable alcalde del pueblo, de cincuenta y tantos años.
Nos vimos en su oficina que, como la mayor parte de Torregrossa, era antigua, con contraventanas, escalones oscuros y muros de piedra. Me ofreció café y habló rápida y orgullosamente sobre su pueblo, donde ha vivido toda su vida. Entonces, casi disculpándose, dijo que jamás hubo un Torregrosa en Torregrossa. Me confirmó que Torregrosa, el apellido paterno de mi madre, es catalán, pero se encuentra en muchas partes de España.
Quizá era la pasión de mi madre por los claveles, el flamenco y el jamón ibérico. Me imaginé que su linaje materno venía del sur de España, de Sevilla, Córdoba o quizá Madrid y las provincias circundantes.
Llegué a Sevilla entrada la noche, en el tren de Málaga. Había estado viajando por ferri, autobús y tren durante más de dieciocho horas después de hacer una breve visita nocturna a Tánger, Marruecos, que alguna vez fue el centro internacional del espionaje y la ambientación cinemática del sexo prohibido y la poesía dionisiaca. La alta sociedad internacional, los diseñadores de moda, la realeza, las estrellas de cine y los escritores hicieron apariciones en Tánger. Sin embargo, ahora pasa por una época difícil y los reflectores se han apagado.
Después de ese viaje, Sevilla me pareció milagrosa. Me registré en mi hotel poco antes de la medianoche, caminé por el bulevar Reyes Católicos, pasé por restaurantes y bares, giré en una calle lateral y vi un pequeño bar de tapas del vecindario llamado La Azotea, claramente un lugar que los turistas no encuentran por casualidad. Elegí un asiento de la barra, ordené un vaso de vino tinto y lo que quisieran mandarme de la cocina.
Eché un vistazo a todo el lugar, un bar cotidiano de tapas en la calle Zaragoza con un pizarrón donde había una lista de vinos, además de comensales que reían y compartían platillos. Poco después, me pusieron enfrente un pequeño tazón. Una delicada pieza de delicioso bacalao asado o salteado descansaba sobre una cama de un puré de vegetales.
El vino estuvo excelente. Cuando terminé, pedí conocer al chef pero no tuve el valor para pedirle la receta. Anoté el nombre del lugar y pagué la cuenta: 8 euros (9,50 dólares).
De inmediato, desde el primer momento, todo en Sevilla fue así para mí, un festín para los sentidos, la simplicidad de la vida diaria. Una mañana, mientras caminaba por el Parque de María Luisa, pensé en mi madre a quien le encantaba ese sitio y tenía el mismo nombre. Otro día visité el romántico bar art déco del hotel Alfonso XIII y charlé con nuevos conocidos mientras bebía un Negroni perfecto.
España ha sido un paraíso de escritores, soñadores y viajeros, expatriados de tierras más frías.
Mi madre había querido mudarse a Madrid y vivió con ese sueño durante años, pero jamás logró cumplirlo. De niña, no comprendía su pasión por España ni por qué se sentía tan en casa allá. Ahora la entiendo.
*Publicado originalmente en el New York Times, reproducido aquí con la autorización de la autora.