Visitas al Paraíso o sobre el vicio de acumular libros
Mis libros (que no saben que yo existo)
son tan parte de mí como mi rostro…
Jorge Luis Borges
“Mis libros” / La rosa profunda (1975)
Vuelvo a esa reciente visita a la National Gallery por un incidente casi anodino y muy frecuente en mi vida que me ocurrió a la salida de la misma. Les cuento… Como es de rigor, al final de la visita fuimos a la tienda del museo y, tras evadir las mesas repletas de tazones y de tacitas con imágenes de Nijinsky o de bailarinas idealizadas, tras dejar a un lado pañoletas y mantelitos que reproducían el telón de fondo creado por Natalia Goncharova para “El pájaro de fuego” y tras ignorar carteles que reproducían los vestuarios diseñados por Lèon Bakst o por Sonia Delaunay que venían con marcos tutti-fruti que en nada iban con la imagen reproducida, pasamos prestamente a la sección de libros. Allí estaba la gran tentación: el catálogo de la exposición, Diaghilev and the Ballets Russes, 1909-1919, donde se reproducían todas las piezas vistas esa tarde y otras más, porque la exposición que vimos fue una versión abreviada de la original que se produjo y se presentó en Londres, en el Victoria and Albert Museum.
Hamletianamente me debatía si lo compraba o no. El precio y el peso me hacían pensar que no debía comprarlo: ¿Cómo llevar a casa ese pesado catálogo en la maleta? ¿Cómo aflojar tanta plata por ese libro? Pero la idea de sentarme tranquilamente en el sofá de mimbre del salón de casa a hojear para ojear este hermoso libro lleno de ilustraciones de los objetos que había acabado de ver me ablandaba la conciencia y me aflojaba la billetera. Estaba casi listo para sacar la tarjeta de crédito, cuando miré al lado. Era que por allí, en la mesa próxima, veía copias de Apollo’s Angels: A History of Ballet de Jennifer Homans, libro cuyas reseñas unánimemente elogiosas había leído en varias revistas y que la misma Susan me había recomendado. ¿No sería más sensato comprarme ese libro?, me pregunté. Este me servirá de referencia algún día y me orientará más sobre la danza en general: me auto-aconsejé. Además, cuesta mucho menos: rematé o creí rematar al toro de la duda con banderillas verdes. Pero no dejaba de oír una voz interna que me canturreaba: ¿Por qué no comprar los dos y así sigues el consejo de Oscar Wilde: la mejor forma de vencer a la tentación es rendirse a ella? Pero las reminiscencias de mi temprana educación católica me hicieron alejarme un poco de la tentación bibliográfica. Pero sólo un poco porque no me fui de la tienda sino que me puse a mirar otros libros, libros sobre estética y teoría cultural. Eso es más sensato y te aprovechará más, me dijo mi bien desarrollado Súper Ego, que hace años dejó de llamarse Ángel de la Guarda y adquirió nombre freudiano, aunque aun no la subido las escalas lacanianas. Y entre eruditos tomos de teoría que me apartaban algo del hedonismo y el esteticismo desenfrenados de Diaghilev y Nijinsky hallé uno que no podía dejar de comprar y que me hizo olvidar casi por completo los otros, tanto el catálogo como la historia del ballet.
Se trataba de la traducción al inglés de un libro de crítico literario e historiador del arte francés Jacques Bonnet, Des bibliothèques pleines de fantômes (2008) que aparecía en un hermoso y recogido tomo que cabía perfectamente bien en mis manos y que tenía amplios márgenes que invitaban a llenarlos de anotaciones y que llevaba el título de Phantoms on the Bookshelves (Traducción de Siân Reynolds, New York, The Overlook Press, 2010). La decisión fue casi automática: no cabía duda, tenía que llevarme este librito que son las confesiones de un irredento coleccionista de libros que tiene en casa más de cuarenta mil de ellos y que asegura que nunca dejará de comprar más y más. Leer este libro –me dije– será mejor y más barato que ir al siquiatra y me ayudará a entender por qué también tengo la manía o el vicio o la virtud o el instinto o la suerte, buena o mala, de acumular libros y libros y más libros.
Aunque el de Bonnet no me aclaró ese rasgo de mi personalidad, sí fue una lectura placentera y me hizo pensar detenida y seriamente sobre lo que llamaré por el momento el hábito de la acumulación de libros, para no darle al mismo ninguna connotación negativa como llevarían las palabras vicio o manía. (Malacostumbre la llamaría sin titubear un instante mi abuela Isabel, con un tono dictatorial que no hubiera permitido debate alguno tras su dictamen). Salí de la National Gallery con el librito de Bonnet, con el catálogo de la exposición (aunque no será para mí, “¡Ay, mísero de mí, ay infelices!”) y con la determinación de comprar pronto Apollo’s Angels… Redención no tengo y el hábito o la tendencia o el vicio o la malacostumbre de comprar libros no me abandona: eso queda más que bien comprobado.
Y de inmediato me puse a leer el libro de Bonnet, aunque al así hacerlo atrasaba y postergaba la lectura de otros textos que estaban antes en fila, como pacientes pacientes en oficina de médico puertorriqueño.
¿Cuándo leemos un libro que compramos? Hay muchos que aguardan tranquilamente en las estanterías de mi biblioteca y no sé cuándo llegaré a leerlos. ¿Por qué los compro si no los voy a leer de inmediato y quizás nunca los leeré? Éstas y muchas otras preguntas parecidas se hace Bonnet en su libro. Vale la pena, pues, apuntar, aunque sea brevemente, el contenido del mismo porque, más allá del deleite que produce su lectura, este tomito nos hace pensar detenida y seriamente sobre el libro en general y su futuro. A mí me hizo meditar sobre mis libros y su futuro, futuro que está relacionado al mío: ¿Qué pasará con los volúmenes que pueblan mi casa cuando ya yo no esté? Al hacerme la pregunta oía el eco de “El viaje definitivo” de Juan Ramón Jiménez: “Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros / cantando…”. Y yo me iré y se quedarán los libros esperando que los lean. Planes no tengo: ¡Zafa! Lo aclaro, ojo, con los dedos cruzados por aquello de alejar cualquier posibilidad del fucú dominicano o mal de ojo boricua. Pero la pregunta persiste: ¿quién los leerá entonces? Éstas y muchas otras preguntas similares provoca el librito de Bonnet que le recomiendo a todo aquel o aquella que padezca de este mal que es, en el fondo, bendición o, más aun, salvación.
En nueve breves capítulos – el libro tiene sólo unas pequeñas 133 páginas y éstas incluyen una introducción de James Salter y varias de bibliografía, “comme il faut” en un libro sobre libros – Bonnet, con un estilo ligero pero erudito y lleno de citas pertinentes y un tono cómplice, pues asume que el lector es otro vicioso como él, ofrece un retrato indirecto de sí mismo y habla muy seriamente sobre la función cultural del libro. Nada sé sobre el autor y he resistido la tentación de poner su nombre en Google para informarme de detalles de su vida. Pero me imagino que debe vivir solo o con una generosa y amante persona que le permite o, mejor, le aguanta que llene compulsivamente su casa con millares de libros. Ése es uno de los grandes problemas, si no el más grande, de todo bibliófilo o acumulador de libros: cómo almacenar sus tesoros. Me viene a la mente –y me venía frecuentemente cuando leía este libro– la casa biblioteca de Nilita Vientós Gastón donde había libros por todos lados, hasta debajo del lavamanos del cuarto de baño, sobre las puertas y en los gabinetes de la cocina. Por otro lado, sé que hay seres privilegiados que tienen la fuerza de voluntad de decidir que sólo van a tener un número fijo de libros y cuando compran uno más del límite se deshacen fríamente de otro ya adquirido. Admiro a esos seres, pero confieso a gritos que no tengo su fuerza de voluntad, que para mí deshacerme de un libro es muy duro . Lo he hecho y me arrepiento –¡Ah, dónde estará ahora que lo necesito aquel catálogo de los dibujos manieristas italianos!–, y por ello casi nunca lo hago. Muchas veces compro un libro para regalarlo y, si no lo tengo, me quedo con él. (No, no me quedaré con el catálogo de la exposición de Diaghilev; lo prometo, aunque sé que más tarde me arrepentiré.) Pero los libros pesan mucho y ocupan mucho espacio. Por eso pienso que Bonnet tiene que vivir solo o tiene la gran fortuna de vivir con una pareja que lo quiera mucho o que comparta su vicio. Pero en el libro a esa persona nunca se le menciona y, de Bonnet ser tan afortunado, la mencionaría. Por eso es que creo que es un vicioso solitario.
Hay en el libro otro capítulo dedicado a la organización de éstos. Este tema es importantísimo, porque de qué vale tener un libro si no sabemos dónde hallarlo. Cada bibliófilo tiene su método. Bonnet dedica un capítulo a explicar el suyo que, además de ser muy razonable, responde directamente a sus gustos y deberes profesionales. Dice que su cuarto de estudio principal, por ejemplo, está poblado por libros y catálogos de arte ya que es historiador de ese campo cultural.
Confieso que en mi caso fui impactado por una amiga durante mis años universitario, amiga que estudió bibliotecología. Ella tenía que estudiar el sistema Dewey (“Dewey Decimal System”) para su clase de catalogación, pero lo odiaba. A mí me fascinaba la idea del orden estricto de la biblioteca, así que la ayudaba a estudiar ese sistema que se empleaba entonces en las de los Estados Unidos y en muchos países más y que ha sido suplantado, al menos acá, por el de la Biblioteca de Congreso. Ese otro sistema de catalogación jamás lo he llegado a entender, pero nunca lo he estudiado. A pesar de ello, navego con facilidad por entre las estanterías de la Smather Library de la Universidad de la Florida. Pero mi biblioteca privada está organizada a partir de una laxa interpretación del sistema de Dewey que aprendí cuando le ayudaba a estudiar a mi amiga Karisa Orlandi. (Te doy las gracias ahora, Karisa, ya que nunca te lo he agradecido ni en privado ni en público.) Por ello, si alguien me pregunta si tengo un libro de ensayos de Susan Sontag o uno sobre santería de Natalia Bolívar o la novela de Martín Adán los puedo dirigir con los ojos cerrados al lugar exacto en las estanterías de mi casa donde se encuentran esos tesoros. Sí, compulsivo soy y a orgullo lo llevo.
No sé cuántos libros tengo; Bonnet sí sabe, pero me imagino que la cifra que da en su libro es un estimado y que sólo la computó cuando escribía este libro. (Aunque en la contraportada aparece una foto de uno de los cuartos de su casa que le sirven de depósito de libros y la foto es impresionante por la cantidad de volúmenes en unas estanterías que hasta tienen escalerillas.) No sé cuántos libros tengo y no recuerdo todos los que amaso. Por ello muchas veces llego a casa con un ejemplar de uno que ya habita en la que llamo la BBB, la Babélica Biblioteca Barradiana. Quien sale ganando en esos casos es Iñaki o la biblioteca de la Universidad porque a uno de los dos le regaló el texto duplicado. A veces sueño con la idea de hacer un listado electrónico de títulos y llevarlo en mi teléfono celular para cuando voy de librerías y veo un libro que quizás tenga. Pero si no sé cuántos tengo, si no tengo una mera cifra, ¿cómo voy a saber cuáles tengo? ¿Cómo voy a recordar todos esos títulos? A pesar de esas compras de libros que ya poseo, seguiré comprando libros. Lo sé, lo sé.
Bonnet escribe sobre el placer de leer un libro que ha estado en sus estanterías por años. Ese placer lo comparto y añado otro a éste. Es el del aprendizaje a través de la mera posesión del texto. En otras palabras: es como si aprendiera por osmosis. Lo sé, lo sé: es una idea falsa y tonta. (Tonto puedo ser, pero falso no.) Pero para mí el mero hecho de poseer el libro es un primer paso para aprender del mismo. Por ello no me gusta usar libros de bibliotecas. Paradójicamente, aprendo menos de los libros prestados de los que tengo. Creo que en parte es así porque marco y anoto los míos y no los prestados. Cuando leo un libro mío, lo hago con un lápiz en la mano y la lectura y la escritura son hermanas gemelas para mí. Por eso, quizás, la inmensa mayoría de lo que he escrito ha sido comentarios de libros que he leído.
Pero a pesar de mi obsesión con poseer el libro que leo, constantemente tengo que sacar libros de la biblioteca y hasta tal punto lo hago que los alumnos asistentes que allí trabajan son mis amigos y me ayudan a navegar por las estanterías repletas de libros, libros que me gustaría tener. Aclaro: no robo libros de las bibliotecas públicas ni privadas, aunque me gustaría tenerlos todos. Sí, como Borges (no estoy seguro, pero creo que fue Borges que lo dijo y si no fue él, la idea encuadra perfectamente bien en su pensamiento), creo que si existiera un Paraíso éste sería una magna biblioteca. Y añado, jocosamente y para bajarle un poco el tono metafísico a la idea que le atribuyo a Borges, que el dios de ese paraíso sería una amable bibliotecaria con lentes y moño y unos zapatos muy cómodos color marrón.
También escribe Bonnet sobre el orden en que uno lee sus libros. Tanto él como yo hacemos filas de libros que queremos leer. Tengo en distintos lugares de la casa pequeñas pirámides de libros que espero leer pronto. Hay libros que están en esa cola o pirámide por años o por meses: desde hace mucho me aguardan enfilados, por ejemplo, la novela de Jamie O’Neill, At Swim, Two Boys, que me recomendó mi amigo Jim Schultz, y el librito de Paul Virilo, Art as Far as the Eye Can See, que me regaló mi amiga Susan, y el de Arturo Ardao, Génesis de la idea y el nombre de América Latina que fotocopié completito del ejemplar de la biblioteca porque no lo podía adquirir.
Odio tener que recurrir a las fotocopias, pero me salvan la vida porque muchas veces se me hace imposible conseguir el libro que quiero. Por ejemplo, en estos días que me dedico a estudiar más sistemáticamente el Barroco y el Manierismo, traté de adquirir el viejo estudio de Manuel B. Cossío sobre El Greco, que lleva ese parco título, El Greco, y es de 1908. Seiscientos dólares me pedían por él una librería de viejo que aparece en el Internet y obviamente no hay para tanto. Así que he recurrido a la fotocopia: ¡Qué se va a hacer! Eso sí, encuaderno esos libros fotocopiados y los trato tan justa y benévolamente como a los otros. Son todos parte de mi biblioteca; son todos parte de mi historia, de mi persona: “son tan parte de mí como mi rostro”, como efectivamente dijo Borges.
¿Cuándo leeré todos estos libros que compro? Muchos se quedarán sin leer, pero sigo comprando otros: ¿Por qué? Para explicar mi actitud compulsiva, mi vicio, mi malacostumbre, tengo que recordar un pequeño incidente “risqué”, pero revelador. Y por ser revelador es que lo traigo a colación, no para epatar a nadie. Muchos años ha entró invitado una noche a mi apartamento en Boston, abarrotado de libros como todas mis residencias, un tipo guapo pero tonto que no me visitaba para una consulta bibliográfica sino por razones más mundanas y mundanales que quedarán sin nombrar. Al entrar en el apartamento se quedó boquiabierto y me preguntó, en su lengua, en inglés: “¿Has leído todos estos libros?” A lo que le respondí malévolamente a esa pregunta tonta porque sabía que me iba a creer: “Los escribí todos.” Por supuesto, tras ese intercambio introductorio, su visita fue muy breve y poco memorable. Pero, al menos, me ha dejó con una anécdota reveladora, porque me hizo ver entonces y por ello lo cuento que, para mí al menos, aun el poseer el libro y, más aun, leerlo es como escribirlo. En el fondo, somos los autores de los libros que leemos pues el libro sólo cobra vida en el momento de la lectura.
Siempre digo que comprar libros para mí es como adquirir un seguro de vida, porque cuando compro uno tengo la certeza de que en algún momento lo voy a leer y que no me moriré hasta que los lea todos. Pero sé que me engaño y cojo un libro de las estanterías al azar (por ejemplo, el provocador libro de Stephen Calloway sobre el barroco en el siglo XX, Baroque Baroque, o Desarticulaciones de Sylvia Molloy, las crónicas de la desintegración mental de una amiga íntima, o Las culturas populares en el capitalismo de Néstor García Canclini: ¡Tengo que leerlos, tengo que leerlos pronto!)… y me siento que hay una promesa de vida en todo libro que pongo en mis manos y que aun no he leído. Y vuelvo a Borges y su idea del Paraíso o la que creo es su idea del Paraíso. Sí, “el ciego que piensa / las vastas bibliotecas circulares”, como lo llama José Luis Vega, tenía razón: el Paraíso es una biblioteca, pero no tenemos que morirnos para llegar al Paraíso, porque cada libro que leemos nos transporta allí al menos por un rato, por un ratito.
El libro de Jacques Bonnet, que compré hace unos días y que acabo de leer, me ofreció otra excelente y breve visita al Paraíso de los viciosos que nos deleitamos en comprar y acumular libros. Es una apertura al Paraíso aunque me dejó con un angustiante pensamiento que me tortura como las llamas del Infierno y las múltiples penas del Purgatorio: ¿Qué será de ellos cuando ya no deambule por mi pequeño Paraíso, mi casa abarrotada de libros? ¿Qué será de mis libros? ¿Qué será de esa otra parte de mí, “tan parte de mí como mi rostro”? No puedo responder a esas preguntas y por ello mismo sigo acumulando libros, sigo adentrándome a esos pequeños paraísos que son mi salvación.