Una voz, una nueva voz: sobre las crónicas de Frank Báez
Para cuidarme el jardín
con Santo Domingo basta.
Su solemne do de pecho
pone intrusos a distancia.
Su agrio gesto de primate
en lira azul azucara
cuando borda madrigales
con dedos de butifarra.
Aquí contrasta Palés la retórica aceptada (“solemne do de pecho”) con la realidad social (“dedos de butifarra”). ¿Era o es así en realidad? Esta es una imagen discutible, pero, al menos, el poeta tenía razón en cuanto a que la formalidad (“madrigales”) y la retórica (“lira azul”) parecían imponerle una barrera a la expresión literaria de la hermana Antilla.
Pero desde hace algunos años tenemos, por suerte, escritores dominicanos que tratan de romper con esa camisa de fuerza estética e ideológica. Es en ese contexto en el que leí las crónicas de Frank Báez y es cuando se colocan en el mismo que, al menos para mí, estos textos cobran su mejor y mayor sentido y que adquieren su pleno valor artístico.
Constatamos este punto con el texto mismo. En una de estas crónicas, la que dedica al poeta Homero Pumarol, Báez nos da una de las claves para entender su propia obra y para valorarla. Recuerda un taller literario en el que él y Pumarol participaban y dice: “El poeta en cuestión [Pumarol] tenía algo que no tenía ninguno de los talleristas: una voz.” (200) Esa voz, una voz propia y nueva, es lo que el cronista mismo busca. Pero hay voz y hay voces. La que Báez alaba en Pumarol es la que rompe con la convención, con la retórica al uso, la que se atreve a ser original y propia, a pesar de las normas aceptadas. Pumarol tenía ese tipo de voz, según Báez, y Báez, aseguro yo, tiene también la suya. Postulo esta como la idea central de estas páginas. Valiéndome de ella intento leer este libro de crónicas donde se recogen dieciocho que versan sobre variados temas: memorias personales (“Karate Kid” es una joya), comentarios de la producción artística ajena (La dedicada al artista visual Tony Capellán le da título a todo el libro), recuentos de viajes (Bogotá y Trujillo son base para excelentes visiones de la realidad latinoamericana contemporánea) y rememoración de figuras de importancia en su vida, sobre todo la de su padre, son, en líneas generales, las coordinadas esenciales del libro.
Pero lo que más me atrajo de Lo que trajo el mar… es la voz que asume Báez en estos textos y de esa voz, su desenfado, su comodidad con los temas que trata, su aparente naturalidad. Pero no lo olvidemos, en esta voz hay siempre una retórica, pero esta no es la convencional o aceptada como norma, ni la azucarada y la melosa a la que apuntaba Palés. Es que como buen cronista, Báez nos da la impresión —recalco, impresión— que hace un estriptis de su vida y su personalidad. Pero la buena lectora recuerda las claves que el cronista va dando, especialmente cuando habla de otros escritores. Por ello, en un breve texto que aparece casi al final del libro, una nota sobre una biografía de Wislawa Szymborska, Báez cita a la gran poeta polaca y, al hacerlo, nos ofrece una clave imprescindible para entender su propio texto: “Confesarse públicamente es como perder tu propia alma. Hay que guardar algo para uno. No puede derrocharse todo.” (221) La confesión nunca puede ser completa —es imposible que así sea— y además, esta siempre se rige por una retórica, por unas leyes estéticas. Lo interesante de la retórica de Báez es que parece hacerse invisible, parece que no está ahí, que no existe.
Tras toparnos con estas palabras casi al final del libro tenemos que repensar las crónicas ya leídas desde la primera página. Y al hacerlo nos damos cuenta de que Báez es un maestro en el juego de las aparentes revelaciones, revelaciones que son, aunque no lo aparezcan, fórmulas retóricas, pero no a la vieja usanza. El juego de decirlo todo de sí mismo, de revelarse, de desvestirse emocionalmente, es un juego que, como nos enseñaban la gran encueratriz (adopto la hermosa palabra de mis amigos mexicanos) Gipsy Rose Lee y también el personaje de uno de los mejores cuentos de Javier Bosco, “Estriptis”, (“…curiosas, impertinentes, no va a decirles, es una sorpresa, ya verán”) tiene que dar la impresión de que lo revelamos todo, que lo decimos todo, aunque no es así; siempre se encubre algo; siempre se guarda mucho más para así atraer a los lectores; siempre queda una sorpresa, algo que se insinúa pero que no se revela por completo. Báez le da a sus lectores la impresión de revelarlo todo, pero es solo una impresión, un juego, pero uno lleno de un gran sentido del humor, humor que salva la crónica y al cronista, quien es también y sobre todo capaz de reírse de sí mismo. Es ese fino e inteligente humor lo que para mí distingue estos textos y le da al cronista una voz propia.
Recordemos que toda crónica tiene como punto de anclaje el yo del cronista. Este puede hablar con aparente objetividad de un hecho, de una idea, de un artefacto cultural, pero siempre lo hace desde una perspectiva propia y lo hace marcando y subrayando su presencia en el texto. Por eso el que se incluye en este libro sobre el escritor argentino César Aira o el ya citado sobre Tony Capellán o el comentario también citado de la biografía de Szymborska son crónicas y no reseñas ya que el autor se mete en el texto y recalca su presencia hasta hacerla parte integral del mismo. (Apunto como salvedad, pero no como justificación y menos como excusa, que a veces la reseña se puede contaminar de la crónica y es difícil distinguir una de la otra: ¡Mea culpa, mea culpa!)
El cronista, como ya apuntaba, emplea aquí un gran sentido del humor, pero un humor fino e inteligente, nunca obvio ni agresivo. Véase su magnífico texto “Derretidos” en el que se vale de la imagen de un plato dominicano, una especie de sándwich de queso, para ir presentando personajes de su comunidad. Pero lo que podría convertirse en un frío acercamiento sociológico —recordemos que el padre de Báez era sociólogo y que el autor le tenía una gran estima y un aprecio ejemplar— se convierte en una divertida secuencia de relatos, todos unidos por la imagen de los derretidos y así indirectamente ofrece ese efectivo retrato social del mundo dominicano. (Confieso que terminé de leer este texto con inmensas ganas de ir a la Barra Payán a comerme al menos un derretido, no nueve seguidos como el cronista dice una vez ingirió. Prometo que la próxima vez que visite Santo Domingo iré a esa cafetería a probar ese plato evocado e invocado con alegría y efectividad por Báez.)
En parte su nueva voz y su saludable actitud de desenfado y, a la vez, de desafío le vienen a Báez, creo, de su contacto con la cultura estadounidense, particularmente con su música. Esta hace acto de presencia en varias crónicas, especialmente en una donde cuenta de un concierto de Bob Dylan al que asistió en Chicago. Las referencias a la cultura norteamericana son frecuentes y demuestran que, aunque Báez es un intelectual y un artista profundamente latinoamericano, caribeño, el impacto de lo estadounidense en su obra y en su persona es marcado. Me aventuro a postular que Báez ha aprendido mucho del cine de Woody Allen. El impacto de la cultura estadounidense en general es tal que hasta hallamos en su escritura calcos del inglés. Por ejemplo, habla de “gatas en calor” (138) —traduce literal y erróneamente “in heat”; no dice “en celo”— y emplea la expresión “estábamos supuestos” (170) calcando el inglés “we were supposed to” y no “se suponía”. Hay expresiones tomadas del inglés como “leyenda urbana” (176) que también constatan su cercanía a ese idioma y esa cultura y la posible adopción de este concepto por nosotros; nada malo tendría así hacerlo pues creo que ya lo empleamos como parte de nuestro léxico.
Pero en general, el estilo de Báez es ameno y correcto, juguetón, y refleja una visión amplia de la cultura, una aceptación de la “influencia multicultural” (187) que también lo llevan a despegarse de una imagen dicotómica de nuestra cultura, tan típica de nuestro siglo XIX, especialmente del dominicano. Por ello no le teme al impacto de la cultura estadounidense y, a la vez, mira su cultura como el producto de un mestizaje amplio que no se limita a dos elementos: el español y el indígena, dicotomía tan particularmente peligrosa en su propia sociedad que tiende a olvidar o hasta negar el impacto de otros componentes culturales.
Esa apertura a otras culturas, esa ruptura con las interpretaciones limitantes de un ellos y nosotros, ese empleo del humor —siempre sutil y efectivamente manejado— desembocan en una alegría vital que hacen la lectura de Lo que trajo el mar… un deleite y un indicio de que las letras dominicanas ya rompen con viejos patrones y buscan nuevas rutas para presentarse de manera nueva e innovadora. Por todo ello saludo la aparición de estas crónicas de Frank Báez y, a la vez, me prometo leer todo lo suyo que caiga en mis manos, pero siempre agradecido del consejo del amigo gran conocedor de esas letras dominicanas y del encuentro fortuito y afortunado con el sabio librero lector que puso en mis manos este deleitoso texto.