Viaje al interior de mi padre

Elizabeth
No era la primera vez que se mojaba alguno de mis libros, pero casi siempre ganaba la batalla. Tenía una técnica que no fallaba: la secadora de pelo de mi esposa. La usé cuando La insoportable levedad del ser de Milán Kundera y Llamadas telefónicas de Roberto Bolaño cayeron en un charco en medio de una mudanza; la volví a emplear aquella vez que mi hijo lanzó Tres rosas amarillas de Raymond Carver a una piscina de plástico. Solo una vez recurrí a una secadora de ropa cuando, por accidente, eché Una noche con Sabrina Love de Pedro Mairal en la lavadora, junto a la ropa de mi hija. Hasta ahora, ese ha sido mi libro más mojado o el único que huele a suavizador de bebé. Recuerdo que lo puse en un ciclo completo en la secadora, y quedó esponjado. De ser un libro de apenas 150 páginas, al salir de la secadora pasó a tener esas mismas páginas, pero con el espesor de una novela de 350. Hasta los libros del suicida Sándor Márai —que en mi estante de libros quedan alfabéticamente al lado de los de Mairal— se les ha pegado el olor a suavizador. Sabía que ninguna de mis técnicas de secado salvaría el catálogo de mi papá: no había energía eléctrica —tardaría tres meses en restablecerse— y las nubes altas de la cola del huracán hacían parecer al sol un chicle de piña pegado debajo de un pupitre. Con la esperanza de rescatar la página donde estaba el cuadro de mi papá, abrí el catálogo y lo arruiné todo. La siempre abreviada biografía de mi papá quedó ilegible, rasgada: «Jesús M. Cardona Torres (1950), artista gráfi… pint… cipó en exibi… ones… Bienal de Graba… Méx.., paña y Yugosla… Trabajó en… Institu… tura Puert…». De Elizabeth, apenas sobrevivieron los pies, dos pajaritos y la jeringuilla en su mano.
Al igual que el catálogo, en la radio solo quedaba una estación al aire y la gente llamaba para comunicarle a sus familiares que estaban vivos. Recordé lo que William Faulkner dijo en el funeral de su madre: «Tal vez al morir nos transformamos en ondas de radio». No dormí bien esa noche; nadie en el país lo hizo. Pensaba en mi papá, en su casa de madera y en Elizabeth. Cada vez que venía un huracán, los vientos arrancaban una parte de su casa. Temía que el huracán María se hubiera llevado lo poco que quedaba.
Años atrás, aquella iba a ser la casa en la que viviríamos los tres: papi, mami y yo. Pero el divorcio deshizo ese plan. Aun así, mi papá la terminó con la esperanza de que mi mamá regresara. Creo que casi todos los niños del barrio Mameyal, en Dorado, nos parecíamos en eso: la casa de la abuela al frente y, en el patio de atrás, un padre o una madre en una casa de madera, a medio terminar, esperando un regreso. Todavía recuerdo cuando los niños divorciados de la calle Central nos poníamos de acuerdo para que nos tocaran los mismos fines de semanas y así ninguna base quedara vacía en nuestro béisbol callejero; el portón de madera de la casa de mi abuela era la primera base. Cuando Elizabeth apareció por casa de mi papá, el portón de madera de mi abuela ya era la línea del foul.
De los cinco años que duró su relación con mi papá, a Elizabeth la vi apenas tres veces. La primera y la segunda vez traía la misma ropa: una camisa anaranjada, mahones rotos y tenis. Tenía el pelo negro y largo, ojos marrones, cejas anchas, la piel tostada y manchada. Habíamos nacido el mismo año, pero Elizabeth parecía mayor; compartíamos la misma cantidad de páginas y, como mis libros esponjados, ella parecía tener más. La tercera vez que la vi en realidad no cuenta: fui a visitar a mi papá y los escuché discutir. Elizabeth reclamaba dinero para drogas y mi papá le pedía que no le rompiera más pinceles. Me marché antes que pudieran verme. Murió pocos meses después: el SIDA acabó con ella y con su hijo de apenas horas de nacido. ¿Por qué no estuve al lado de mi papá cuando murió Elizabeth? ¿Por qué no lo acompañé al funeral o tan siquiera le di el pésame? El resentimiento es un feudalismo interior y dos sospechas ejercían el control medieval de mi paternofilia: que mi papá amó a Elizabeth más que a mi mamá.
Deambulé por la casa con una linterna. Lo alumbré casi todo: el techo, los cubos para futuras goteras, los muebles tapados, las velas gastadas, las torres de libros en la mesa. Recalé en un ejemplar de La Odisea; los clásicos se llevan bien con las tempestades y mal con los padres. En la cama, Homero me llevó a una escena con vientos. Odiseo y sus ayudantes arribaron a la isla flotante de Eolia, donde vivía el dios de los vientos. Por sus hazañas, Odiseo fue agasajado con un odre de piel de buey, sellado, con vientos adentro para que lo guiaran a su patria. En el trayecto de regreso, Odiseo se quedó dormido y sus ayudantes rebuscaron el odre porque creían que allí el héroe guardaba oro y plata. Del odre salieron vientos huracanados y la tempestad desvió la barca. Nada como un huracán para regresar a mi papá.
Carretera 695
Al otro día, me levanté temprano y con un plan. Como el carro no tenía suficiente gasolina, desempolvé mi bicicleta; una mohosa mountain bike Roadmaster de cambios. Al fin y al cabo, fue mi papá quien me enseñó a correr bicicleta sin rueditas. En Cómo leer en bicicleta de Gabriel Zaid, leí que el medio de locomoción que mejor nos aleja del ego es la bicicleta. Tal vez eso me ayudaría en las ocho o diez millas que me separaban de mi papá. Mi esposa exigió casco y usé el de mi hija, que tenía el dibujo de una de esas princesas de Disney. Para evitar celos, tomé la mochila de mi hijo de los héroes Marvel: allí eché merienda y dos botellas de agua.
El desastre empezaba en mi calle: esquivé árboles caídos, placas solares, antenas de cable tv, pedazos de techos, tejas, zafacones, y cisternas de agua sin agua. A la salida de la urbanización tomé la carretera 695 y allí comenzó mi pequeño Vietnam: todo parecía arrasado por bombas caídas del cielo como en las películas sobre la guerra que pasaban por la televisión en los ochenta y que veía con mi papá. Ante las escenas violentas, él nunca me tapó los ojos, algo que yo hago con mis hijos por mucho menos que una familia masacrada a metralla. Familias completas dentro de carros pasaban por mi lado, mirando la vida interior de las destruidas casas de madera del barrio, de las que solo quedaba en pie el inodoro, la mesa del comedor o los espejos intactos de los juegos de cuarto. Por miedo a que se me vaciara una goma, me detuve frente a una reunión de planchas de cinc y de repente recordé aquella trompeta de Dizzy Guillespie. En medio de un concierto de jazz, mi papá me contó por qué la trompeta de Dizzy estaba inclinada hacia arriba. En un descuido, Dizzy se sentó encima y la aplastó. Como no tenía dinero para comprar otra, o porque le gustaba el sonido de su trompeta aplastada, siguió tocando con así. Hasta la ruina tiene su propia música.
Carretera 696
Si la carretera 695 era como el jazz, la intersección con la 696 era puro rock and roll. Los cables del tendido eléctrico parecían pentagramas enredados. Pasé con miedo por debajo de unos postes de cemento inclinados que parecían sostener en el aire a un poste de madera famélico y quebrado. Era inevitable no pensar en mi papá. Hubo un tiempo en que estuvimos conectados por un cable eléctrico. Fue en 1989, luego de que los vientos del huracán Hugo arrancaran la toma eléctrica. El cable era anaranjado, del grueso de mis dedos a los siete años y unía, por entre los árboles, la casa de mi abuela con la de mi papá. De un receptáculo de la casa de mi abuela, el cable salía por la ventana, subía por el tronco de un árbol de quenepa hasta las ramas de un almendro, continuaba paralelo por los cordeles de ropa, le daba dos vueltas a una rama de un guayabo y bajaba hasta el techo a dos aguas de la marquesina de la casa paterna. Cuando le conté que me había subido a los árboles para enredar el cable, mi mamá pegó un grito y prohibió quedarme en casa de mi papá. Nunca más dormí allí. Los fines de semana alternos pasaba las noches en casa de mi abuela. Lo que no sabía mi mamá era que yo dormía en el cuarto donde estaba conectado el cable y con el dedo pulgar de mi pierna acariciaba el cable hasta quedarme dormido.
Acompañaron mi camino por la carretera 696 unos cables del tendido eléctrico que estaban al ras del suelo. Árboles y postes se alternaron para derribar los techos de una farmacia, de una panadería y una ferretería. Me asaltó el verso con el que Héctor Viel Temperly comienza cada poema de su libro Crawl: «Vengo de comulgar y estoy en éxtasis». Casi me persigno al ver un caballo muerto y seis personas cavando un hoyo para enterrarlo. Mi papa me contó una vez que el primer dibujo que hizo fue el de un caballo. Le recordaba a mi abuelo, asesinado por seis sujetos cuando mi papá tenía siete años. Con tal de hacerle un funeral, la familia tuvo que vender tres caballos.
A partir de ese punto, sentí que pedaleaba en el interior de mi padre, que las gomas de mi bicicleta entraban por sus paisajes pintados: pastizales, enredaderas, un hombre durmiendo en la hierba, troncos muertos, ciudades imaginarias, edificios habitados por palomas, avioncitos de papel surcando basura: latas, botellas, partituras, y periódicos arrugados como islas en un mapa.
Carretera 693
Corté por la Avenida José Efrón porque la carretera 696 está inundada. Había carros hundidos de los que solo se veía la capota. Las letras de los carteles del supermercado Amigo y de Caribbean Cinemas estaban en el suelo, junto a las palmas de la avenida: sílabas imposibles de pronunciar. De Plaza Dorada no quedaba cartel a salvo. Imaginé en su lugar títulos de los serigrafías y grabados de mi papá: El reportaje (1979) El espantapájaros (1981) y Empaque (1992).
Al final de la avenida, esquivé un batallón de árboles. Doblé a la derecha por la 693. Por esa carretera transcurrió casi toda mi niñez y la de mi papá. A mis espaldas quedaba el lugar exacto donde seis sujetos golpearon a mi abuelo y luego lo aplastaron dos veces con un carro. El Burger King donde mi papá me hizo esa historia estaba bajo agua; el Pizza Hut no tenía techo; el Church’s Chicken -en el que trabajaba la hija o la nieta de uno de los asesinos de mi abuelo- tenía los cristales rotos y, detrás del Church’s Chicken, la pared del Cementerio Municipal estaba en el suelo. Y aún faltaba lo peor: las filas de ocho horas en las gasolineras, la histeria por las ATH, la plaga de ratas y abejas, la leptospirosis, las conferencias gubernamentales, los helicópteros militares, las muertes negadas, las plantas eléctricas, la ración de comida y agua en los supermercados, las banderitas en los carros, los hospitales sin luz, viejitos sin oxígeno, la visita de Trump y los rollos de papel de toalla que lanzó al público. Me tranquilizó pensar que mi papá y yo podríamos ir al cementerio a buscar la tumba de su padre asesinado. Recordé algo que dice Héctor Abad Faciolince en El olvido que seremos: «de mi papá aprendí algo que los asesinos no saben hacer: a poner en palabras la verdad, para que ésta dure más que su mentira».
Carretera 698
Esquivé dos semáforos que yacían en el suelo, pasé por el lado de la antigua fábrica de brassieres en la que trabajaron la mitad de mis tías maternas y doblé por la carretera 698: la única entrada y salida del barrio Mameyal. Un árbol gigantesco había caído encima de un carro del correo municipal. Al frente, una Iglesia Discípulos de Cristo había perdido el techo de zinc. Al lado e intacto, el dispensario médico municipal donde mi papá me llevó para que me cogieran puntos en las cortaduras: siete en la pierna derecha por el cristal de una pecera; cinco en la ceja izquierda por un codazo jugando baloncesto, dos en la parte posterior de la cabeza por una raíz de un árbol de goma. Allí también había muerto Elizabeth. Mi papá se había encargado de cuidarla y llevarla a las citas médicas, aun sabiendo que el bebé no era suyo. De regreso de la última cita, Elizabeth empezó a agonizar. Luego supe que mi papá vio al bebé morir en el hospital y que pidió que abrieran la bolsa donde estaba el cadáver de Elizabeth para darle un último beso. Debí estar allí con él: ofrecerle mi hombro, un abrazo, o simplemente el silencio. Poco después del hospital dejé de pedalear y me dejé llevar: la cuesta me conduciría carretera abajo por el costado de la fábrica de pastillas y otra de marcapasos hasta la Calle Central, parcela 34B.
Calle Central
Mi abuela estaba en el balcón, pero no me reconoció cuando llegué. Un atroz alzhéimer la mataría meses después. Entré por el portón de madera roto de la marquesina. Le di un beso a mi abuela y busqué a mi papá. Crucé hasta el cuarto de atrás, donde yo solía dormir cuando niño, y encima de la cama vi dibujos que mi papá había hecho en la parte posterior de las cajas de pañales que usaba mi abuela. El viejo cable que salía del cuarto no estaba, ni los árboles que lo sostenían y, a lo lejos, la casa de mi papá sin techo, solo vigas. No tuve que llamarlo: lo encontré secando con servilletas sus pinturas. Lo abracé con todas mis fuerzas y por encima de su hombro vi su obra: bocetos, serigrafías y grabados tendidos al sol en un alambre entre dos árboles caídos. Al fondo, la pintura de Elizabeth recostada de un almendro aún en pie. Tenía manchas de humedad, hojas pegadas, pero al menos Elizabeth estaba completa. En la pintura, Elizabeth soñaba: el bebé en su vientre parecía vivo y su pelo negro la hacía flotar. Fue entonces cuando le pedí perdón y le di el pésame a mi papá, quince años tarde.
NOTA: Texto leído en el King Juan Carlos I of Spain Center en New York University. Una versión de este texto fue publicada en la revista Global.