¿Una religión atea?

Amarillas primaveras. Acuarela de Francisco José Ramos.
A la memoria de Luis Oscar Gómez
Un destacado libro del reputado erudito y orientalista alemán Helmut von Glasenapp, «El budismo y la idea de Dios» (Buddhismus und Gottesidée, 1954) fue traducido y publicado en nuestra lengua en 1974 con el título El budismo, una religión sin dios. En la portada también se destaca: «El más importante de los estudios sobre el ateísmo budista». Cabe preguntarse si es acertado referirse al ‘budismo’ o, mejor dicho, a las enseñanzas del Buddha Shakyamuni (563/480 – 483/400 ac) como una ‘religión atea’. En lo que sigue expondré sobre este asunto sosteniendo que lo más acertado es referirse a esa Enseñanza (Dhamma en pali, Dharma en sánscrito) como una filosofía no-teísta, explicando este término y abundando en los conceptos de religión y filosofía.Afirma Glasenapp que a diferencia «de la mayoría de otras religiones, [el budismo] cree, en verdad, en la existencia de una gran cantidad de dioses perecederos (devas) y hombres divinos (buddhas) y en un orden cósmico moral (dharma), pero niega con decisión la existencia de un creador y gobernante eterno del mundo.» A la luz de esta afirmación es necesario precisar que al referirse a los buddhas como «hombres divinos», se está aludiendo al carácter de santidad y purificación mental que alcanza un buddha, es decir, aquel o aquella que ha despertado a la talidad de lo real, a lo real tal cual, habiéndose compenetrado, por sí mismo, con las condiciones de la existencia hasta dar con lo incondicionado o con lo absoluto, bien entendido, como lo real que, en última instancia, está absuelto (absolvo: soltar, desatar), vacío, libre de sí o de aseidad.
También es necesario matizar que de las enseñanzas del Buddha se desprende, no tanto un «orden cósmico moral» sino el entramado sin principio ni fin del mutuo condicionamiento de los fenómenos (dharma, dhamma) que conforma el devenir o samsāra. Estos fenómenos son las acciones (karma, kamma) que con mayor o menor grado de intencionalidad e intensidad componen la existencia. Esto implica que las consecuencias de lo que se dice, piensa y hace con el cuerpo son ineludibles e insoslayables en función del energetismo singular de cada forma de vida y de la experiencia en común de las interacciones.
Puede afirmarse que son innumerables las vidas que se ponen en juego con el despliegue de la mente-cuerpo, a tono con las pasiones, afectos y adherencias de una determinada fuerza vital o un particular tiempo de vida, el cual siendo único, irrepetible e irrevocable, resulta inseparable de la íntegra actividad del universo. Se entiende así que todas las formas de vida de nuestro planeta son igualmente súbditas o huéspedes del Cielo y de la Tierra. En este contexto, se puede evocar una hermosa sentencia de Heráclito (DK. 30): «Este cosmos, el mismo para todo, ni dios ni hombre lo ha hecho, sino que siempre ha sido, es y será, fuego siempre vivo, que se enciende y apaga según medida.» Según enseña Buddha, ese «fuego» es la combustión del deseo, del ansia de existir y del anhelo de entender (o desentenderse de) lo que se padece, de la verdad del sufrimiento y de la insatisfacción. Esto ocurre en medio del mayor o menor apego a la ignorancia o entendimiento de lo que significa ser-tiempo, es decir, nacer, vivir y morir. La «medida» de esa combustión consiste, justamente, en la responsabilidad de las acciones que corresponden a la forma de vida de cada cual. Asunto este que también se recoge en otra sentencia de Heráclito (DK. 119): «El carácter del hombre es su destino.»
Un aspecto que hay que destacar es el que los dioses son perecederos. Aunque esto no es exclusivo del budismo, pues también se reconoce en el brahmanismo, como nos recuerda Glasenapp, lo cierto es que en la tradición budista este asunto se radicaliza, pues no se reconoce a un ser o realidad substancial, ni a un Dios creador y absoluto regidor del mundo (Brahman).[1] Se sostiene que el despertar depende de la rectitud del entendimiento, el pensamiento, el lenguaje, la acción, el esfuerzo, la forma de vida, la atención y la concentración o el recogimiento (samadhi). Esta rectitud es la del llamado óctuple noble sendero, el cual conduce al reconocimiento de lo real. De esta manera se solapan la ética (a distinguir de la moral en su sentido normativo o prescriptivo) y la ontología en tanto que investigación de lo real, de lo que está siendo (a no confundir con la concepción metafísica de un fundamento último y trascendente de los fenómenos). Como afirma Nagarjuna (aprox. 150-250 dc): «El destino del mundo depende de causas y condiciones. Por esta razón, el sabio no se apoya en los dioses.» Puede, en consecuencia, afirmarse que estamos ante una filosofía no-teísta, lo cual se distingue del ateísmo en que no niega a la divinidad, pero tampoco se acepta que las acciones estén subordinadas a un dios o a los dioses, pues se entiende que las deidades o devas se ocupan de sus propios asuntos, regocijados como están en su divino resplandor y gozo de existir, hasta que les sorprende la muerte.
El ‘budismo’ no es una religión, pero cumple una función religiosa, como casi todas las filosofías antiguas de la India y Grecia.[2] Esta función atiende, de una parte, la condición humana del desamparo, en tanto que animal hablante y consciente de sí mismo; y de otra, implica la devoción a un ámbito de lo sagrado que puede ser sobrehumano, pero no necesariamente sobrenatural. Este ámbito implicaría a los muertos, ancestros, sabios o, en su caso, a lo divino. Se trata de una fuerza vinculante (religio), cuyo trasfondo nos remonta a la prehistoria, a los homínidos del Neardental y a el antecesor del homo sapiens que es el Cromañón. No hay, que yo sepa, un término equivalente en griego a la religio latina, pues las deidades helénicas son figuras mítico-poéticas inseparables del proceso auto-regulador de la naturaleza.[3]
En la India el término Dhamma o Dharma se traduce con frecuencia por ‘religión’, pero más precisamente significa, como ya se ha dicho, Enseñanza. Lo más cerca de esta acepción en la Grecia antigua es el concepto de λόγος (logos), tal como lo expone Heráclito. En este sentido, lo más correcto es hablar de la Enseñanza o las enseñanzas del Buddha. Sin embargo, a diferencia de otras tradiciones filosóficas en la antigua India, las enseñanzas del Buddha se extienden por el extremo oriente y se arraigan en las más diversas culturas, hasta asentarse en Europa y América, a partir de los años ’60 del pasado siglo. Esto explica su arraigo popular y su actual presencia mediática, pero también su interés para el mercado cultural del capitalismo, así como la tendencia a deificar a la figura o imagen del Buddha. No se puede perder de vista el aspecto institucional del budismo, sus vínculos con las estructuras de poder de las naciones-estados de Asia, su lucha por la emancipación de la colonización europea.
Lo anterior atañe principalmente a la época moderna. El buddha Shakyamuni expresó antes de morir, según recoge la tradición, que su sucesor no puede ser otro que la propia Enseñanza, la cual no depende de que haya o no buddhas en el mundo. Por el contrario: puesto que hay la Enseñanza, aparecen hay despertar. Se trata de una Enseñanza que apunta directamente a lo real, y que cada uno tiene que comprobar por sí mismo. De esta manera, la comunidad o sangha que el Buddha funda, debería persistir y perseverar sin su fundador. Dice el Buddha a su querido discípulo, sobrino y más cercano asistente: «Ananda, sé una lámpara para ti mismo, sé tú mismo tu propio refugio, no busques fuera de ahí otra ayuda.»[4] Este sí mismo no debe confundirse con el ‘yo’, vivencia empírica que tiene una necesaria función neurofisiológica, pero no una realidad substancial. El sí mismo nos refiere a la experiencia singular de la mente. Se lee en un importante pasaje (Anguttara Nikaya, I, 9-10): «la mente es luminosa» (pabhasaram cittam). Una luminosidad que persiste intacta, aún en medio de sus anhelos, ofuscaciones e ignorancia de su propia potencia que es tan fugaz como infinita.[5] Por esa razón, cabe afirmar que cuando la mente se aclara el universo entero se clarifica.
Ahora bien, si por ‘religión’ se entiende un «conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de temor y veneración haca ella, de normas morales para la conducta individual y social, y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para dar culto a esa divinidad» (diccionario de la Academia de la Lengua Española), entonces nada más ajeno a la ‘religión’ que las enseñanzas de Buddha. No hay en ese corpus, cuya más antigua transmisión se recoge en los sesenta volúmenes del Canon Pali, veneraciones, oraciones ni sacrificios; tampoco hay una teología ni una concepción sagrada de la escritura en tanto que palabra revelada por un Ser o Entidad trascendente y sobrenatural.
El budismo es una experiencia filosófica y una práctica de la sabiduría, que no se reduce a una teoría especulativa ni a una concepción de mundo. Para valernos de la terminología tradicional, se podría afirmar que es una filosofía racionalista, de corte pragmático, sostenida por un empirismo radical, y de un potente realismo muy cercano a la sabiduría de Heráclito y a las enseñanzas de Pirrón de Elis, con la advertencia de que ésta no debe reducirse al escepticismo académico. No obstante, esto no es suficiente para su caracterización, y se corre el riesgo de embarcarse en la tarea de una filosofía comparada que, a mi entender, ya ha dado lo mejor de sí. También hay que añadir que entre los más distinguidos estudiosos se ha cedido con frecuencia a la tentación de traducir a categorías europeo-occidentales formas de pensamiento que, como del budismo, el hinduismo y el jainismo, las desbordan. Un buen ejemplo de esto son las variadas lecturas interpretaciones que se han hecho, al menos desde el siglo XIX, entre los del nirvāṇa o nibbāna.[6]
Hay que afirmar de manera contundente que con el ‘budismo’ se lleva a cabo la culminación de una experiencia filosófica y el perfeccionamiento de la sabiduría. Esto es lo que significa la expresión sánscrita prajñāparāmita, concepto que da lugar a una vastísima literatura en la India, China y Tibet, pero que se recoge con una belleza, brevedad e intensidad sin igual en Prajñāparāmita Sutra («Discurso de la Perfección de la Sabiduría», conocido también como «Sutra del Corazón»). En efecto, estamos ante una Enseñanza que realiza o lleva a cabo el reconocimiento de las condiciones de la existencia y, desde ahí, la posibilidad de su rebasamiento y la evidencia de lo incondicionado. No otra cosa es la práctica. Se trata de una práctica de lo infinito, por así decirlo, pues como dice Dōgen Zenji (1250-1253): «El despertar nace con la práctica, por eso no tiene fin. La práctica nace con el despertar, por eso no tiene comienzo.»
Se constata que los fenómenos, sin excepción, no existen en sí ni por sí mismos, pues son interdependientes y ajenos a una entidad permanente e idéntica a sí (sea el alma, Dios, o la Naturaleza). Se constata que tampoco están ellos sujetos a un fundamento o principio originario que da razón de ser, sentido o fundamento a la existencia. De esa manera entra en juego la noción medular de vacío (śūnyā śūnyāta; suññā, suññāta). Se afirma que vacío es el mundo, vacía es la mente y vacío se está de sí mismo. Con la práctica de la sabiduría y con la noción de vacío como experiencia pura o directa de lo real, se disuelven de un plumazo el horror vacui y el horror infiniti, esas dos grandes fantasmas conceptuales de la civilización europea y de las culturas occidentales, las cuales tienen como zócalo el legado greco-romano y judeo-cristiano-islámico.
Vacío no es falta o carencia; vacío es plenitud, perfección, realización. Vacío tampoco es sinónimo de ilusión. La ilusión no está en las apariencias, en la realidad material y empírica de lo que se identifica como realidad.[7] La ilusión consiste —y de ahí la consistencia de la memoria y de los hábitos de pensamiento— en la percepción ilusionada y las disposiciones anhelantes con las que captamos y nos adherimos al aparecer y desaparecer de los fenómenos como si hubiese ahí una presencia perdurable e idéntica a sí. Una vez nos percatamos real y efectivamente de esa verdad, se confirma la pura inocencia del devenir, así como la fugacidad y multiplicidad infinita de lo que está siendo.
El vacío es el gran silencio en el que se habita, un «silencio» que, como rezan unos versos del poeta Roberto Juarroz, «es un templo / que no necesita dios». De esa manera se está en condiciones de desprenderse, incluso, del Buddha y de la propia Enseñanza (Dhamma, Dharma),[8] ya que tanto lo uno como lo otro están también vacíos de sí, de una entidad permanente y substancial. No hay ahí algo a qué aferrarse ni alguien para así hacerlo. «Vacío y libre», frei und leid, al decir del Maestro Eckhart, cuyo pensamiento es, probablemente, uno de los más cercanos en Europa a la sensibilidad del budismo, en particular el Zen.[9] Hay que insistir en que este ‘vacío’ no se puede reducir a una idea, imagen o concepto. Sólo un profundo entendimiento, no confinado a los pensamientos, sensaciones y sentimientos, puede alcanzar, llevar a cabo o realizar el vacío. No otra cosa es la práctica de lo infinito, la práctica de zazen. Concluyo con un poema de Dōgen, titulado precisamente Zazen:
La luna reflejada
En la mente luminosa
Quieta como el agua:
Aún las olas que irrumpen
Son el resplandor de su luz.
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[1] Véase al respecto otro medular estudio de von Glasenapp, La filosofía de los hindúes (1977), Barcelona, Barral Editores; y el que quizá sea el estudio más completo en español sobre el jainismo de Agustín Pániker, El jainismo (2000), Barcelona, Editorial Kairós. El primero puede encontrarse en la Red en pdf.
[2] Véase el magnífico libro de Pierre Hadot, ¿Qué es la filosofía antigua? (2000), México, FCE.
[3] Véanse al respecto, entre muchos otros, los libros: Los romanos de R. H. Barrow (1950), Mito y existencia de Ludwig Shajowicz (1963) y ¿Creían los griegos en sus dioses? (1983) de Paul Veyne.
[4] Cito del libro de T. R. V. Murti, The Central Philosophy of Buddhism (1955, nota 1, pág. 23). También se puede leer en Dhammapada, 12: «Uno mismo es su propio refugio. ¿Quién más podría serlo?»
[5] Remito al valioso libro de Walpola Rahula, Zen & The Taming of the Bull. Towards a definition of Buddhist Thought (1978).
[6] Léase con atención los estudios clásicos o seminales de Th. Stcherbasky, Buddhist Logic (1903/1930), el ya mencionado de T. R. V. Murti, y de K. Venkata Ramanan, Nagarjuna’s Philosophy (1975/1998).
[7] Esta posición de corte «idealista» es la que se sostiene en el libro Filosofía budista. La vaciedad universal (2012) de F. Tola y C. Dragonetti, Buenos Aires, Editorial Las cuarenta. Desde ella se desemboca, lógicamente, en la absolutización del vacío, corriéndose así el riesgo de intelectualizar y darle un carácter substancial a lo que es en realidad una experiencia pura y directa de lo real que está también vacía de aseidad o mismidad.
[8] «Os he mostrado cómo el Dhamma es similar a una balsa, que tiene el propósito, no de aferrarse a ella, sino de pasar a la otra orilla.» MN, 22, i 136.»
[9] Véase al respecto el libro de Shizuteru Ueda, Zen y filosofía (2004), Barcelona, Editorial Herder. En cuanto a Eckhart, hay una excelente traducción y edición de sus obras más destacadas en la Editorial Siruela: El fruto de la nada (1999), a cargo de Amador Vega Esquerra.