Un lote vacío para la memoria
El 21 de marzo recibí un correo electrónico de Jaime con un enlace y un corto mensaje: “esto es bien interesante, léelo hasta el final”. Inmersa en la transcripción de manuscritos del Siglo XVII, no contaba con un solo minuto para mirar las últimas noticias del New York Times, pero a insistencia de Jaime, solté el documento digital del Archivo General de Indias que estaba transcribiendo y abrí el enlace: They Kept a Lower East Side Lot Vacant for Decades, por Russ Buetner. No tuve siquiera que comenzar a leer. Aquella foto de Brian Rose y Edward Fausty, “A vacant lot along Delancey Street, circa 1980”, me comenzó a revolver las entrañas de la memoria.
A espaldas de un lote lleno de escombros, se yergue el “World Trade Center”. Es el mismo espacio que visité con mis padres en 1986 con el propósito de ubicar un recuerdo de 1964, anterior a la colocación de la primera piedra de las Torres Gemelas (1966) y su inauguración (1973). Era mi memoria más antigua, pero no podía hallarla por ningún rincón de Manhattan. Podía recordar un edificio en llamas, bomberos que subían las escaleras y nosotros mirando al otro lado de la acera: mi hermano mayor agarrado de la mano de mi madre, mi hermano más pequeño envuelto en una frisa sobre su pecho y yo sentada en un cochecito, circa 1964. ¿Dónde estaba ese edificio? ¿Dónde había comenzado la familia Rabell Reyes si lo que contaban don Narciso y doña Secundina no cabía en la cartografía de Manhattan?
Decían que vivían por Delancey, pero contaban historias que parecían sacadas de West Side Story. En 1986 yo vivía en el Upper West Side (207 W 106, Apt. 12E, entre Amsterdam y Broadway) y estudiaba en Stony Brook. Había ido a Delancey par de veces a comprar telas, hilos de lana, botones y también a comer falafel, humus y comprar matzo, pero en ninguna de esas visitas esporádicas había divisado puertorriqueño alguno. Aparte del recuerdo de ese edificio en llamas solo quedaban historias sueltas con espacios difusos. ¿Dónde habrán ocurrido estas historias?
Contaba mi padre que al llegar a Manhattan, jovencito de unos 17 años, vivía en Delancey con su tía Paula y el esposo, un pastor protestante. La historia no cuadraba dentro de lo que era para mí una comunidad totalmente judía y predominantemente ortodoxa. Su tía Trifona vivía en el Upper West Side, muy cerca de donde vivíamos Jaime y yo hasta el año 90. La tía Fona estaba haciendo un doctorado en educación en la Universidad de Columbia. Papi lamentaba no haber tomado demasiado en serio las recomendaciones de tía Fona: “Habla siempre en inglés, que aunque tengas acento, evitarás problemas”. La tía Fona era rubia de ojos verdes. Hablar en español le había costado alguna vez que la bajaran del taxi. Narciso Rabell podría salvarse de tal improperio, siempre y cuando no se pusiera a hablar en puertorriqueño. Y eso fue precisamente lo que no hizo. Él y su primo, otro recién llegado de San Sebastián del Pepino, recibieron batazos, puños y amenazas con cuchillos por entrar “equivocadamente” en territorio italiano. Narciso contaba la historia con “happy ending”: al primer batazo que recibió en la cabeza, salió corriendo a la carretera como pelota de cuadrangular saltando la verja. Lo atropelló un auto, una ambulancia lo llevó al hospital y según él, lo único que pensaba era dar gracias a Dios por haberlo librado de los cuchillazos de la ganga italiana.
Su primo se fue bien lejos de Nueva York con su esposa italiana, pero a Narciso el batazo le hizo ver el cielo abierto. Su desobediencia de la tía Fona lo llevó a seguir de cerca los de la tía Paula. Se metió a estudiar para pastor en un seminario evangélico, donde conoció a Secundina Reyes, una mulata de Canóvanas que vivía también en Delancey. De piel olivácea, cabello y ojos negros, podía masticar el inglés como cualquier sefardí del barrio, siempre que no la vieran en la noche con la biblia debajo del brazo camino al seminario. De día, eran chef y costurera, de noche estudiaban para pastor y misionera. Mami y papi se casaron en Nueva York, pero construyeron una casa de cemento encima de la de mi abuelo, Heriberto Reyes, capataz de la Central Santa Catalina en Canóvanas. Era el lugar de ida y vuelta, porque Nueva York y Puerto Rico eran cuestión de cruzar el charco.
Mami se fue a Nueva York a los 18 años. Quería ser maestra de Economía Doméstica. La aceptaron en la UPR, pero abuelo le dijo que solo podía pagarle dos años de estudios para que fuera secretaria. Cosía desde los 8 años, era su vocación y en medio de un arrebato, le contestó a su padre que “para estudiar dos años y ser secretaria, prefería estudiar mierda”. Así cruzó el charco y llegó a Delancey. Hacía los patrones y muestras en una fábrica de un judío. Todas las costureras eran puertorriqueñas. El dueño de la fábrica no era judío ortodoxo: fumaba, bebía, comía hasta chuletas y el miércoles de cenizas se hacía una cruz en la frente con los restos de cigarros del cenicero para no ser diferente a sus empleadas boricuas.
Tengo 52 años, de nuestra vuelta definitiva a Puerto Rico en 1964 solo conservo una foto subiendo las escaleras del avión con un sombrerito de encajes, una carterita, zapatos y vestido blancos. Mi hermano Gamy no había cumplido un año y Georgie, que tendría entonces 4 o 5 años, ha completado la foto con su propio cuento. Al llegar del trabajo, mami encontró una nota pegada en la puerta de la nevera: “Conseguí un trabajo en Puerto Rico, vende las cosas y tráete a los nenes”. Decía Georgie que después de llorar un rato, y unas cuantas pataletas, mami se deshizo de lo que pudo, y volvió con nosotros tres a Puerto Rico.
Mi papá fue contratado como chef del San’s Hotel. En los años 60 había un “boom” hotelero en la isla y necesitaban un chef que pudiera dirigir la cocina para clientes judíos. El primer trabajo de Narciso Rabell como chef “kosher” era supervisado cada mañana por un rabino. Como florecía la economía puertorriqueña, mi mamá se quedó a cuidarnos en casa y solo cosía tres o cuatro vestidos al día para secretarias que trabajaban en Hato Rey (hoy la Milla de Oro) y vivían por el área de Loíza, Canóvanas y Carolina. Mi papá no trabajaba los lunes y aprovechaba para llevarnos de paseo por diferentes puntos de la isla: Ponce, Aguadilla, Aibonito. Eran visitas a amigos que iban volviendo de Nueva York, cada cual con su propia historia. Mientras ellos hablaban, nosotros nos dedicábamos a trepar árboles, robar mangos, jobos, guayabas, grosellas; en fin, nunca supimos de qué hablaban ni por qué volvían.
Al poco tiempo de vivir en la casa de Canóvanas, y después de varios años de chef kosher, papi adoptó un perro realengo que encontró cerca del hotel; lo bautizamos Sandie. También compró una casa en una urbanización de Carolina (Rolling Hills), un carro y un triciclo. Recuerdo que una tarde de 1967 vino a recoger la mudanza un camión y mami le dejó a papi una nota en la puerta de la nevera: “Nos mudamos a la casa nueva de Rolling Hills, ahí te dejo a Sandie para que te acompañe, por si no quieres mudarte con nosotros”. Papi apareció con el perro esa misma noche. Las visitas a los amigos recién regresados de Nueva York fueron desapareciendo en la medida que los tres niños teníamos la obligación de asistir todos los lunes a la escuela. Los lazos con los antiguos vecinos de Nueva York acabaron por deshacerse.
En 1986, recibí la primera visita de mis padres en nuestro apartamento del Upper West Side. Los llevamos a Delancey porque quería ver aquel edificio que recordaba en llamas, mirar los lugares donde mis padres se habían conocido, donde había vivido la tía Paula, la tía Sarah, los amigos que habían regresado poco a poco a la isla y el edificio exacto donde mi padre le dejó una nota pegada a la nevera a mi madre en el año 64 antes de regresarse a Puerto Rico a trabajar como chef de judíos. Mami no pudo decir nada. Agarrado a la ventana del auto, papi dijo una sola cosa: “parece que aquí hubo una guerra”. No estaba tan lejos de la verdad. Ese lote lleno de escombros, ratas y cucarachas, aseguró el ascenso a alcalde de Edward I. Koch y la pureza de “la identidad judía de la comunidad”.
Tras 28 años preguntándonos el porqué de la desaparición total de nuestro vecindario de Delancey, el artículo de Russ Buetner en el New York Times cuenta paso por paso la borradura de todos los espacios físicos que fueron parte de nuestra memoria. En 1967, un año después de la colocación de la primera piedra del “World Trade Center”, mientras nosotros ocupábamos una casa de urbanización en Rolling Hills, Carolina, la ciudad de Nueva York derrumbaba las viviendas de más de 1,800 familias puertorriqueñas con la promesa engañosa de reconstruir y permitirles regresar a sus apartamentos. Mi padre había sido contratado en Puerto Rico tres años antes. Mientras sus antiguos vecinos volvían a Puerto Rico o se dispersaban por el Bronx, New Jersey, Philadelphia, Ohio y otras partes de Estados Unidos esperando el retorno de la comunidad puertorriqueña a Delancey, papi preparaba comida kosher, bendecida por un rabino, como parte del banquete económico de los años sesenta en el área del Condado en San Juan, Puerto Rico.
“A vacant lot along Delancey Street, circa 1980”, de Brian Rose y Edward Fausty, no es un lote vacío; está lleno de memorias. La consternación de mis padres ante ese lote miserable, aplastado y abierto, con el esplendor al cubo del “World Trade Center” a sus espaldas, es cosa del pasado. No ha quedado piedra sobre piedra. Son espacios vacíos para contar historias.
Referencia
Buetner, Russ. They Kept a Lower East Side Lot Vacant for Decades. New York Times. 21 mar. 2014. Web. 21mar. 2014.