Vista pública
En una vista pública de un proyecto de medioambiente celebrada en la ciudad de Washington D.C. a la que asistí no hace mucho como parte de un grupo de exponentes, intervino en abrupto una mujer que se encontraba entre el público. Primero nos felicitó por todo lo que hasta entonces se había presentado. A continuación nos dijo en un inglés rasgado pero claro que ella se ganaba la vida limpiando escuelas públicas por las noches.
Yo ya conocía a estas personas que acuden a su oficio cuando anochece mientras la mayoría de nosotros cena y se acuesta a dormir, y que se pasan segmentos largos de tiempo en la soledad de los pasillos, pasando trapos y mapos y desubicando temporalmente en las aulas las estructuras que dan orden a la vida de nuestros niños. Mi casa queda detrás de una escuela elemental y, como solemos caminar a visitar amistades que viven cerca o regresar en bicicleta de los juegos de pelota en el barrio, no es raro encontrarme cruzando el patio de recreo mientras se inicia a esas horas la fantasmal actividad en los varios edificios de la escuela. Frente al micrófono abierto, la mujer describió en voz baja y con enorme habilidad el sentimiento de vacío y abandono que le provocaba halar la aspiradora a tales horas entre los edificios, esperar el abrir y cerrar del ascensor con temor a que alguien desconocido la sorprendiera, y limpiar la cocina de la cafetería con todos aquellos cuchillos y demás herramientas de posible tormento expuestas. La manera en que Hortensia –así se llamaba– decía las cosas era el puro arte de combinar la idea con lo que hay dentro de la palabra.
Todos estábamos boquiabiertos escuchando el relato. Queríamos que siguiera dándonos los detalles, para poder imaginarla con precisión de noche, solitaria y sin refugio, porque supongo que ninguno de nosotros quería tener su vida sino que solo deseaba contrastar su destierro con el propio, para así sentirse más feliz. En un momento de esos en que uno se siente que está montado en un zepelín porque te ves a ti y ves también a los demás, de lejos y con apenas un hilo de coser atándote al suelo, observé de perfil a mis colegas conmovidos y me pregunté por qué, por qué será que lucen tan desconcertados. Hortensia describía algo tan común. Cuando de repente tomó aire y denunció que algunas de sus colegas ya habían sido violadas en ese desamparo del crepúsculo, en aquellos pasillos de su escuela, sobre aquellos pupitres, pero que ella sencillamente necesitaba seguir yendo a trabajar.
Sus últimas palabras fueron obsequiadas por un largo e inquietante silencio que el moderador rompió, al fin, cuidando el temblor de su voz y señalando educadamente que aquello, aun siendo terrible, no tenía nada que ver con la vista pública sobre el proyecto de medioambiente. ¿Realmente no tenía nada que ver?, me pregunté esa noche mientras cruzaba a paso acelerado con horror y disimulo los predios de mi escuela de regreso a la casa. Tal vez no, pero es lo único que mi memoria ha logrado salvar de aquel día.
La verdadera libertad no consiste en poder decir lo que se piensa, sino en poder pensar lo que se dice, escribió Antonio Machado, como si nos estuviera viendo.