Vivir en la cúpula: sobre «El valor de la desesperanza» de Slavoj Žižek

Filósofo hegeliano, psicoanalista lacaniano y activista político, Žižek dirige el Instituto Birkbeck de las Humanidades y se desempeña como Profesor Distinguido Global de Alemán en New York University. Oriundo de una de las cinco naciones que conformaron la Yugoslavia de Tito, conoce de primera mano tanto los cánones ideológicos como las estructuras de poder creados y sustentados por el capitalismo y el socialismo. Al igual que tantos egresados de la periferia de la Unión Soviética, su mirada está decisivamente inoculada de los apasionamientos de ambas vertientes e irremediablemente convencida de las falacias con que ambas se justifican y perpetúan.
Uno de los planteamientos más provocadores, alineado con En el mundo interior del capital, de Peter Sloterdijk, sostiene que la globalización, desde sus comienzos en el siglo XV hasta su máxima expansión decimonónica, ha creado dos mundos que coexisten con variados esfuerzos de exclusión: una cúpula separa el billón y medio de “ganadores” de la “integración global de las economías mundiales”, del resto de la humanidad que habita la periferia.
La colonización sirvió para que los imperios se abastecieran de todas las posibles fuentes de riqueza, desde el oro hasta el azúcar y las especies, desde la mano de obra esclavizada hasta las fuentes inagotables de metales y cosechas por todo el mundo para satisfacer sus urgencias de tecnología y modernización. A cambio, los países invadidos desarrollaron un relativo progreso anclado en una dependencia condicionada a mantener a raya las poblaciones que poseían o generaban la mayor parte de la riqueza extraída para satisfacer las necesidades y caprichos de las metrópolis.
La extracción de materia prima y productos cultivados y procesados por mano de obra barata fue militarmente defendida, políticamente controlada y financieramente regulada por organismos controlados por los países extractores. Esta relación empobreció desproporcionadamente a la periferia a la vez que creó la ilusión —no totalmente falsa— de crecimiento económico y modernización. Los países suplidores redujeron una pobreza que se mide por los estándares de los países desarrollados: un obrero de una fábrica de ropa en Tailandia, de zapatillas en Bangladesh o de teléfonos móviles en China, gana más que sus compatriotas campesinos. Pero dicha pobreza es relativa a la autosuficiencia que se destruye cuando los agricultores abandonan las tierras productivas en búsqueda de trabajo asalariado y los artículos de consumo símbolos de la modernidad. El empobrecimiento es doble: se coarta la productividad y autosuficiencia del país en su totalidad, y el desplazamiento condena a sus migrantes internos a una semiesclavitud en las periferias hacinadas de las urbes y centros de producción.
Esta servidumbre coaccionada, condenada a vivir en condiciones infrahumanas, cae presa tanto de los políticos cautivos de los intereses extranjeros como de los maleantes que le sirven tanto de brigadas de represión como de válvulas de escape. Los desplazados, impedidos de mejorar su condición económica y victimizados por el lumpenato organizado o militar, deciden migrar y los lugares que representan la cornucopia de oportunidades y de modernidad ya no son las ciudades y capitales de la ex y neocolonias, sino las metrópolis mismas.
La invasión de migrantes a los países primermundistas que conforman la cúpula ofrecen el sueño de equidad y superación que vendieron sería el resultado de insertarse en la economía de mercado, trabajar duro, y obtener los beneficios de un estado que recompensa el esfuerzo y tiende una red de apoyo a los que sucumben en el camino. Las migraciones desde África, Medio Oriente y la América Latina a Europa y los Estados Unidos, son el resultado de ese despertar de las masas de la periferia y su decisión de probar fortuna (frase de infelices acepciones) en los países de la cúpula.
En esta nueva etapa, la periferia revierte el patrón de movilidad y búsqueda de oportunidades (léase aunque sea una reducida pobreza). Los migrantes atraviesan fronteras en medio de la noche, invaden los países que les invadieron y se apropiaron de sus riquezas para modernizar y adornar la cúpula, y se ubican en los guetos desde los cuales usualmente sus hijos y nietos aumentan sus posibilidades de movilidad social ascendente.
La cúpula que ha propagado una herencia cultural cuyos orígenes provienen de la periferia, que ha acumulado una riqueza inconmensurable extraída de la periferia y ha formulado unas instituciones sociales y políticas diseñadas para mantener un orden que obedezca a su concepción de sí misma como cuna de la civilización, patrimonio universal de la humanidad y modelo de prosperidad, de pronto se encuentra siendo el objeto de una invasión, de una apropiación de los lugares públicos, de unas expresiones culturales y, precisamente, de las estructuras que simbolizan su poder imperial de antes y hegemonía actual. Los “otros” de la periferia migran a la cúpula toda vez que el modelo que le impusieron a la periferia no funcionó, no funcionó como modelo toda vez que se formuló para continuar supliendo a la cúpula de sus mejores recursos, no funcionó porque requirió de una represión política opuesta a la que dice modelar la cúpula; no funcionó porque de la única forma que resulta sustentable es si mantiene a su ciudadanía reprimida policial-militarmente o aletargada por el uso de estupefacientes y el consumo.
Lejos de erradicar la lucha de clases entre los poseedores y los desposeídos, las estructuras de poder exportadas por las metrópolis solo resultan eficientes para mantener el mismo patrón de dependencia y subyugación económica que se tuvo bajo el coloniaje. La diferencia estriba en que en el pos-colonialismo, la responsabilidad por la ineficiencia de los modelos de desarrollo no obedece a las estructuras de explotación de la metrópolis sino a la incapacidad de los gobiernos poscoloniales de manejar sus propios recursos, sus propias finanzas, sus propias masas. Los modelos occidentales no funcionan porque están diseñados para servir un solo propósito extraer de la periferia para enriquecer la metrópolis.
Ante la invasión de migrantes que buscan en las metrópolis la promesa de modernidad y superación de la pobreza, la reacción de la cúpula es de resistencia, de hostilidad, de xenofobia. Las clases marginadas dentro de la cúpula ven en los migrantes una nueva competencia en un mercado laboral cuyas compensaciones se comprimen a medida que la mano de obra aún más barata reduce los ingresos y beneficios de los nacionales de las metrópolis.