Una perspectiva enamorada: sobre Antología del Olvido de Eugenio Ballou
En 1987, cuando la epidemia del SIDA estaba en su momento más terrible, algunos amigos de los muertos, para no dejarlos en el olvido, sin honor y sin duelo, comenzaron un proyecto de memoria que se llamó The Names Project. La idea era escribir el nombre del muerto en un retazo de tela, que se unía a otros retazos y a otros nombres, para formar una colcha, al modo de los quilts de las viejas artesanías indígenas. Aquí cerca, en el Morro, en los años 1990, se desplegó un quilt que recordó y enlazó los nombres, y las historias particulares, de aquellos muertos, formando, de trozos de memoria, una memoria colectiva.
Disculpen que comience con una nota triste la presentación de un libro luminoso. Es que La Antología del Olvido de Eugenio Ballou es también un quilt contra el olvido y un proyecto de nombres. Ballou ha seleccionado fragmentos de texto (que comparte raíz etimológica con textil), los ha rescatado del olvido, y los ha enlazado, sugiriendo, como en un quilt, patrones que guían el ojo, contrastes que lo sorprenden, o armonías que lo deleitan. Como un quilt, la antología nos brinda una imagen colectiva, de un periodo fascinante de nuestra historia, sin disolver los fragmentos, ni cancelar las particularidades en una única narrativa de poder.
¿Cómo clasificar este libro extraordinario? ¿Se trata de una antología histórica o literaria? Seguramente, ambas. Lo que hoy quisiera es tantear, aunque me meta en líos con el gremio, cómo la Antología del Olvido dialoga con muchos de los debates que han ocupado a los historiadores en las últimas décadas.
En su prólogo, Ballou, explica sus principios de selección: me propuse exclu(ir)… (los) grandes sucesos históricos, la política partidista y los desastres naturales… (y) dirigir la mirada hacia aquello que la historia había pasado por alto (de aquí uno de los sentidos del hermoso título) lo pequeño, lo raro, lo marginal, lo perecedero; y con esos materiales construir una imagen múltiple del periodo estudiado.
El grueso de los documentos que recoge la antología está escrito en tono menor. Leyéndolos, nos parece escuchar a un abuelo dicharachero, y no a un burócrata puntilloso, contando anécdotas de lo vivido, más que registros de lo observado. Muchos textos están en primera persona; casi todos poseen una inmediatez que los vivifica y una emoción que contagia al lector.
Hay ecos de Manuel Fernández Juncos quien, como Ballou, era editor, que es decir buscador de tesoros escritos, y de quien decía Concha Meléndez (no sé si leería a Walter Benjamin) que salía a pasear a la caza de sus temas. Ballou recupera, para fortuna del lector, textos variados, como variados son los retazos que componen un quilt: informes periodísticos que reportan hechos, y trozos de poemas que expresan intuiciones; anuncios comerciales que describen mercancías, y artículos de revista que critican actitudes, estampas de lugares queridos o temidos, relatos biográficos y recetas de cocina, que abren (o cierran) el apetito.
Yo voy leyendo esta variedad tan tremenda de textos, distintos en formas y contenidos, y que parecen cazados en paseos aleatorios, y voy pensando en las tradiciones historiográficas que nos iba legando el siglo XX hasta que, en sus postrimerías, cayeron bajo ataque. La historia marxista, se dijo entonces, reducía el pasado a los factores económicos; la social, a cifras de población y comercio; la liberal, a la marcha del individuo en ciudades y parlamentos. Cada una, a su manera, se empeñaba en una historia sistémica, coherente, buscando patrones universales. Tendían a encajar los sucesos en un orden rígido, enfilándolos hacia un futuro final y mandatorio. Eran historias totalizadoras y, por eso, un poco totalitarias.
La historia era más compleja, con más partes; tenía ideas, emociones, personalidades; sufría accidentes, y gozaba de buena o mala suerte. Cuando se cuadraba en una línea narrativa, cuando se sometía a una gran explicación, tendía a tornarse ideológica, y acababa, engañosa, al servicio de intereses. Había que bajar de las generalizaciones; dejar de imponer a la trágala el sentido, y de torturar en la cama de Procrusto, estirando o picando sus cuerpos, a gentes desmedidas, de carne y hueso.
Pero la tarea no resultó nada fácil porque, después de todo, historiar es explicar. Sin causas, sin estructuras, sin el orden narrativo del origen, el desarrollo y el final, ¿cómo crear o atribuir sentido a los sucesos? ¿No era indispensable la teoría para guiar la investigación?
Creo que Ballou elaboró su antología a partir de una reflexión profunda de estas espinosas preguntas. Pero no hay que temer. Esta antología es muy divertida, y si los engorrosos (y fascinantes) debates teóricos aparecen, informando la solvencia literaria, estética e histórica del editor, lo hacen como las puntadas invisibles que unen los trozos de un quilt bien hecho. Aquí no se ven las costuras. Pero de que las tiene, las tiene.
¿Cómo evita el editor que su selección y su registro congele lo que es líquido, que sus sentidos disuelvan la contradicción, que su organización enderece lo que es curvo? Hay varias estrategias, que anticipa el prólogo, pero me quiero detener en la que me parece fundamental: la pluralidad.
La Antología del Olvido trae a la mente la imagen de una pintura cubista, que presenta a la vez, dentro del mismo marco, varias perspectivas, retando la noción de que no pueden ocupar el mismo espacio, al mismo tiempo, visiones de diferentes de las cosas.
Las diferencias de perspectiva no son mutuamente excluyentes. Pueden convivir porque no resultan de diferencias de opinión o creencia, sino de punto de vista. Se mira el mismo el mundo que mira el otro. Como se mira desde distinto ángulo, se le ve diferente. Pero una visión no cancela la otra.
La Antología es un estudio en el contraste de perspectivas, que Ballou combina con travesura, con ironía, y a veces, con generosa maldad. Los fragmentos de textos chocan, y al chocar saltan chispas, chispas de entendimiento. Por ejemplo, la primera parte de la antología se dedica a textos biográficos de puertorriqueños clasificados como raros, con la ironía que atraviesa, desde el título, toda la antología. Pues, así como no puede antologizarse el olvido, difícilmente puede lo raro –que implica diferencia– constituirse en categoría.
Uno de los raros, Diplo, explica, en un segmento autobiográfico, que fue obligado por las circunstancias a ser pelotero, locutor, cajero y, tras leer el libro Los milagros del parto, ayudante de comadrona. En ningún trabajo duró y, como era muy nervioso para robar, decidió pasarse al teatro y dedicar su vida a contestar la pregunta ¿por qué ríe la gente?
A esta autobiografía gozosa de Diplo, le sigue la dolorosa, del comunista Juan Sáez Corrales, quien narra su epifanía de homo sovieticus (como diría la nobel Svetlana Alexievich, indisputada maestra del fragmento). Cito los acápites de Sáez: Yo era uno de los niños tristes; Mis sueños de estudiar tronchados; A los 15 años me sentía viejo; Cortando caña me puse en contacto con el movimiento obrero; Al fin logré una explicación lógica del mundo.
A pocas páginas de distancia aparece un segmento biográfico de Hernand Behn, escrito por Roberto H. Todd. Si la de Diplo es una historia de rags to risas, la de Behn es, al modo de rags to riches, una oda al trabajo, a la invención industrial y a la inversión capitalista, en empresas telefónicas internacionales e inmobiliarias sanjuaneras. (Yo, cuando acompaño algún turista español al Condado, me monto en el carro del progreso, le enseño la Casa Mora de los Behn –que Dios proteja de los desarrolladores– y le informo, muy lirondo, que desde aquí le llevamos el teléfono a la península.)
Qué contrastes entre estrategias de vida: una remite a la lucha de clases, otra, al progreso liberal, y la de Diplo, a la risa teatrera, a procesos culturales que implican un cuestionamiento anti dogmático de las dos primeras. No hay valoración (expresa) del editor, más allá de imponerse la loable meta de complicar las cosas.
Hay contrastes de paseos. Miguel Guerra Mondragón va en 1913 a la plaza de Armas y espía las conversaciones de los paseantes: unas mujeres hablan de la igualdad del régimen americano y de cómo no se hubiesen graduado de profesoras en los tiempos de España. Pero van vestidas como una ambulante exposición de colorines… empingorotadas con lo último que trajo el comercio y, al pasar frente a unos americanos, provocan sus risas.
Dos perspectivas, y una lección de Sociología: del lado de las empingorotadas, el acceso igualitario de la masa a los bienes de consumo; del lado de Guerra, las normas del buen gusto, y las leyes suntuarias contra la vulgaridad, con que el autor pretende controlar la circulación de los bienes de prestigio. Y, de refilón, de soslayo, una lección sobre la historia política de principios de siglo, pues quedan retratadas las diferencias entre el esnobismo de la patricia Unión y el parejerismo del igualero republicano.
Al pasar la página, vamos de la plaza de Armas al Parque Borinquen (del que para desventura de la ciudad, sólo queda un fragmento, que mal llamamos el parque del Indio, por una estatua, de mal gusto, que puso el Club Rotario). No sólo vamos de un parque a otro, sino de una a otra forma de pasear. Guerra, paseando en Armas, revela los propósitos modernos, casi parisinos, del flaneur que va a la plaza a exhibirse (aunque, dice Guerra, les falta elegancia) a mirar (aunque todo es feo) y a escuchar la orquesta (aunque siguen parloteando mientras suena Wagner).
El paseo de Ribera Chevremont en el Parque Borinquen muestra otra cara, también moderna, del paseo. Chevremont va al parque buscando un refugio contra la neurastenia, contra el foco de ambiciones que nos rompe los nervios. Bajo las palmas maternales, frente a las lejanías azules, con el yodo del mar y las duchas de aire libre se olvidan los trajines, se alivian las angustias. Aquí tenemos una nueva concepción del mar y de la playa. Antes, en tiempos de España, era lugar de trabajo, de estibadores y pescadores, de transporte marino y defensa naval. Pero ahora, comenzando el siglo americano, la playa y el mar se vuelven lugares de reposo, de contemplación, de diversión o de sanación del cuerpo. El mismo contraste aparece, varias páginas después, en un artículo que compara los domingos del Viejo San Juan y los del Condado.
La sección sobre los paisajes es una de las más breves, y más bellas, de las nueve que forman la antología. La leo, y voy vislumbrando los hilos que guían la selección y el montaje; pero no sé, a lo mejor es cosa mía, del lector. Los primeros textos, pienso, son variaciones de la teoría climática, que desde tiempos de Herodoto, buscaba las correspondencias entre las diversas gentes y sus distintos paisajes o latitudes. Se trata del determinismo geográfico sobre los modos de ser de los pueblos, lo que nos mete en otra narrativa, la de la identidad étnica.
Aparece un texto de Antonio S. Pedreira, una variación de la plácida barquilla, sobre la mansedumbre del paisaje y del país. Otro, de Margot Arce, describe un paisaje que pica, con sus estallidos de color y con sus abruptos cambios de topografía, negando al habitante el sosiego indispensable para meditar. Un paisaje en nada sublime, distinto a la inmensidad de la Pampa o de la llanura manchega, que reconcentra el espíritu y vuelve al hombre filósofo y meditabundo.
Le sigue un texto de Luis Palés Matos sobre el paisaje árido y caliente del Sur. Allí la yerba es corta y amarilla y triunfa la espina y el guayabo cimarrón –como triunfa, entre los habitantes, la indolencia y la desidia. Entonces, el palmetazo de lluvia despierta el verde en espejismo vegetal, y el habitante taimado, como el paisaje tras el chubasco, se da a violentos estallidos de la pasión.
A estos fragmentos maravillosos, sobre la relación entre el paisaje y el ser, le siguen dos textos que producen un cambio radical. Inés Mendoza nos habla de los jardines de la Fortaleza. Quizá Ballou escogió el texto por lo lindo que es, y lo encajó aquí, incómodamente, porque era donde mejor cabía. Pero a mí se me antoja que este texto está aquí para contradecir los anteriores, con ecos de Humboldt. Porque este paisaje es jardín, cultivo, artefacto, producto humano. Si en los primeros textos el paisaje hacía al hombre, aquí es el hombre, o mejor, la mujer Mendoza, la que hace su paisaje. Y, de refilón, después que describe el jardín hundido, doña Inés habla del jardín del balcón del tercer piso, un jardín que sembró en latas y cacharros, donde se le daban muy bien los rábanos.
Así llegamos al último de los paisajes, y finalmente divisamos, como Pirulo, el mar. Todos los paisaje hasta ahora han sido de tierra adentro (algo muy raro, si es que vivimos, como dicen algunos, en un archipiélago). Sólo al final se mira el mar; y el que se mira, en un texto de René Marqués, es un mar de amenazantes olas y peligrosas corrientes.
Así, en el mar enemigo, terminan los paisajes. Pero no terminan. Me dejan pensando que, a veces, es más importante lo que se calla, que lo que se dice. ¿Cómo es posible que en una selección de paisajes de las primera mitad del siglo XX no aparezca el cañaveral, si entonces cubría a la isla la dulce gramínea? ¿Fue que nunca, o poco, se celebró la agricultura comercial y centralizada que creó el espectacular mar de cañas? ¿La ausencia o falta es del poeta, del editor, o del país?
Con sus fragmentos de historia cultural Ballou ilumina los códigos de significación de ropas, paseos y paisajes. Muestra los sentidos cambiantes, en el tiempo, de objetos y prácticas culturales y hace mella en los sentidos únicos, que fundan la gran historia.
Y cuánta riqueza puede encerrar la pequeñez de un fragmento. En una nota de 1945 sobre la práctica del besuqueo, aparece la guerra (es un beso de soldado), el género (a una muchacha que recién trabaja), el automóvil (la seducción coge pon), el cine (donde se aprendieron los besos de largo metraje), y la moral y la americanización (pues las mujeres de nuestra raza, lamenta el autor, habían tenido, hasta ahora, buenas costumbres). Y todo esto, en par de oraciones.
Para sacarle sus efectos, debe leerse esta antología en el orden del editor. Pero yo, por yaucano, y por seguir hablando de la americanización y de los automóviles, salto cien páginas y me voy a Yauco, donde un jíbaro otea, a principios de siglo, el primer carro importado a la isla. Lo compara desfavorablemente con su yegua –que sabe, solita, el camino a su casa– y dice que es cosa de americhuchis. Este jíbaro –según implica el autor, Rafael Gatell– es lo que de verdad seríamos los puertorriqueños, si no fuera por las malas influencias de los americanos. Y así, el jíbaro, nuestra identidad de museo, nuestra utopía arcaica, nos expía de culpas por los males de la modernidad (y por los besuqueos en el Chevrolet).
Pero sigo leyendo, y me encuentro con un jíbaro de Luis Lloréns Torres que, mirando a los modernizados, atisba su tendencia a la masa. Ve cómo que se ponen de acuerdo pa ser tos iguales… como de una colmena o de un palomar… que parecen cosas artificiales o de maquinaria. Entonces dudo, quizá esta identidad jíbara no sea tan de museo, ni tan expiatoria, quizá tenga fuerza auto crítica. Pero paso la página y leo, en Tomás Blanco, sobre la aparición y plasmación del jíbaro prototípico… en la remota y pre auroral hora del alba de la patria y me siento de nuevo en la colmena y en el museo. Se me complica la interpretación del jíbaro. Cuando cierre el libro, lo seguiré pensando.
La Antología del Olvido es un texto vital y profano, tejido con fragmentos rescatados de los olvidos, que es decir rescatados de las desmemorias del poder y de sus índices de libros prohibidos. Mas, lo verdaderamente extraordinario, es que no los sustituye por otros índices ni por otras memorias con vocación hegemónica, sino por la pluralidad profana de los múltiples puntos de vista. La antología planta dudas, queda al lector resolverlas. Good luck!
Al llegar al final, al lugar de las conclusiones, encontramos el artículo de un médico salubrista sobre el mal estado de las letrinas del país. Así, con un texto titulado Deyecciones humanas en el lugar del broche oro, se cierra el libro.
La Antología del Olvido muestra y no demuestra a Puerto Rico. No brinda una visión para Puerto Rico, sino una visión de Puerto Rico. Lo muestra, como el quilt de The Names Project mostraba aquellos muertos, en las memorias múltiples de sus pequeños heroísmos y sus pequeñas tragedias, que a veces se sumaban en proyectos, pero nunca se totalizaban en dogmas.
Ballou tiene la mirada penetrante del sociólogo y el oído agudo del crítico literario, pero ni concluye, ni receta. Con ironía, con inteligencia, y con un gusto irreprimible por lo bien o bellamente escrito, nos muestra a Puerto Rico como un amante, desvelando sus molleros y también sus verrugas. No brinda, sobre el país, la visión de un líder. Pero sí brinda la visión de un enamorado.
Nota:
Este es el texto leído por el autor en la librería Laberinto, del Viejo San Juan, el 4 de octubre de 2018 durante la presentación que realizó de la Antología del Olvido (Puerto Rico 1900-1959), de Eugenio Ballou, Folium, 2018.