Una crónica africana: con Ghana en el corazón
La participación épica del equipo de la República de Ghana en la Copa Mundial de Fútbol celebrada el pasado mes de julio en Sudáfrica me conmovió, primero por el respeto global que se ganaron los futbolistas ghaneanos y segundo, por el recuerdo grato y lejano de mi primera visita a ese país africano.
Tenía 21 años y me inauguraba como representante de la FUPI en el Secretariado de la Unión Internacional de Estudiantes (UIE) con sede en Praga, cuya representación africana en esos tiempos se componía principalmente de organizaciones de universitarios becados en Europa.
En Ghana, recién se había producido un golpe de estado liderado por oficiales jóvenes de las fuerzas armadas y la organización estudiantil universitaria, la National Union of Ghana Students (NUGS), que simpatizaba con el nuevo régimen, nos invitaba a su congreso a celebrarse en la ciudad de Cape Coast.
En el Secretariado nadie tenía visa para Ghana, y el tiempo apremiaba, por lo que se confirmó en el libro de la diplomacia que los ciudadanos estadunidenses no necesitaban visa para ingresar a ese país, por lo que la decisión fue académica, y el recién llegado –yo– representaría a la UIE en el congreso ghaneano.
Honestamente no tenía una idea clara de dónde quedaba Ghana, excepto que en la costa oeste de Africa, así que conversé un rato con el único africano que entonces estaba en la UIE, que era senegalés y hablaba un inglés tan malo como el mío. Me dio un curso relámpago de la situación, un par de consejos prácticos, y me embarqué para África.
El vuelo de Praga a Frankfurt apenas tomó una hora, para entonces trasbordar y tomar el avión de Ghana Airways en ruta directa a la capital, Accra, lo que tomaría como cuatro horas. Ya iba advertido de llevar solo equipaje de mano porque en estos viajes la posibilidad de perder la maleta (por robo o por error) era muy alta, de manera que calculé que con solo una maletita de mano avanzaría como el primero en salir del aeropuerto… ¡primera equivocación!
Le entregué el pasaporte al oficial de aduana, quien lo abrió y me miró; miró la foto, y volvió a mirarme, le dio vueltas al documento y dijo algo sobre la libretita internacional de vacunación. Señaló la página de la viruela y me regañó –ahora sí que le entendí—“no smallpox”. Mierda, si me habían dicho que esa vacuna no hacía falta, ¡que la viruela estaba erradicada del planeta!
–Ok, what can I do?, pregunté de inmediato y con cara de susto.
–You have to leave the country in the first departing flight, respondió el oficial recitándome la regla y señalando en la pista del aeropuerto, al avión de Air Nigeria.
Es decir que amenazaban con expulsarme del país, montarme en el primer avión que despegara, en este caso hacia Nigeria, de donde, deduje, me botarían por las mismas razones y ¡quién sabe a dónde centellas iría a parar!
La presión se disparó y estallaron de repente mil palpitaciones, sentí que me temblaba todo el cuerpo y comencé a sudar profusamente. Tomé el pasaporte de la mesa aduanera, le puse en el centro un billete de cinco US dollars y se lo devolví al oficial.
–Anything else that can be done?, le pregunté ahora sí que bien asustado porque si erraba en la apuesta sobre el temple ético del policía, seguro-seguro que iba preso.
El tiempo se detuvo. Podía escuchar el silbido de cada uno de los abanicos que colgaban del techo del aeropuerto y distribuían muy democráticamente el pegajoso calor tropical, oía el refunfuñar de los pasajeros en la cola que se retrasaba y, sobre todo, percibía la respiración pausada de aquel señor negrísimo, uniformado en sudoroso caqui, quien zambuía la cabeza en mi pasaporte y me negaba una mirada.
Así, sin mirarme, devolvió el pasaporte y dijo, “Another five”.
Puse un Lincoln adicional dentro del documento, se lo entregué y cerré los ojos hasta escuchar el fabuloso golpe del ponchador mojándose en la almohadilla de tinta, seguido por el golpetazo milagroso del sello en el pasaporte. Miré aliviado y sonriente al techo y di las gracias, no a dios, sino al amigo senegalés que me había aconsejado, “si tienes problemas en el aeropuerto, pasa un billete de $5, y todo se resuelve”.
Me temo que por la obvia pinta de novato en asuntos de sobornos, pagué de más.
**
Con el corazón todavía palpitando a toda velocidad y apretando fuerte el equipaje de mano, salí al pasillo central del Aeropuerto Internacional Kotoka en Accra donde, como presentía, nadie me esperaba ni procuraba.
Caminé hasta un escritorio dispuesto justo antes de la salida a la calle donde colgaba en la pared un letrero que decía Information y le expliqué mi situación a la joven que atendía el despacho.
Luego de varias llamadas telefónicas, logró conectarme con alguien de la NUGS, quien aseguró que acababan de recibir el telegrama con los detalles de mi llegada pero ya estaban todos en Cape Coast, donde se celebraba el Congreso. Así que recomendó que caminara hasta el terminal de autobuses que quedaba en las afueras del aeropuerto y abordara un vehículo hasta esa ciudad.
–Ok, that should be easy, le dije… ¡Segunda equivocación!
Al poner un pie en la acera exterior del aeropuerto ya tenía no menos de 20 taxistas, vendedores de llaveros, postalitas, artesanías e improvisados “guías” turísticos todos hablándome a la vez y haciendo múltiples ofertas y contraofertas.
Traté de poner orden y grité, “I’m going to Cape Coast, where do I find a transport to Cape Coast?!
Un chamaquito que apenas superaba mi cintura me haló el maletín y dijo, “here sir, this way to Cape Coast”, así que me dejé llevar por él, aunque siempre resistiendo su insistencia inagotable de cargar el equipaje.
En unos minutos llegamos a una especie de placita del mercado, parecida a la de Capetillo hace décadas atrás. Un montón de kiosquitos se apiñaban a ambos lados de la calle sin asfaltar mientras una multitud hiperactiva de hombres y mujeres en batolas caminaba entre viandas y juguetes plásticos, ropa ondeando como banderas, artesanías, tablas de lavar, frutas y trozos de carne colgante.
A un costado de la placita, yacía estacionado un camión descapotado, tipo transporte de tropas, con dos bancos a lo largo de la plataforma trasera, uno frente al otro.
–Here’s the Tro-Tro sir, it will take you to Cape Coast!, dijo mi diminuto guía todavía jodiendo con el maletín que ahora pretendía montar en el camión.
Le di un peso y así, ¡por fin!, soltó el mango del equipaje, besó el retrato de Washington, me alumbró con una sonrisa de esas que nunca se olvidan y desapareció correteando por la calle.
Trepé de un brinco a la plataforma, me acomodé al final del banquillo largo de madera, pegado a la cabina del conductor, coloqué el equipaje de mano en el piso y lo apreté con las piernas. Entonces bajé la cabeza que ya me daba vueltas y pensé que todavía no había pasado el susto de la expulsión frustrada y el soborno exitoso a mi llegada al país, aún no asimilaba bien la noticia de que nadie me esperaba en Accra, no había procesado la corta travesía por el tumulto de la placita y ya estaba sentado en un exótico transporte colectivo, camino a una ciudad en la costa oeste del África subsahariana, ¡que no sabía dónde carajo quedaba!
***
Nunca me había sentido tan blanco y tan diferente como en aquel momento sentado a la intemperie de un transporte singularmente tosco, rodeado de gente negra como una noche sin estrellas y que hablaban un dialecto tan extraño para mí, como insólita sería mi aparición entre ellos.Los vecinos sentados en el banquillo del frente de seguro comentaban algo sobre mi apariencia y presencia en el camión. Los dos pasajeros, vestidos con batolas sin botones hasta las rodillas, con pantalón de igual tela y color, tocados con una especie de boina erecta, me miraban y comentaban algo entre ellos, se reían a carcajadas, escandalosas risotadas acompañadas por sonoras palmadas en sus rodillas. A su lado, un señor mayor con espejuelos grandes regañaba al chiquillo que le acompañaba y lo obligaba a sentarse en el tablón que servía de asiento colectivo.
A mi derecha, dos muchachos, más o menos de mi edad, enfundados en pantalones bell bottom y camisas de mangas cortas muy ajustadas, conversaban melosamente con una chica de mahones gastados que lucía un formidable afro tipo Angela Davis. El espacio final del banco lo ocupaba una señora cincuentona, con notable sobrepeso, embutida en una bata estampada con mil colores. El chofer y su ayudante la habían ayudado a trepar por una diminuta escalerita hasta el entarimado, levantando en peso su enorme humanidad para sentarla allí.
El asistente del chofer subió a la tarima, y comenzó a cobrar la tarifa del transporte. Llegó hasta mí y ordenó con la mano extendida, “twenty cedis or two US dollars, Sir”.
(En ese momento sentí orgullo del invento logístico-paranoico de distribución del dinero que había ideado para casos como éste en que debía mostrar efectivo en público. En el aeropuerto de Frankfurt cambié los $300 que me dieron para gastos, en dos billetes de $100; 20 de $1; seis de $5; tres de $10 y uno de $20. Los de $1 los doblé y los guardé en el bolsillo derecho del mahón, en el izquierdo los de $5, y en los bolsillos de atrás los de $10 y $20… los de $100 los escondí en el zapato derecho que calzaba.)
Busqué en el bolsillo de los de $1, y le pagué al muchacho preguntando de paso cuánto tardaba el viaje hasta Cape Coast.
–“It depends sir, maybe three hours”, respondió simulando el acento de un lord británico.
***
–Welcome to the Tro-Tro sir, are you British, French, German?, dijo uno de los muchachos del banco del frente, rompiendo el silencio justo antes de que arrancara el camión, momento en que todos los pasajeros me miraron esperando la respuesta.
–No, no, I am from Puerto Rico!, contesté arrastrando las erres como en rrata, rroto, rrincón estableciendo así una larga distancia de los acentos oficiales del inglés.
No hubo asombro ni asomo de reacción en la concurrencia, más bien –vaya metáfora– ¡se quedaron en blanco!
–You know, in the Caribbean Sea?, insistí y nada.
–Near Cuba, dije y reventaron todos gritando “yes yes yes man!, Cuba, Fidel Castro, Che Güevara!”
En adelante todo cambió. Era como si hubieran descubierto que yo era un blanco tercermundista, de segunda clase, lo que me hacía más cercano y familiar. Todos querían entablar conversación, preguntarme qué comía, las películas que veía, qué idioma hablábamos, la música que oíamos y hasta la chica del afro se puso medio coqueta y me hacía ojitos. El agobiante brincoteo del camión no impidió que me desplazara por la plataforma de un lado a otro a conversar con mis nuevas amistades.
La carretera de dos vías, estrecha y prolongada, era muy accidentada, con largos tramos sin asfaltar. Mas el follaje, la flora que la rodeaba, era la misma que en Puerto Rico. Debíamos andar cerca de la costa porque a ambos lados de la ruta se levantaban altos cocoteros, probablemente tatarabuelos de las palmas que los europeos trajeron a las islas del Caribe.
Entre el ruido del camión, la brisa caliente que nos pegaba y las quejas de los tablones que nos rodeaban, las conversaciones se hacían muy cortadas, sobre todo por mis continuas advertencias de que no entendía nada de lo que decían.
“Please speak slowly”, fue la frase más repetida, casi siempre respondida con un colectivo “what?!” de mis amigos que era como el frustrante “repeat again” de la maestra de inglés en escuela elemental. No obstante nos entendimos, o por lo menos eso me dijeron.
Lo que sí, cada tanto, alguno de mis compañeros de viaje se me quedaba mirando y se turnaban la pregunta: “are you sure you are in the right transport?, a lo que siempre respondí, “yes I’m going to Cape Coast”.
Como a la hora y media de viaje, nos detuvimos en un mercadito sin techar a un costado de la carretera. Allí bajaron todos los pasajeros –menos la señora del sobrepeso y yo– cruzaron entre los vendedores y se internaron en el pastizal contiguo, imagino que a orinar.
La oferta de las y los vendedores era variada e incluía gaseosas tibias, vasos de agua, jugos y meriendas de huevos duros, camarones hervidos, mangó colorao y guineos. Lo que me maravilló fue que las mujeres llevaban las meriendas en bateas de madera colocadas en su cabeza y con perfecto balance caminaban por el costado del camión como un bufé andante, de donde los pasajeros podían servirse sin bajar de la plataforma.
A pesar de los gentiles e insistentes ofrecimientos para que probara de todo en el menú, acepté solo un guineo, nos reacomodamos más o menos en los mismos espacios, y reanudamos la marcha hacia Cape Coast.
Ya atardecía cuando comenzamos a cruzar por aldeas más grandes e ingresamos a la carretera asfaltada hasta que se hicieron las calles y edificios de dos y tres pisos en bloques de cemento y nos atascamos en el tránsito vehicular.
– Finally, we are in Cape Coast, me dijo mi vecino inmediato, you want to come with us to the university campus?
Le contesté que me había comunicado con los compañeros de la NUGS quienes debían esperarme y que, por el contrario, yo les podía conseguir el aventón a los tres universitarios.
Llegamos a una plaza del mercado grande, con un gran tráfico de motoritas y automóviles vetustos y compactos con el guía a la inglesa y nos estacionamos en un solar descampado junto a otros camiones igual de avejentados.
Hice una inspección ocular de 360 grados desde la altura privilegiada del camión y no vi a nadie que llamara la atención ni mostrara un letrerito procurándome y pensé frustrado, ¡coño, esto no se acaba!
Alcancé a tiempo a mis amigos estudiantes que ya se montaban en un taxi sin rotular y les dije que el pasaje iba por mí. Arrancamos hacia el campus de la Universidad de Cape Coast abandonando el centro urbano e internándonos brevemente en una carretera similar a la que nos trajo hasta que, como un espejismo, se presentó el predio universitario.
El campus parecía trasportado de contrabando de algún país desarrollado, limpio, amplio y con edificios modernos. Le pagué al taxista y mis amigos me llevaron hasta el anfiteatro donde, según supieron, ya el congreso trabajaba luego de ser inaugurado por el presidente interino del país, quien ya se había marchado.
Al llegar a la puerta del cónclave, intercambié direcciones y promesas de escribirnos con mis guías, me identifiqué en la mesa de inscripción y de inmediato fueron a buscar a los líderes de la NUGS quienes llegaron en pareja, azorados, caminando a toda prisa y manoteando desde lejos.
–Where have you been man!?, we’ve looked all over the bus station for you!, me dijeron a manera de excusa y en tono de regaño.
Les empecé a narrar el viaje, y estallaron a reírse, a agarrarme por el hombro para no caerse de la risa, reventando sus carcajadas contra el eco de aquel vestíbulo amplio y repitiendo cosas que no entendía para nada.
Imagino que vieron mi sonrisa despistada y se controlaron luego del ya clásico, “please speak slowly”.
–You came in the Tro-Tro man, that is a very, very popular transport, for the poor people!! You must have missed the Inter City Bus Station, with very comfortable buses”, dijo el que parecía guitarrista de soul/funk afroamericano y que luego supe, presidía la organización.
¡Al fin entendí el motivo de su alborozo! Mi inesperado viaje en Tro-Tro fue la noticia interna más comentada del congreso estudiantil hasta convertirse en una leyenda entre los amigos ghaneanos, quienes en mis visitas ulteriores siempre lo rememoraron con sus magníficas risotadas de saludo.
Julio de 2010