Verdad, democracia y prensa: el semanario Claridad a sus 60 años
Como la mayoría de los puertorriqueños de mi generación, mamé en la teta multitudinaria de ese discurso acomodaticio, característico del muñocismo acendrado de los boomers que vino un tanto a más con aquella promesa de progreso, cuando esa palabra aún significaba algo, que el E.L.A. de Cuchín y Romero Barceló supo muy bien instilar junto con el debido miedo a los antagonismos reales generados por la desigualdad material. En aquél universo de valores, donde esa jaibería disfrazada de cordialismo familial modela típicamente las relaciones en un sistema que reniega de su condición colonial, se te perdona ser un oportunista y un arribista, aprendiz de político corrupto o aspirante a empresario diletante, apenas asoman algunos atisbos de decencia y criterio propio.
La persistente necedad de un prejuicio radica en que el conocimiento que viene a desmentirlo, de llegar, va a la zaga de los afectos y fidelidades que el primero cristaliza en la inconsciencia del que lo padece. Siendo así las cosas, queda la inercia del hábito y la costumbre, ese cascarón vacío de una forma de convivencia modelada por valores en los que ya no crees. Como cualquier otro, el prejuicio anti-independentista en Puerto Rico le debe su poder insidioso a su capacidad de hacer transitar al sujeto por el desfiladero de la ambivalencia semántica que activa esos dos afectos primordiales: el terror y la maravilla. Anuda así, en la ambigüedad maniquea que caracteriza la economía libidinal del prejuicio, una relación muy específica entre el sujeto y su realidad, en virtud de la cual el independentismo puertorriqueño ha sido el promotor de un populismo provincialista, al mismo tiempo que delata un elitismo cosmopolita. El independentista es, a la vez, un fastidioso aguafiestas y un hedonista consumado, un intelectual comemierda, a la vez que un vociferante come-fuego siempre presto al vandalismo, un moralista sin sentido del humor y un libertino desatado, un romántico idealista empeñado en cultivar un pasado nostálgico que nunca existió, a la vez que alguien que pretende corroer con sus ideas de avanzada las buenas costumbres y tradiciones, un enemigo feroz de las fuerzas del progreso que le dice que no a todo, a la vez que un iluso que aspira quijotescamente a una sociedad más perfecta.
Por mucho tiempo escuché, se entenderá, el eco fantasmal de los prejuicios típicos de mi generación, producto de esas conversaciones equívocas entre adultos, escuchadas de pasada, en donde las palabras independentistas, macheteros, subversivos, socialistas, bolcheviques, nacionalistas, ateos y comunistas, emergían cada vez con más claridad de aquél ruido blanco que se cocido en un caldo tibio de ignorancia y resentimiento. Pronunciadas las más de las veces en un ellos anónimo, que le impartía por momentos, a la conversación, una textura ominosa y grave, e impartiéndole los caracteres de la intriga, propias de una amenaza siempre inminente y que nunca se concretaba, del recuerdo de aquellas palabras que se fue sedimentando en mi memoria concluí, sin darme cuenta, que las mismas no podían ser otra cosa que sinónimos. En realidad no entendería, sino muchísimo después- cuando la cadena de relaciones desatada por esa confusión de conceptos fraguó en las profundidades de mis olvidos esa equivalencia tóxica y deformadora con que la ignorancia y la mitomanía habrían de impartirle una inflexión adulterada a la percepción de la realidad de generaciones de puertorriqueños. Incluso durante mucho tiempo, luego de darme cuenta de las diferencias y matices de significado, del sentido particular y la densidad histórica con que cada una de esas palabras cargaba.
No sé si esas fueron las razones que me llevaron allí, pero de seguro el documental sirve para recordar unas cuantas cosas y aprender muchas otras. Entre las que me ayudó a refrescar están: el continuo terror, tanto el instigado por el FBI (con el infame COINTELPRO) y perpetrado por las fuerzas estatales, como el perpetrado por efectivos irregulares, en el que están incluidos un largo etcétera de balaceras indiscriminadas, una de ellas contra un centro de cuido infantil (sí, así como lo leen, contra un centro de cuido infantil), el asesinato de uno de los hijos de Juan Mari Bras, así como la constante vigilancia, intimidación y el proverbial carpeteo al que fue sometido el personal del periódico, por ejercer su función de diseminar información, mucha de la cual los periódicos corporativos callaban, haciéndose los cómplices de un gobierno cuyas sucesivas administraciones penepés y populares- durante el período de los 70 y 80, en este relato de la infamia colonial los dos nombres claves son Rafael Hernández Colón y Carlos Romero Barceló- demostraban estar más identificadas con los intereses económicos y geopolíticos norteamericanos que con el bien común de los puertorriqueños.
Pero las cosas que aprendí fueron muchas más. Por ejemplo, Claridad fue el primer periódico que reportó sobre el deporte local aficionado, en un momento en el que ningún otro periódico se atrevía a hacerlo. Cualquiera que haya sido la razón por tal reticencia, reportar el acontecer del deporte local pronto se convirtió en práctica común para los demás periódicos. Con la presencia entusiasta de Eliott Castro Tirado, a Claridad le debemos el que el deporte en la isla tuviera por primera vez proyección internacional.
También ha sido el único periódico, en sus sesenta años de existencia, que no amalgamó, confundiéndolas, con frecuencia hasta hacerlas indiscernibles, su sección de cultura con el negocio y el culto al espectáculo, como lo hizo y continúa haciendo (con evidentes fines lucrativos) la prensa corporativa. Titulada En Rojo, y dirigida desde hace treinta años por el catedrático y escritor Rafael Acevedo, el suplemento cultural de Claridad se mantuvo, hasta hoy, siempre fiel a su llamado a diseminar el acontecer cultural entre sus lectores, en un espíritu verdaderamente universalista, que es aquél que se manifiesta en las irreducibles singularidades individuales y colectivas, y que no hace concesiones a los dictámenes del mercado. En el suplemento cultural están presentes, sin sugerir ningún tipo de relación jerárquica de centro y margen, tanto escritores puertorriqueños y de los demás países de la cuenca caribeña, lo mismo que norteamericanos, sur y centroamericanos, asiáticos, en fin. Baste esto como prueba contra cualquier acusación, por un lado, de elitismo cosmopolita, o por el otro, de provincialismo nativista.
Claridad es el único semanario que decidió no ceñirse a lo que se llama en el medio un “manual de diseño gráfico”, lo que le dio mayor flexibilidad a la planta editorial, al permitirle llevar experimentos osados sobre el espacio del papel con la disposición y distribución de los elementos de contenido noticioso, tanto visuales como textuales, con frecuencia superponiendo el trabajo gráfico de artistas de primer orden, entre los que cuentan Rafael Tufiño, Elizam Escobar y Lorenzo Homar, sobre el texto escrito, difuminando, así, las distinciones y segmentaciones convencionales entre lo visual y lo escritural que caracterizan otros medios de difusión masiva.
Contrario a lo que se podría pensar, esta no es una particularidad desdeñable, y es muy elocuente de las diferencias abismales en su relación con la realidad que median entre Claridad y otros periódicos (así como el tipo de lector y su relación con el mismo que esta presupone), según dichas diferencias se transparentan en sus respectivas líneas editoriales. La imposición de un manual de diseño gráfico tiende a limitar el rango de libertad creativa, al momento de decidir el formato definitivo de una noticia, en la interacción del escritor con el artista, al imponer jerarquías artificiales entre la imagen y la letra. Por lo general, los manuales de diseño gráfico que imperan en la prensa corporativa presuponen una preeminencia de la imagen, que figura como la evidencia incontestable de un hecho, sobre la letra, que viene algo así como a ofrecer un suplemento de sentido a la imagen, presumiblemente secundario y dispensable por demás. No es lo mismo leer una noticia donde la imagen, supeditada o bordeada por el titular de la noticia, al estar a su vez empotrada casi sin excepción sobre el cuerpo del texto en letras más pequeñas, dispuesto este último verticalmente en columnas, que leer la misma noticia en donde se transgreden las fronteras entre estos dos medios, y donde, por tanto, la disputa por la atención del lector entre los mismos se visibiliza, al tiempo que permanece irresuelta. En esa lucha perenne entre icono y símbolo, le corresponde a cada lector, como una cuestión de indelegable responsabilidad individual, la tarea de asignarle el valor correspondiente a cada renglón en el campo de batalla de los sentidos. Si bien Claridad no es el primer ni único medio informativo en la isla que juegue con la disposición espacial de los elementos que eventualmente constituyen un todo informativo, quizás sí desplegó en sus páginas una clara intención pedagógica en los efectos implícitos de significado que dicho ejercicio supone.
Fueron, también, los fotógrafos y reporteros de Claridad, a instancias de los mismos reos y guardias penitenciarios, quienes se adentraron en las mazmorras de la antigua penitenciaría estatal La Princesa, durante el motín que protagonizaron los reos en 1974- la connotación medieval de la palabra está lejos de ser una hipérbole, ya que fueron literalmente eso, calabozos medievales construidos durante el imperio español. Lo hicieron, no para sumarse a aquellos que se empeñaban en ser los primeros en dar a conocer los detalles morbosos y sensacionales del motín, y entre los que figuraba como primicia el posible asesinato de su líder, sino para reportar las causas y razones por las cuales los reos protestaban. Las fotos publicadas mostraban condiciones infrahumanas de existencia: hacinamiento que ponía a prueba nuestra comprensión de lo que es digno y tolerable;, enfermedades físicas y mentales sin atender, todo un cuadro esperpéntico de violencia objetiva del aparato estatal contra un sector de la población que, a su vez, me recordó que la existencia en una sociedad de algo tan brutal como una edificación para enjaular humanos, es signo inequívoco de que la misma carga con el lastre histórico de injusticias sin resolver. Esto, junto a un claro compromiso con retratar los realidad de las clases menos privilegiadas- por ejemplo, resaltan en el documental las imágenes que registran las luchas por el rescate de tierra de residentes de Villa Cañona-, debería servir para al menos poner en su justa perspectiva aquello otro de que el independentismo puertorriqueño es clasista y elitista.
Para sorpresa de los que aún piensan que la izquierda puertorriqueña es monolingüe, Claridad divulgó por un tiempo una versión en inglés, tomando en cuenta a la diáspora puertorriqueña en enclaves urbanos de los EE.UU., como Nueva York o Chicago- toda una proeza de logística, en un momento en el que no existía el internet. Aunque por varias razones el proyecto de un Claridad bilingüe no pudo seguir adelante, el mismo sí constituye una contestación contundente a aquellos que le imputan a las izquierdas puertorriqueñas el padecer de algún congénito sesgo hipanófilo.
A diferencia de periódicos como Granma y Pravda, Claridad nunca fungió como órgano de ningún partido, si bien fue fundado por el liderazgo del MPI y luego el PSP, y sin lugar a dudas sirvió como medio de diseminación de ideas identificables con el independentismo de izquierdas. ¿A qué se debió esta diferenciación? El documental es más bien parco sobre este punto. Pero cabe suponer que la intención de mantener al periódico al margen de las vicisitudes de la política partidista debió responder a una preocupación estratégica. De tal manera que, si bien el PSP o el MPI desaparecerían por efecto de las veleidades propias de la política sometida a un sistema bipartidista en el contexto de las paranoias y esquizofrenias geopolíticas de la Guerra Fría, Claridad sobrevive hasta nuestros días.
El documental también le ofrece al espectador la rara oportunidad de aclarar una confusión recurrente, y que está en el meollo de la perturbadora proliferación actual de los fake news, en el umbral contemporáneo de la política de las post-verdades y los ‘hechos alternos’: ser veraz y objetivo no es lo mismo que ser imparcial. Lo primero es un deber, lo segundo es de hecho, según Louis Althusser explica, la fantasía constitutiva de la ideología, que con frecuencia se maneja como un pretexto para infiltrar agendas políticas bajo el manto de la neutralidad ideológica. Del documental resulta evidente que Claridad nunca ocultó su adherencia a la izquierda independentista, a la vez que se ha mantenido veraz en cuanto al sustrato ideológico de su línea editorial. Siendo esto así, está comprometida con articular una narrativa de los hechos que aclara, expone, todo el cúmulo de violencias borradas sobre el cual están montadas las relaciones de poder que subyacen nuestra cotidianeidad como un insistente murmullo subterráneo. He ahí, al descubierto, a la vista de todos, la veracidad radical que orienta el horizonte de sentidos posibilitados por virtud de su parcialidad ideológica. Es así que, hasta donde sé, Claridad es el único periódico de la historia de la prensa puertorriqueña que ha sido consistentemente honesto, veraz y riguroso en lo que toca a esa distinción, algo que harían muy bien en emular otros medios de difusión más amplia, cuyas simpatías centristas o derechistas, y de paso su alianza oculta con la configuración de poderes existente, siempre vienen disfrazadas de imparcialidad ideológica. El sujeto de verdad política que circula Claridad, esclarece pues, no tanto el semblante monolítico y armonioso de una realidad uniforme, sino la verdad de sus disonancias, fisuras y antagonismos, cuya represión lo posibilitan. Una vez despejado el semblante de normalidad que permea una realidad social atravesada por todo un ensamblaje de violencias estructurales, nos encontramos con la única salida posible del impase colonial: trazar un proceso de fidelidad subjetiva en la línea donde se va entretejiendo el relevo dialéctico entre la primera y la segunda.[1] Es así que, gústele a quien le guste, la verdad política de los puertorriqueños, hasta hoy, despliega el reducto ficcional de sus predicados, de acuerdo a los narremas del independentismo socialista. (Con todo y eso, vale señalar que Claridad no publica sólo autores independentistas o marxistas. Como bien señala Acevedo, en su entrevista para el documental, en sus páginas se pueden encontrar publicados contenidos con claras adherencias socialdemócratas y de derecha, incluso de extrema derecha.)
Del documental se puede concluir que existe una versión de nuestra historia que Claridad rescató para el porvenir. Contrario a lo que podrán pensar algunos, no con el fin de perpetuar una cultura del resentimiento ni atizar fervores de pureza cultural, sino para hacer constar que la realidad puertorriqueña está entretejida a una historia de exclusiones, silenciamientos y represión que necesitan ser visibilizados, con el fin de entender lo que ocurre hoy. Si hay algo que se repite en la historia, es la estructura obsesivo-compulsiva de esa maquinaria policíaca de la represión -de la cual la reiteración autómata de los silencios y exclusiones de la prensa corporativa es parte integral-, que se pone en marcha cada vez que una crisis económica amenaza, como lo hace con particular intensidad hoy, con hacer que el pasado regurgite sobre las consciencias actuales sus asuntos irresueltos, para dinamitar el statu quo. Aquellos que desean consignar su obsolescencia por medio de una especie de encantamiento hiperteórico de avanzada, harían bien en tomar en cuenta que un síntoma- en el caso que me ocupa aquí, el síntoma nacional- no desaparece de los sujetos sino a través de la continua interpelación de los fantasmas que lo acosan.
Mirando el pietaje de archivo que forma parte del documental, donde veo a una joven Lolita Lebrón rechazar la posibilidad de una libertad bajo palabra, recordándole a las autoridades que ella y todos sus compañeros eran presos políticos, y que en consecuencia no aceptarían otra libertad que no fuera una sin condiciones, el documental nos sirve también para recordar, por último, que la verdadera definición del valor es tener el coraje y resolución de actuar de acuerdo a la idea, sin importar las consecuencias, cuando esta responde a razón. Y esto me recuerda, a su vez, al viejo Kant, para quien la imprenta guardaba la clave de la promesa de un sujeto racional colectivo, educado y entrenado debidamente y siempre a título personal, en el responsable ejercicio público de la razón. Algo que es crucial recordar es que, para Kant, el ejercicio público de la razón, no es una cuestión de capacidad intelectual, sino de integridad ética.
Llevaría esta implicación hasta sus últimas consecuencias, y diría que la única posibilidad de realizar la promesa de la democracia, como realización política del proyecto ilustrado, radica en nuestra capacidad para universalizar el uso de la razón pública, que yo denominaría la construcción de masas críticas. A sus sesenta años, si de algo es evidencia el trabajo de Claridad es que la prensa, cuando no sirve de dama de compañía de los intereses del Capital, está ahí como soporte y garante de esa capacidad.
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[1] El concepto de verdad y fidelidad subjetiva que manejo en este párrafo es el del filósofo francés Alain Badiou.