Un mito llamado Daniel Santos
Muchos se preguntan por qué en distintos países latinoamericanos y caribeños celebramos el centenario de nuestro querido “Jefe” Daniel Santos el pasado 6 de febrero, si su acta de nacimiento, de bautismo, sus pasaportes y hasta su lápida en la tumba certifican que fue el 6 de junio de 1916. Y es que para entrar al reino de la leyenda hay que haber nacido más de una vez y Daniel nació dos veces.
Resulta que en una de esas épocas de vacas flacas, “más arranca’o que las mangas de un chaleco”, al decir suyo, decidió hacerse una ‘limpia’ con un sacerdote del vudú haitiano para ver si mejoraba su situación económica. Apenas le quedaban doscientos pesos y se los ofrendó al chamán, que seguida lo encueró, le pasó una paloma blanca por todo el cuerpo, le roció ron y ceniza del tabaco que fumaba; después lo flageló con un fuete de cuero para despojarlo de cierto espíritu oscuro que le impedía progresar.
Al final del exorcismo le cortó las uñas de las manos y los pies, se las envolvió en un pañuelo rojo y le hizo un resguardo para su aché. Luego lo miró fijamente a los ojos y le reveló poseído que él había nacido bajo el signo de acuario el 6 de febrero y no en junio cuando lo inscribió su padre Rosendo Santos. En adelante, viendo que las cosas le empezaron a mejorar hasta volver a la cima de la fama, Daniel adoptó esa como la fecha de su nacimiento.
Tratándose del “Inquieto Anacobero”, no es casual que haya dos celebraciones, pues tal intensa actividad artística y musical en su recorrido por unos 40 países de América y Europa durante 62 años de constantes bohemias, es un trago muy difícil de bajar de un solo tiro. Por eso, los melómanos y “Danielistas” en América Latina y el Caribe también estaremos celebrando su centenario oficial el próximo 6 de junio, con la convicción de que a Daniel no le estará malo.
Cuando escribía la novela “Vengo a decirle adiós a los muchachos”, me tomé la licencia poética y opté por la mentira literaria en armonía con la versión de Daniel, y muchos lectores lo tomaron al pie de la letra, lo cual ha causado una gran confusión entre melómanos, algunos de los cuales me acusan de ser el responsable de falsear los hechos históricos. Pero, como diría don Pedro Flores en la voz de Daniel, “Yo no sé nada, yo llegué ahora mismo, si algo pasó, yo no estaba allí”.
Para ser consecuente, lo que no sospechan es que Daniel Santos también murió dos veces, acorde con la ley natural según la cual todo lo que nace debe morir. Esta vez la fuente fue el periódico Haití Sun: The Haitian English Language Newspaper, en su edición de diciembre 6 de 1953, donde se publicó la noticia de su primera partida: “El cantante puertorriqueño Daniel Santos, muy conocido en Haití, fue el recipiente de seis balas por una mujer la semana pasada en México. Los servicios fúnebres se llevarán a cabo en San Juan”. Casi cuarenta años más tarde, el 27 de noviembre de 1992 a la 1:37 p.m. volvió a morir Daniel Santos, esta vez oficialmente en el Monroe Regional Medical Center de Ocala a causa de un ataque al corazón, según consta en su certificado de defunción.
Ese carácter de mito que lo persiguió desde su nacimiento hasta su muerte, fue muy bien expuesto por el académico ecuatoriano Herman Ibarra en su ensayo “La vida escandalosa de Daniel Santos”, donde analiza la creación de los mitos y sueños populares que configuran las ilusiones de las multitudes. Aún la casa donde nació es motivo de confusión, pues hasta ahora todos sostienen que fue en la calle Aguacate esquina Comercio del barrio Tras Talleres en Santurce, detrás de los talleres del ferrocarril en la Parada 15 del antiguo Trolley. Pero un texto revelador rescatado recientemente entre los documentos inéditos a puño y letra de Daniel, sembró la duda en torno al lugar donde vio la luz por vez primera.
“Yo Danielito, el hijo de Rosendo Santos y María Betancourt, puertorriqueños con domicilio en el barrio de Tras Talleres, en la parte alta de un barranco donde se encontraba un paraje de mangle, cerca del Fanguito, en las proximidades de un puente de madera que servía de paso hacia lo que es hoy la carretera #2 con su gran Puente de la Constitución, tenía siete años. Ya titereteaba en la oscura calle de Aguacate, donde vivía y donde nací, en la casa con el número 15 o la casa de Moñita”.
Tras una investigación cuasi forense y arqueológica en colaboración con el amigo melómano y coleccionista de Medellín, Jaime Jaramillo, conseguimos los registros de barcos donde viajó Daniel de niño, así como los censos federales de la época, que ubican su casa en las proximidades del notorio arrabal conocido como “El Fanguito”, al margen del Caño de Martín Peña. En tales documentos oficiales figura su residencia unas veces en la Calle Mangle, otras en la Aguacate o simplemente en Talleres, nunca en la esquina Comercio como se ha sostenido hasta ahora, cuya estructura destartalada constituye hoy un punto de drogas en homenaje inconsciente a quien siquiera conocen.
Ya después, equipado con antiguos mapas y fotos del sector, durante un estudio de campo en compañía del líder comunal David Albarrán, “La Leyenda de Tras Talleres”, pudimos ubicar la casa de Moñita donde se bifurca la calle Aguacate con la antigua calle Mangle, hoy San Juan, cónsono con los registros y censos consultados. Las demarcaciones entonces entre los barrios emergentes no estaban bien delineadas, y el área del mangle donde nació Daniel era la antesala de aquella acuarela de miseria que recordaría en sus memorias. A pasos de su casa, contemplaba esa ristra de casuchas sostenidas sobre pilotes hincados mal construidas con materiales desechados sobre los manglares, pantanos y humedales, “rescatados” por miles de familias pobres y marginadas, que venían del campo y la montaña impulsados por la miseria que azotaba al País.
El Fanguito era sinónimo de miseria y hambre, desperdicios y basura, niños descalzos y desnutridos, viejos enfermos, suciedad y peste. Era un enorme pozo muro que servía de recipiente a todos los desechos sociales e industriales a su derredor, incluyendo los excrementos humanos, donde se acumulaban las aguas negras estancadas que producían una atmósfera pestilente y nauseabunda en toda el área. Era el dantesco lugar que inspiró el libro “La Vida”, del célebre antropólogo Oscar Lewis, y el clásico cuento “En el fondo del caño hay un negrito”, de mi maestro José Luis González.
En su ensayo “Retando el olvido” a manera de prólogo al libro “Tras Talleres cuenta su historia”, de Ana Fabián Maldonado, el arquitecto Edwin Quiles recuerda a sus afanados pobladores iniciales: “En el caso de los constructores de los barrios fundados a lo largo del Caño de Martín Peña, como Tras Talleres, estos fueron producto del trabajo casi obsesivo de mujeres y hombres que tuvieron que lidiar con el tremedal para convertir el terreno mojado, y a veces líquido, en terreno sólido sobre el cual pisar y construir. En poco tiempo los palafitos, las casas trepadas sobre varas de mangle, se convirtieron en casas terreras. Resultan impresionantes las historias de cómo usaron la basura de la ciudad y el relleno transportado en botes desde lugares lejanos para enterrar el babote, el suelo anegado y débil, y convertir en terreno útil lo que antes fue agua estancada”.
Una de las familias que se mudó para el área más sequecito junto al mangle frente al puente de madera fue la de don Rosendo Santos Mojica y su esposa María Betancourt García, progenitores del inquieto Danielito y de sus tres hermanas, Sara, Lucy y Rosalilia. Por su oficio de carpintero antes de ser pastor evangélico, es de suponer que allí en un callejón entre la calle del aguacate cerca del mangle, don Rose construyó su casita de madera, desde cuyo balcón Daniel contemplaba para sus memorias ese triste panorama social. Así lo confirma soneando en la composición de Pascual Hernández “Así es la Humanidad”, que grabó en 1951 con Los Jóvenes del Cayo: “Yo nací allá en El Fanguito y ahora vivo en Miramar… ¡Qué se va a hacer!”
En ese barrio pululaba entonces una pandilla de criminales que se daban en llamar “Los Siete Puñales” por una razón muy literal, según lo describe Daniel en sus manuscritos inéditos rescatados: “Estos actuaban en la penumbra de la noche y cuando encontraban al ‘buscado’, le rodeaban y uno de ellos le ‘espetaba’ su frase favorita ‘guárdame eso ahí’ y le espetaban un puñal filoso a donde la penetración fuera fatal, al mismo tiempo que desfilaban fuera del barrio, por las calles de tierra, a pie y sin ninguna prisa, pues no había vigilancia policial. Los policías temían entrar en el barrio, los guapos y delincuentes los correteaban después de quitarle el arma y desnudarlos, para después mandar el paquete a la estación de policía con una nota: “Jefe (al comandante) si quiere mande otro que aquel no sirvió”. Firmado “Los 7 Puñales”.
Tal entorno social paupérrimo y marginado es fundamental al momento de juzgar ese carácter tan complejo y esa personalidad tan peculiar que distinguió a Daniel Santos, tal vez por aquello de “Yo soy yo y mis circunstancias”, al decir de Ortega. En ese sentido, Daniel fue como pocos, hijo legítimo de sus circunstancias y cronista musical de su tiempo; ni hablar de los espacios, que fueron muchos. Por eso le cantó a los marginados, a los presos, borrachos, contrabandistas, bohemios y camahanes; a patriotas, obreros, pachucos y macanos; a sirvientas y vírgenes de medianoche que ahogan su llanto en una esperanza inútil.
Como un juglar del Medioevo, sus canciones emanan de las vivencias populares, que dejaba pasar por el crisol del arte para devolverlas al pueblo en inolvidables melodías. Eso explica la denuncia social y el sentimiento nacionalista en las innumerables canciones patrióticas que escribió e interpretó a distintas naciones pisoteadas por la bota imperial, sobre todo a Puerto Rico, cuyas penurias coloniales divulgó ante el mundo en sus múltiples espectáculos y grabaciones discográficas.
Por eso en muchos países latinoamericanos y caribeños volveremos a celebrar el centenario de Daniel Santos el 6 de junio, y alzaremos las copas como aquel grupo de alegres bohemios en torno de una mesa de cantina, para brindar por “El Bohemio Mayor”, el “Jefe”, y su valiosa aportación musical y patriótica; por sus boleros de amor y despecho que nos hicieron delirar de felicidad y tragarnos el llanto de su tristeza; por sus sabrosas guarachas llenas de picardía y humor, que recogen su acontecer cotidiano; y por tantos otros géneros que cultivó en su extenso y variado repertorio musical.
Yo en lo particular, como secretario de prensa suyo, brindaré por el amigo Daniel, quien me inició en esta noble aventura musical, que tantas gratificaciones me ha dado y tantos buenos amigos ha traído a mi vida. ¡Salud, Maestro! ¡Salud, Anacobero!