Uneventful
I.
Te tiene que haber pasado, que de pronto una idea que creías perseguir te persigue de vuelta. Encuentras pistas en todas partes; en tus interacciones diarias, observaciones, tomas de acercamiento de tu ojo-cámara, sea en la fila del café o navegando en la babia ciberespacial de deriva y azar. Luego te entra el follón metafísico de que el universo tiene línea directa contigo, y de ahí te sientas a transcribir sus dictados en un texto con vocación profética.Así nacieron evangelios enteros, y antes de que la ciencia diera con el sello esquizofrénico, entramados institucionales de religión se formaron alrededor de las buenas o malas nuevas del profeta inspirado, adscrito al universo parlanchín que lo habría elegido para el noble rol de escriba.
Aquí es donde se dividen las vocaciones como si fuera el Mar Rojo del Éxodo; los y las poetas y demás creadores literarios se podrán dar el lujo de adjudicarle misterio a su conversación con el universo. Los otros, los de ascendencia intelectual, reprimirán el impulso a tomar nota de lo que una planta o una flor le dicten, y construirán, a manera de antídoto, su propio mapa bibliográfico para embutir todo “hallazgo” en la narrativa de la investigación seria.
Hace unas semanas recibí mensajes del universo con un cerradísimo acento australiano. El oráculo lo constituía una antigua facilidad industrial convertida en hogar y taller de artistas para la pareja que la vivía. Uno de ellos, el que empuñaba la línea de opinión más boquisuelta y controvertible (de esas voces expresivas que se sienten como ametralladora a los oídos, sin tiempo para recuperación entre tiro y tiro), me soltó la prenda aniquiladora del misterio australiano: “En este país no ha pasado nada; nos hemos tenido que inventar una historia de grandes épicas para tapar la banalidad de nuestro paso miserable por este continente invadido. En Australia, la realidad es que nos morimos de aburrimiento.”
II.
Los violentos ataques del 11 de septiembre exacerbaron la ansiedad de carecer de control sobre nuestras vidas. “No hay ruta de escape”, nos dijimos colectivamente. Cualquier itinerario humano, el que sea, por más prevención y cálculo de riesgo, enfrenta la amenaza del corto-circuito que enviará todo a la mierda. Muy a la griega, el mundo occidental respondió a esta devastadora toma de conciencia existencial con la proliferación de películas, literaturas y programación televisiva emplazada en universos fantásticos, justo en el límite entre la vida y la muerte, o incluso más allá. Vampiros, zombies, hombres lobos, fantasmas, brujos y brujas invadieron la imaginación de generaciones emergentes tanto como la de los que vimos a Jaws en estreno. En estas historias de horror fantástico, aunque el recurso sea asustarnos con tal o cual monstruosidad sobre-natural, la intención no deja de ser apaciguarnos, colocar la otra vida en el plano de la construcción literaria para devolvernos el sentido de control sobre la vida que ahora parece escaparse de nuestras manos. Que la amenaza más endemoniada respondiera al capricho de un giro de trama, y no a un juego geopolítico cuyas pautas permanecen invisibles y fuera de nuestro alcance, tenía, como aún conserva hoy, una función catártica.
Digo que volvimos al teatro porque el ágora ya no era un lugar seguro, habiendo sido implosionada por el terrorismo. Digo que terminamos huyendo a un universo fantástico en respuesta al monitoreo y vigilancia militar que también metió la guerra al interior de nuestros domicilios, cortesía de un estado empecinado en dar forma y legitimidad discursiva a todo un aparato contra-subversivo.
La muy sentida pérdida de control sobre lo propio también halló algún remedio de sublimación en el vuelco a los interiores domésticos como tabula rasa del diseño. De ahí la también proliferación de programas y revistas de interiorismo orientadas al público general, más o menos a partir de la fecha del 11 de septiembre. Si el espacio público ya no era seguro, y la casa menos, desde que estamos siendo vigilados extra-constitucionalmente, el consuelo vendría en formato de programa de empoderamiento ilusorio por virtud de cambios de pintura, nuevas alfombras, cojines y lámparas. Para completar la terapia anti-estrés, reclamamos control sobre nuestra celda panopticista, asumiendo entera responsabilidad sobre la operación de divulgación de nuestro universo privado, es decir, revelando lo más íntimo del ser en las redes sociales. No me tienes que torturar, yo te daré voluntariamente mis secretos, seas terrorista enemigo o sicario del estado policial.
Escapar del exceso de realidad, y de las ansiedades que colectivamente nos reforzamos unos a otros, en estampida histérica, no es nada nuevo. El Romanticismo ya se había inventado toda una nueva Edad Media reconfortante con ayuda de la historia, que para esa época andaba fundando naciones-estado o apalabrando supremacismos étnico-culturales. A diferencia de esta audiencia de antepasados, que se entregaban voluntariamente al mito, hoy nos sentimos emancipados de la imaginación por la certeza que produce la conciencia histórica.
Por más que una mirada a los historiadores hoy los revele hechos un manojo de nervios, e inseguros frente a tanto giro adoptado (social, cultural, emancipatorio, contra-factual, you name it), las audiencias contemporáneas son incondicionalmente esencialistas. Así pueden permitirse escapar a edades medias post-producidas sin pasar por el rucheo o los ataques de pánico del descoloque temporal, porque en el fondo confían en que la historia, tan casta como científica, les guiará de vuelta al presente con la linterna de la verdad.
No hay que ser gobernante caído en desgracia para consolarse con el estribillo común de la historia que lo reivindicará del huracán de opiniones del presente. Confiar en la historia, bajo sabrá Dios que fe en la prevalencia de la verdad, es la religión de más rápido crecimiento en el mundo.
III.
El 26 de enero es el 4 de julio australiano. Frente al incómodo vacío de evento fundacional de envergadura, dado que no hay en el arsenal de la memoria guerras de independencia, revoluciones o firma de tratados de incorporación/desincorporación, la fecha convierte el desembarco de ingleses en la bahía de la futura Sydney en el comienzo simbólico de la historia de Australia. Se podrán imaginar la magnitud de insulto con el que este encuadre identitario es asumido por una gran parte de las poblaciones indígenas, y por descendientes de europeos y otros grupos con capacidad para mirarse críticamente. Cada año, la prensa, y ahora las redes sociales, se hacen eco de la crítica a esta fiesta nacional. Se dividen los compatriotas entre los que exigen “to move on” del “lloriqueo de víctimas desposeídas”, (para luego soltar alguna joya como la de “coño, acaben de reconocer los grandes avances del hombre blanco, sin los que Australia sería un santuario de tiempos pre-históricos”), y los que devuelven el insulto rebautizando la fiesta con el definitivo “Invasion Day”. No lo he visto aún, pero me cuentan que hasta queman banderas australianas mientras la mitad del país come salchichas en barbacoas.
Los intentos de “sangüivinizar” el Día de Australia, con énfasis en pactos y consensos imaginarios con las comunidades aborígenes, no han tenido gran efecto en una fiesta que, en todo caso, sigue ganando objeciones y objetores cada año.
En un giro que aún me parece insólito, descubro que si en la arena de soberanías políticas los consensos nacionales australianos son terreno de disputa, en la celebración de la Primera Guerra Mundial, considerada la primera incursión militar de Australia contra un enemigo occidental, el país encuentra un vehículo común para celebrarse unánimemente.
Todo parece indicar que lo que la ficción política no pudo lograr, construir una nación de inmigrantes hermanados; la guerra, y su capacidad para suplementar masculinidades atrofiadas por la falta de soberanía, logró hacerlo, emparentando al subyugado aborigen y al blanco invasor con un mismo uniforme de soldado.
Una reciente visita al Australian War Memorial (AWM) en Canberra, me permitió intuir las maromas identitarias que construyeron esta versión todo-sonrisas de la Australia moderna. Lo que podría encallar en ambigüedades antipáticas al ponerse en palabras, queda contundentemente establecido en el territorio de la ciudad capital. Según dispuesto en el plan-trazado de Canberra, el AWM forma un eje dramático con la sede del Parlamento australiano, como si quisieran afirmar con urbanismo la existencia de un Plan “B” constitucional; si la democracia deliberativa falla, siempre quedarán las armas. De cierta manera, esta disposición compositiva recuerda las iglesias y alcaldías de nuestras plazas, antagonistas y a las vez aliadas; las dos caras de una misma violencia fundacional.
Se levanta el monumento sobre un sótano construido posteriormente, y que opera como museo y parque temático de la causa militar. Si el edificio histórico arriba es todo sobriedad neo-renacentista, en conmemoración a los soldados caídos, el sótano es ruido y saturación visual en clave propagandística, en un recorrido que progresivamente te lleva por la representación bidimensional, la vitrina-diorama que se observa a distancia, la recreación tridimensional de la guerra en plan inmersión total, con luz, animatronics y sonido, sin membrana protectora de cristal, culminando todo en la tienda de suvenires bélicos. Tuve la opción de escoger el equivalente austral del G.I. Joe que nunca tuve, en el uniforme del conflicto bélico de mi preferencia.
Salí de allí con ganas de matar. Debo suponer que el edificio cumplió su cometido.
IV.
El “hunk” de la pintura contemporánea australiana, Ben Quilty, es un tipo que recuerda a todas las estrellas de cine con abdominales y molleros que Australia le ha regalado al mundo — coteje la lista, son un ejército testotiránico. En el 2001, Quilty fue designado como el “official war artist” del Australian War Memorial, a diez años del 11 de septiembre aciago, siguiendo una tradición que desde la Primera Guerra Mundial recluta artistas con el fin de documentar los esfuerzos pacificadores, el insoportable eufemismo.
“Ben Quilty: after Afghanistan” es el resultado de la reciente excursión de Quilty, y que acabo de visitar en el sótano porno-bélico del AWM. El “hunk” aquí se arma de su reconocida pincelada neo-expresionista para representar cuerpos desnudos, dolorosamente retorcidos, en pose homoerótica, y a veces sado-masoquista. Las notas curatoriales, orientadas al público familiar, y el propio testimonio del artista tele-transmitido desde los monitores de la exhibición, matizaban con tiernas palabras lo que hubiera podido terminar en escándalo. El hombre hablaba de querer tener un vínculo íntimo, emocional, con los jóvenes veteranos de las guerras recientes que Estados Unidos se inventa, y a las que Australia va y vuelve con mucho entusiasmo, dado que en cada cuerpo mutilado el país parecer renovar su franquicia identitaria en la línea del “peleo, y luego existo”.
El vínculo emocional de Quilty incluía pedirle a sus soldados-modelos que se quitaran la ropa, y posaran por unas horas, en lo que él los interpretaba a lo macho, con brochazos de acojonante energía física que más que un testimonio a la agilidad marcial, eran horrífico recordatorio de la violencia de campo.
No tengo manera de saber si el macharrán Quilty está o no consciente de la intersección entre imaginación erótica y narrativas fundacionales, aunque yo no esperé para tomar por buenas sus puyas, que renuevan mis sospechas de una masculinidad australiana belicista e híper muscularizada (hubo vínculos históricos al movimiento del “muscular christianity” en Australia), que en realidad tiene un sesgo decididamente queer. A falta de relato científico de historia e identidad, Australia construyó un romance testicular que suplementa pornográficamente la racha de polvos soberanistas a los que el país no ha tenido acceso.
Quilty no es gay. Sin embargo, el otro gran artista incorporado a la muestra del AWM sí lo es. Tony Albert, artista queer de ascendencia aborigen, o el curador a cargo de encuadrar temáticamente su trabajo, hicieron lo imposible en esta exhibición, vincular la tradición guerrera de la Australia indígena a la retórica belicista de la Australia blanca, a manera de alianza.
La curaduría establecía el pedigrí guerrero del artista queer-aborigen, con estratégica evidencia de padre y abuelo veteranos, habiendo sido el último, prisionero de guerra, con destacado rango de héroe. Su trabajo aquí celebra el rol de soldados aborígenes en la defensa de una de las costas bajo amenaza de invasión japonesa durante la Segunda Guerra Mundial. En ocasiones, el ejercicio de Albert adquirió la forma de una campaña de promoción de la guerra orientada a niños de las comunidades de la Australia aborigen, con imágenes propias de sus tradiciones y juguetones elementos de ciencia ficción. Mi reacción fue visceral: “¿cómo carajos se puede celebrar la violencia belicista de blancos anglo-descendientes desde la perspectiva aborigen cuando esa misma violencia los oprimió y aún oprime?”, me dije.
Matizando mi estupor inicial, puedo hasta reconocer que en el contexto de la obra de Albert, que se asienta en su doble identidad queer y aborigen, su carnavalero homenaje a la guerra y al patriotismo australiano podría tener elementos de burla velada, o quizá, mejor aún, ser un reconocimiento del giro queer de una masculinidad nacional que insiste en suplementarse, porque antes que esencia se sabe hija de la retórica. Digámoslo de otra manera, Albert hace las paces con la artificiosidad de la identidad nacional, (y en realidad la de todas las identidades) subrayando lo que me dijera un mes antes el australiano boquisuelto, también gay, cuando denunciaba una historia que deliberadamente inventa tensión dramática, profundidad y colorido a falta de eventos concretos.
Si el artista heterosexual blanco y el artista aborigen queer han decidido pactar una misma intención de invisibilizar la violencia en la que se fundó Australia, o sea, si invasores versus residentes de hace cincuenta milenios pactan una tregua a partir de la falacia, quién soy yo, testigo ajeno a su historia, para denunciarlo, o imponer una objeción propia, a la que sin duda tengo derecho como sujeto artístico. El incidente, sin embargo, me deja con varias preguntas. ¿Será la violencia un no-evento? ¿Será la violencia un no-evento tan natural como aquello que hoy describimos en términos meteorológicos? ¿Será la violencia lluvia y escampado, abono de civilizaciones a ser tolerado? ¿Será la naturalización de la violencia desde el arte un recurso mucho más honesto que su celebración velada desde la historia nacional?
V.
Amazon ha decidido incursionar en el negocio de las teleseries con un gancho interactivo de lo más interesante. Apenas comenzado el año, lanzaron un puñado de episodios pilotos de series que interesan producir, a manera de “teaser” e incidental estudio de mercado. En esta guerra de “pilots”, ganará el que más audiencia (o descargas) tenga; ese es el reto que nos lanza Amazon. Los episodios pilotos que no conquisten el mercado del “word of mouth”, no llegarán a fase de producción. Quedarán, pues, como ideas abortadas por la propia audiencia. Se los vendo al costo.
Ya me enlisté en la audiencia de la serie inspirada en la novela “The Man in the High Castle” (Philip K. Dick, 1962). La premisa es deliciosamente contra-factual. Qué tal si la Segunda Guerra Mundial hubiera sido ganada por Alemania, y que se hubiera dividido a Estados Unidos como botín de guerra; una parte a los Nazis, la otra a sus aliados japoneses. Ya dijimos que los vampiros humanizados, entre otros personajes del universo sobre-natural, fueron nuestro vehículo para burlar a la muerte que nos amenaza en el espacio público (o en la casa), siempre en la mirilla del terrorismo omnipresente, sirviendo de conjuro del control perdido, que ahora se le cedería a un guionista delegado a nombre de todos nosotros, una especie de sacerdote letrado. El próximo paso, al cual las audiencias parecen haberse graduado, sería hacer de la propia historia, y su manipulación fantástica, el nuevo ansiolítico.
La contra-factualidad es un arma peligrosa, por eso es debatida con tanta pasión entre historiadores, siendo perseguida por algunos como si fuera pornografía en colegio católico. Y es que la mente contra-factual corre el peligro de dar con la falacia, no del relato que abiertamente se lo propone como tal, sino de toda la historia y de todas las historias.
Vuelvo al lenguaje, la literatura y el arte de contar. Hombres, mujeres y niños alrededor de una hoguera primigenia, experimentando la levedad kunderística de la existencia, el aburrimiento; conspirando contra él, imaginando un relato mucho más jugoso que la vida misma, que se les reveló anti-climática desde que se atrevieron a imaginar. ¿No son estos los mismos juegos de la memoria en los cuáles basamos naciones enteras y sus elencos de identidad? ¿No son esos pequeños ajustes a la historia y los olvidos voluntarios los que nos permiten convivir con nosotros mismos y los demás? ¿No nos debemos la paz a ese pequeño acto de violencia cotidiana?
Todo proceso político es cuento. Y las llamadas crisis de gobernanza, por más que me las ilustren como anomalías estructurales, son, en esencia, desgastes de efectividad narrativa. Procurar nuevas maneras de contar es una forma de asegurar los contenidos así como los soportes administrativos e infraestructuras sociales que le darían sustancia al acto de gobernar.
Démosle la bienvenida al cuentista. Reconciliémonos con su imaginación.
VI.
La patria puertorriqueña habla hoy en lenguaje “hipster”; su altar no es de aquel mundo de catedrales, sino de éste, en el que se pide café para llevar. No siempre fue así. Apenas quince años atrás, al cierre del milenio, no era el pequeño antro de café, sino el “lounge” coquero quién asumía la función del interior fundacional, o re-fundacional, presumiendo que las identidades patrias requieren puestas al día, en la forma de gestos apócrifos, cotidianos, alejados, casi siempre, de la monumentalidad.
Tamaña tarea tendrán los historiadores del futuro descifrando los conatos de identidad en este fin de siglo y comienzo de milenio, pues más que piezas de inequívoca singularidad, estamos hablando de gestos dispersos, diluidos, y probablemente tan efímeros como la paleta de materiales que los hace presentes. Busco a la patria en los interiores. Me cansé de buscarla en la ciudad.
El zeitgeist milenarista revalidó la patria mediante barras-destino, es decir, lugares de ver y ser visto que resumían la aspiracionalidad del cambio de siglo. La patria que ponían en evidencia no era la del reclamo de ser y estar, sino la de la escapada fantástica, el común deseo de no querer estar. El rol del interiorista en estos lugares de neurótica carga representativa era lograr una metáfora visual análoga a la música de fondo, que ahora subiría al primer plano acústico. Estamos hablando de una estética de infinitos, distancias sugeridas, indefinición, diálogos de color desorientadores, abolición de los límites de lo concreto.
Este estilo, que ha tenido varios nombres, fue parte de una tendencia internacional que tuvo su clímax alrededor de la crisis financiera global del 2008. En Puerto Rico, la tendencia co-existió con otras formas del interior temático.
La adopción de una tendencia internacional no tendría que darse bajo criterios de obediencia y subordinación a nuevos follones de aspiracionalidad. En todo caso, me interesa la forma en que el modelo importado entra en procesos de resignificación, que no siempre ocurren deliberadamente. La receta global adquiere su propio repertorio simbólico local tan pronto sale del puerto. Y en el caso de la barra-lounge, resalto la liquidez del interior que borra distinciones de pasado y presente en un mismo escenario de desmemoria; y que mide el éxito de sus formas en función de cuánta virtualidad presentista pueden conjurar. He ahí el manifiesto interiorizado de una actitud frente a la historia.
Si la causa de Vieques fue tratada como híper-memoria, encuentro de puertorriqueñidades múltiples, la nueva visión de patria con la que abriríamos el milenio fomentaría la dispersión, la sistematización del olvido. Bastarán dos cocteles fosforescentes.
El antro hipster, globalmente ejemplificado por el pequeño establecimiento proveedor de café, se ubica en el reverso del olvido, que es la creación de la falsa memoria y la pátina instantánea. Se prefiere un local con rasgos originales cuya re-imaginación estilística se esforzará en no esconder; al contrario, toda pre-existencia procurará destacarse como evidencia de continuidades históricas, (imaginarias, por supuesto). Pisos originales serán develados, capas de pintura celebradas, la madera reciclada revestirá algunas paredes, o tendrá función de tope, para saturar sintéticamente al presente con el pasado. Telas de saco, gráficas de “stencil”, corrosión natural o químicamente inducida, botellas viejas, pero sin caer en el simulacro temático, gritarán su “autenticidad”, como actrices de Girls predicándose feministas.
El punto focal del antro hispter será una pieza de naturaleza infraestructural, probablemente de acero, sacada de contexto, y sin lugar a dudas sobre-diseñada para fuerzas descomunales que nada tienen que ver con su nueva función retórica. Esta trama de pesos y transferencia de fuerzas, de viga a viga, o de viga a columna, interpretada en acero crudo o corten, que es el rey del interior hipster (seguido del acero galvanizado, y en casos dónde hay mayores presupuestos, el bronce, con algún acelerante de pátina), representa lo más conservador del ‘ethos’ hipster, que algunos insisten en designar como moda pasajera, incluso superada, mientras que a otros nos parece un quiste de difícil erradicación por la arraigada carencia que lo trajo. Se trata de la nostalgia por lo estructural y estructurante; por el paso del tiempo como una cadena de eventos; por una linealidad y jerarquía modernista perdidas. De ahí el hacer del artefacto de pesos y cargas estructurales retóricas el gran centro del salón, el talismán a cargo de sintetizar la pasión por una historia de intensidades épicas, de sentido y propósito. Hace falta un expreso doble para tener la conciencia debidamente porosa a esta hiperrealidad material, que irrumpe la escena en la era de máximo despunte del paradigma virtual.
Recobrar la dimensión perdida del etnógrafo, tratando el día de ayer, o el año pasado, como si fuera la expresión de una civilización perdida, es decir, con el mismo respeto y voluntad de estudio de sus detalles, me parece hoy una ruta de reconocimiento impostergable. Me resisto a explicar los hábitos como mera consecuencia de la moda, o de mandatos globalizados.
Si antes hubo grandes épicas, o el deseo de que las hubiera, hoy lo que queda son pequeños grandes momentos de intención que se entreabren tímidamente a la interpretación. Este pequeño universo habla, o más bien, susurra la irritabilidad que le produce saberse parte de una historia sin eventos. Quisiera ser saludablemente esquizofrénico para escucharlo.