Violencia patriarcal – violencia política: el silencio de las víctimas
Lo que no se menciona se vuelve notorio y este modo de representación sesgada ha dado lugar a cuentos inolvidables como “Graffiti” de Julio Cortázar, “Esa mujer” de Rodolfo Walsh o a novelas como Respiración artificial de Ricardo Piglia. Ese rechazo a la posibilidad de narrar todo apuesta a la fuerza que los huecos, los vacíos de información, generan en el texto: se escribe un relato sesgado, con omisiones, con elipsis, y la forma extrema de ese proyecto de eludir lo explícito, de no decir, es el silencio.
Aunque el silencio no se asocia habitualmente al ejercicio de la violencia extrema, es, en verdad, uno de los mecanismos más efectivos para imponerla: obtura la posibilidad de comunicación y atenta contra la memoria, buscando el olvido. Funciona entonces como un modo “solapado” de ejercerla y, cuando es impuesto por un estado totalitario, aniquila, resulta una forma de anulación eficaz de la voz del otro: logra acallar y neutralizar el discurso de la víctima. Forzado desde el poder, implica el proyecto de eliminación de lo “peligroso”, de aquello que termina por volverse tabú y debe olvidarse; por eso, las versiones del pasado que las víctimas articulan siempre están ligadas a un presente en el que su historia está necesariamente llena de lagunas y de circunloquios originados en el miedo y la censura.
Lo contradictorio de su naturaleza en la literatura consiste en que opera en el discurso mismo; es decir, se liga fuertemente con la escritura. Las reticencias y omisiones son claves que abren múltiples posibilidades de significación; son signos tan cargados de sentido como las palabras. La escritura puede hablar a través de pausas, tropos y brechas informativas; tenemos toda una retórica que hace elocuente una escritura reticente. Es notable la fuerza que tiene lo omitido en la narrativa y el abanico de posibilidades que abre a la interpretación: no solo reprime, también puede servir para destacar, para subrayar la ausencia. Tanto en la trama como en la enunciación del narrador puede ser índice de la opresión, de la rebeldía, de la resistencia, incluso de la indiferencia o del olvido.
En las obras escritas durante, o inmediatamente después, de las dictaduras es frecuente este modo de contar al sesgo, con elipsis. El juego elusivo suele estar a cargo de un narrador o de un punto de vista que siempre evade la mención precisa y deja huellas cubiertas por alusiones, figuras retóricas, desvíos en lo semántico, lo sintáctico, incluso lo gráfico. A su vez, en los relatos de la generación que no vivió como adulta el horror, en la que es memoria infantil o evocación fantasmal, se va extendiendo cada vez más el silencio como mecanismo narrativo que retacea información. Los lectores sospechamos, reconstruimos las historias que se callan o se cuentan parcialmente. En todos los casos, los hechos los conocemos por el rastro que han dejado, por sus violentos efectos en los personajes y en los narradores de la historia.
Dos son las estrategias claves en la representación del silencio ligado a la violencia política. Por una parte, lo silenciado como situación propia de la historia vivida y sufrida por los personajes, se vincula a lo argumental; el miedo, la prohibición, la censura, la imposibilidad de hablar atraviesan la trama. En la narrativa de los años más recientes ese entramado de silencio, violencia y búsqueda de la memoria se extiende más allá de la historia contada y atraviesa la voz narrativa. El silencio también implica en muchos de los textos la presencia de secretos que el narrador no resuelve y que abren el camino a múltiples interpretaciones; llenar ese “vacío” es una de las alternativas que el texto le propone al lector.
En el Cono Sur, la narrativa de HIJOS, de los descendientes de desaparecidos –aunque forman parte de ella autores que no han sufrido ese trauma de modo directo–, ha ido conformando un amplio corpus con un número considerable de elementos en común. En esta ficción escrita por las generaciones nacidas durante las dictaduras, la violencia política deja una huella imborrable en la memoria, en los recuerdos de infancia, en el ámbito privado. El callar y el silencio se asientan en un saber problemático para los protagonistas y se vuelven una constante. Niños y adolescentes parecen tener un conocimiento, más o menos difuso, sobre lo ocurrido; los relatos son los espacios donde se expone el empeño por no enterarse o, por el contrario, el esfuerzo por indagar, a partir de lo que se recuerda o intuye, para alcanzar un saber preciso sobre el pasado. Asimismo, el saber del lector depende en parte de su conocimiento histórico, de lo contrario difícilmente puede completar la información elidida. De hecho, los relatos, en tanto son intentos por recuperar lo perdido, difieren siempre de las memorias habituales y de las idealizaciones sobre la niñez; la distancia entre el pasado y el presente de enunciación deja un vacío en el que se instala la opaca “verdad” de la historia.
La primera novela de Andrea Maturana, El daño (1997) está atravesada por el silencio que rodea el episodio traumático que ha marcado la infancia de la protagonista; ese silencio se encuentra tanto en el orden argumental, en la construcción de los diálogos y la trama, como en la voz de la narradora que cuenta su historia. En un primer momento, el relato no parece estar explícitamente relacionado con las situaciones de violencia política vividas en Chile, sin embargo, expone de un modo tácito el horror que atravesó la vida pública y privada, tanto en el periodo de la dictadura como en el que le siguió, durante la transición. Así lo señalan Alicia Salomone y Milena Gallardo:
Parece haber acuerdo en la crítica literaria acerca de que “la narrativa de los hijos e hijas” se inicia con la novela En voz baja (1996), de Alejandra Costamagna. Por nuestra parte, proponemos que los textos de Maturana, en particular su novela El daño, también acompañen el comienzo de la serie (198)[2].
Puede leerse en esta novela una suma de indicios que conectan las vivencias privadas con lo social y político; cobra así sentido la imposibilidad de lograr una “reconciliación” familiar, expresión de la narradora que reitera la usada en los debates políticos de esa época. El “daño” –el incesto– sufrido por la protagonista se articula parcialmente en su conciencia, está rodeado de silencio y se va revelando apenas por medio de frases y diálogos fragmentarios, pero nunca se nombra de manera explícita la palabra “incesto”: “No hay nombres para las cosas. No hay algo que se corresponda con los retazos de imágenes, todas ellas confusas. Y mi silencio, esta incapacidad de hablar, se instala junto a una especie de parálisis del cuerpo” (1997: 23).
Hay una clara similitud entre la complicidad familiar, ese “mirar para otro lado” de su madre, y la actitud negacionista de la sociedad, junto con la connivencia del Estado durante la transición, que no protegen a las víctimas ni juzgan a los victimarios. Su historia personal evoca la que está viviendo el país:
No me dijo nada. Me dio la espalda y se fue sin abrir la boca […] Tu mamá no te contesta las preguntas. Ni tu hermana. Ni tu tía. Es como si lo que estás intentando averiguar no existiera (130-132).
Pienso en la famosa carta que supuestamente escribió mi mamá para que yo lea cuando ella muera. […] tengo la sospecha feroz de que tampoco ahí habrá nada. Quiero decir nada. Que será un papel en blanco (156, la bastardilla es de la autora).
Las citas resumen la desmemoria, la búsqueda del olvido, el rechazo a reconocer el daño que caracteriza a la madre, pero que también puede aplicarse a la sociedad y la justicia chilenas del período. El intento de quebrar los pactos de silencio, de revelar la historia con la terrible figura paterna y reconstruir la memoria marcada por el abuso y la violencia nos recuerda las tensiones políticas existentes en Chile en los años ’90: esa lucha para acabar con el encubrimiento de la familia es similar a la que se llevaba adelante en el país durante la transición que dejó sin justicia a las víctimas de la dictadura de Pinochet[3].
El silencio sobre un secreto familiar monstruoso que puede funcionar como sinécdoque de la situación nacional se repite en la antología No decir (2006). Esos secretos nunca los explicitan claramente los narradores; están contados con simulaciones y desvíos. Desde el título mismo y la ilustración de la portada –la imagen de un niño cuya boca está cruzada por el nudo de una soga– hasta la dedicatoria –“A Miki, Eva y Maia: para que en nuestra vida nunca haya cosas que callar”– todo subraya la consigna imperante. El encubrimiento y el mutismo, en el ámbito de las relaciones personales, también aquí funcionan como metonimias de lo que ocurre en la sociedad chilena: en Maturana queda claro que la vida privada es política y que el crimen sexual no es ajeno a lo público, es la imagen “reducida” y en espejo de los otros crímenes que han arrasado al país. La hipocresía moral y la negación de la verdad atraviesan las ficciones de la antología. Particularmente interesante es el cuento “Al fondo del patio”: una exilada vuelve a Chile con su hija, nacida en EE.UU., luego de dos décadas, para asistir a la fiesta por los 90 años de su abuela. Las relaciones disfuncionales de su conservadora familia quedan claras desde las primeras líneas en que la protagonista y narradora señala la falta de afecto de sus parientes y las diferencias políticas con ellos. Este vínculo se articula desde el comienzo en torno a lo acallado, a los “temas prohibidos” y, finalmente, a los abusos cometidos con todas las mujeres de la familia por el patriarcal abuelo. El relato resulta así escandido por frases que reiteran “la ley del silencio”:
Nunca se dijo nada así en mi familia. Nunca se dijo nada en mi familia (122).
No me preguntaron nada (128). Era el silencio ancestral de mi familia (129).
Por qué nadie debía saber nada (130, las bastardillas pertenecen a la autora).
Este “no decir”, este ocultamiento que abarca tanto la trama y los diálogos de los personajes como la enunciación de la narradora –que nunca explicitará haber sido también víctima abusada–, lo rompe su hija, extranjera y ajena al código impuesto, gritando “a voz en cuello” la verdad sobre el abuelo abusador. Ese grito destruye “el silencio forzado por el miedo” (135) y deshace la supuesta paz familiar y la reputación del patriarca. La exiliada y su hija, las dos “extrañas” al orden aceptado, les habían “traído la peste. La verdad” (136). Casi en el final, la narradora reconoce que “una sola frase frontal y clara había arrancado de cuajo el silencio de mi familia” (136). El relato va avanzando desde un comienzo marcado por el sentimiento de opresión, la complicidad en el encubrimiento, la simulación en aras del orden establecido y las convenciones, hacia la verdad y la destrucción de esa falsa armonía. No es casual que el último párrafo del relato lleve la atención de los personajes, pero también de los lectores, “al viejo, al fondo del patio, al monstruo que había abusado de sus mujeres […] sin recordar nada” (136).
El deslizamiento de lo particular –abuelo, familia– a lo político –dictador, sociedad– es evidente; también lo es la representación del quiebre generacional, de la brecha entre el patriarca corrupto y la familia cómplice, por un lado, y la hija y la nieta, por el otro, intrusas desestabilizadoras del orden. Esa grieta política y afectiva entre “hijos” y “padres” en la que se instala el silencio se reitera en los autores de esa generación como los chilenos Diego Zúñiga, Alejandra Costamagna y Alejandro Zambra y los argentinos Julián López y Leopoldo Brizuela.
Lo mismo que en otros relatos de este corpus, no hay escenas de violencia; la violencia es un telón de fondo, un ruido sordo que está detrás de las experiencias y pensamientos de los protagonistas, invade el hogar, pero no se manifiesta más que, justamente, a través del silencio. Es una amenaza de la que no se habla, como tampoco de las crueldades familiares que funcionan como sinécdoques de las sociales y políticas. Desviar, no contestar, callar, son las acciones claves de la trama; en muchas de estas ficciones el secreto genera una zona ambigua en la que es tanto un sistema protector –mantenerlo evita hablar de lo temido o lo insoportable– como perturbador: la sombra de todo lo acallado pesa sobre los personajes y resurge (como en el cuento de Maturana) con su carga de violencia imposible de evadir.
Las ficciones con protagonistas niños/as y mujeres –y en este sentido son ejemplares los textos aquí mencionados–, testigos del terrorismo de estado, lo que llamamos el botín de guerra, restituyen la condición política de la víctima. En ellos se potencia el cruce entre sexualidad, violencia, silencio y política. Subrayo este aspecto en tanto se ha producido en los últimos años una especie de “institucionalización” de su rol y, por lo tanto, una cierta despolitización. Me refiero a trabajos que se han ocupado de la víctima desde diversas disciplinas, como muchos de los recopilados en la antología de Gabriel Gatti, Un mundo de víctimas. Allí abundan los ensayos sobre aspectos legales y asistenciales; las víctimas entonces resultan ser “una figura, un personaje […] una referencia consolidada, estable, […] central en el mundo contemporáneo” (8)[4]. Esto ha acabado por atenuar lo esencial: la condición política de la víctima que lleva consigo una historia de horror y siempre forma parte de los vencidos y los débiles.
Maturana no menciona nunca a Pinochet ni los hechos explícitos de la dictadura; pero la violencia sexual del patriarca es en su narrativa una forma desplazada de la violencia del Estado. Se está igualmente inerme frente a ambas, ambas son políticas y parecen intercambiables. El silencio de la víctima es resultado de la opresión, de la obligada complicidad, de la imposibilidad de escape. Solo el tiempo y la distancia, si nos atenemos a estas ficciones, abren un resquicio a la posibilidad del grito, pero nunca de la justicia.
Notas
[1] Borges, Jorge Luis. Obras completas. Buenos Aires: EMECE, 1994.
[2] Salomone, Alicia y Milena Gallardo. “Memoria transgeneracional, resistencia y resiliencia en producciones artístico-literarias de autoras chilenas contemporáneas”. Helix 10, 2017, 192-213.
[3] Dictadura que permanece como una sombra innombrable en el relato. El capítulo 6, en la segunda parte de El daño, se abre con una inquietud de la narradora: “Me pregunto de dónde saldrán tantos muertos” (128).
[4] Gatti, Gabriel (ed.). Un mundo de víctimas. Barcelona: Anthropos, 2017.