Wifredo Lam, nuestro Eleguá
Atlanta no es una de mis ciudades favoritas. Descentrada, inhóspita, arriesgada o imposible para el caminante urbano: Atlanta es poco dada a abrirse al visitante que allí llega. Varias veces he visitado esa ciudad y siempre, a pesar de mis esfuerzos por entablar una relación amistosa con ella, al salir he jurado no volver. Pero a pesar de ello Iñaki y yo decidimos que el viaje de regreso a Gainesville desde Tuscaloosa lo haríamos vía Atlanta, que pernoctaríamos allí. Dos razones nos llevaban a tomar esa decisión: la primera, una cena con María Mercedes Carrión, una cena con Marimer, quien siempre defiende esta ciudad donde vive y siempre la misma se hace más placentera por el mero hecho de estar ella allí, y, la segunda, una exposición retrospectiva del gran pintor cubano Wifredo Lam (1902-1982).
Los juegos de Eleguá siempre sorprenden y, cuando nos damos cuenta de sus trucos, el oricha nos hace sonreír en complicidad. Digo esto porque esta exposición, organizada por el McMullen Museum of Art de Boston College, se exhibía la última vez que visitamos esa otra ciudad, tan distinta a Atlanta. (Boston tiene nombre de insignificante santo medieval inglés y Atlanta, de pretenciosa diosa griega: desde el nombre surgen las marcadas diferencias entre ambas.) Pero entonces no la vimos, no la pudimos ver, a pesar de que varios amigos nos la recomendaron con gran entusiasmo. Pero ahora Eleguá nos abría las puertas a esa misma exposición. Tras un tranquilo viaje de Tuscaloosa a los suburbios de Atlanta donde pasaríamos la noche (en el centro de la ciudad los hoteles están a precios prohibitivos para nuestro bolsillo), y de una agradable cena con Marimer, al otro día, estábamos tempranito en el High Museum para ver la exposición de Lam.
Fuimos los primeros en entrar. Un guarda negro muy mayor, pero con una sonrisa de niño, nos dio la bienvenida. Pensé que era Eleguá mismo quien nos recibía con esa sonrisa que confirmaba su arbitrario y juguetón poderío: viejo y niño a la vez. Les cerré las puertas en Boston, pero se las abro ahora en Atlanta: parecían decirnos con su sonrisa de bienvenida y sus ojos que también sonreían el oricha transformado en guarda. Durante las tres horas que estuvimos en la exposición muy pocos –dos o tres personas al máximo– compartieron con nosotros las salas donde se exhibía la muestra representativa de toda la obra de Lam. Estábamos a nuestras anchas, sin nadie con quien competir por ver de cerca y en detalle una pieza. El museo era nuestro: Eleguá nos seguía favoreciendo.
Había en la muestra casi setenta obras, sesenta y ocho, para ser exacto. La mayor parte de ellas eran óleos; pero también había unos cuantos dibujos, pocos, y una suite completa de gráfica en la última sala. La exposición reunía piezas que ilustran la carrera casi completa de Lam, desde sus años de estudio en Madrid, a donde llegó a los 21 y tras haber estudiado en la Academia de San Alejandro en La Habana, hasta casi sus últimos años de producción, cuando se enfocó principalmente en la labor gráfica. La exposición recogía obras que iban de un óleo de 1923 a un grabado de 1969. Se ofrecía, pues, una imagen acertada de la producción completa de Lam, aunque no incluía esculturas y, sobre todo, aunque no presentaba su producción, en todos los casos, con las obras canónicas.
Aquí, por ejemplo, no estaba “La jungla” (1943), obra que cuelga en la colección permanente del Museo de Arte Moderno de Nueva York, obra centralísima en la producción de Lam, pieza que para algunos hay que leer como un manifiesto estético del Tercer Mundo. Aquí no estaba tampoco “El presente eterno” (1944) del Museo de la Escuela de Arte de Rhode Island, una de las obras más importantes de Lam en una colección pública estadounidense. Tampoco estaba el estudio preparatorio de “La jungla” que atesora el Art Institute de Chicago. Ni se hallaba ninguna de las piezas canónicas del Museo de Bellas Artes de La Habana: “La silla” (1943), “Huracán” (1945-46), “El Tercer Mundo” (1965-1966), entre muchas otras. Aunque La Habana no posee “La jungla”, no cabe duda de que el museo de esa ciudad atesora la mejor colección de Lam en el mundo. Por razones políticas se entienden las ausencias de obras centrales en la producción de Lam que se encuentran en Cuba. Pero no se entienden otras ausencias de obras de museos estadounidense, como la recientemente adquirida por el Museo de Bellas Artes de Boston, una pieza sin título de 1943, momento clave en la producción del artista y que serviría para ilustrar ejemplarmente el primer impacto de la santería en la obra de Lam ya que es una clara representación de Changó. No hablemos de las obras claves que forman parte de la colección del Centre Pompidou de París; son múltiples y de gran importancia. Solo su “Altar para Yemayá” (1945) hubiese servido perfectamente bien para ofrecer una más fuerte y coherente muestra de su obra, aunque, recalco, la que se nos ofrecía en la exposición era válida y representativa.
En términos generales podemos entender esas ausencias por razones políticas, sobre todo las obras del museo cubano, y por razones económicas, las de museos europeos, y hasta por razones de índole de tratos entre los grandes museos estadounidenses –Nueva York, Boston, Chicago– que no prestarían piezas de importancia a un museo pequeño como el McMullen de Boston College. En fin, pocas son las exposiciones que logran juntar todas las piezas claves de un pintor o de un tema. Por ello André Malraux hablaba del libro de arte como el museo imaginario y esta exposición demuestra una vez más que Malraux tenía razón: nos hemos acostumbrado tanto a ver el arte desde el punto de vista de las reproducciones en libros que cuando nos enfrentamos a la realidad concreta del museo, siempre con sus limitaciones, no dejamos de mirar la pieza concreta, para bien y para mal, desde los prejuicios formados por el estudio de reproducciones. En otras palabras, vi la exposición en Atlanta desde mi perspectiva de admirador y estudioso de la obra de Lam y, por ello, notaba las notables ausencias. (Aclaro: la redundancia aquí va muy a propósito; recalca mi punto de vista y la importancia de lo que faltaba.)
Clara y notables son las ausencia, pero debemos prestar atención también a las presencias, a las piezas que los organizadores de la exposición pudieron juntar para construir la imagen de Lam que presentaban. De las sesenta y ocho piezas que componían la muestra la inmensa mayoría eran de colecciones privadas o de galerías; solo nueve forman parte de colecciones de museos: Miami, Museo de Arte Moderno de Nueva York, Museo de Arte Contemporáneo de Chicago, Houston y Rhode Island. Recalco, las obras eran representativas de la producción de Lam y eran de mérito, pero la práctica de depender de piezas de colecciones privadas y de galerías no es la más adecuada para una exposición en un museo ya que en muchas ocasiones estas se prestan porque su inclusión sirve para aumentar su valor monetario. Desconozco las gestiones que se hicieron o se dejaron de hacer para organizar esta exposición; desconozco las limitaciones de recursos para organizarla. Pero recalco que la práctica de depender casi exclusivamente de préstamos de colecciones privadas o de galerías no es la más idónea para exposiciones en museos.
Uno de los productos más concretos de estas muestras –más allá del placer que produce al visitante, como nosotros, que disfrutamos de las obras de Lam inmensamente y, por ello, agradecemos la oportunidad de verlas– es el catálogo: documento que permanece tras la exposición, que queda en nuestras manos y a través del cual podemos volver a ver lo visto. Leí con gran interés el de esta, Wifredo Lam: Imagining New Worlds recopilado por Elizabeth T. Goizueta, profesora de literatura hispanoamericana en Boston College. La lectura me hizo volver a otros libros y catálogos sobre Lam que pueblan las estanterías de mi biblioteca. El catálogo de la exposición trae textos de interés y de importancia para el estudio de la obra del artista cubano. Por ejemplo, un capítulo escrito por Roberto Cobas Amate, el curador de la colección Lam en el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana, resultó clave para colocar la obra del artista en el contexto del arte de la vanguardia cubana. Recordemos que Lam vivió en La Habana de 1941 a 1952, años definitorios en la historia del desarrollo del arte cubano y cima de la producción del artista, según muchos estudiosos. De Claude Cernuchi, profesor de historia del arte en Boston College, se incluye en el catálogo un interesantísimo estudio sobre la repercusión de la antropología francesa (Lucien Levy-Bruhl y Claude Levi-Strauss específicamente) en la obra de Lam. El problema de este texto es que se enfoca en dos antropólogos franceses e ignora la repercusión marcada y directa en la obra de Lam de los dos estudiosos cubanos que impactaron profundamente al pintor: Lydia Cabrera y Fernando Ortiz. Aunque Ortiz y Cabrera, a su vez, habían sido influidos por estos antropólogos franceses y aunque Lam conoció a Levi-Strauss –huyeron en 1939 en el mismo barco de Francia a Martinica, juntos con André Breton y otros surrealistas franceses; se dice que en la oficina del gran antropólogo colgaban dos dibujos de Lam–, el gran impacto intelectual en nuestro pintor vino a través de Ortiz y, especialmente, de Cabrera, no a través de los antropólogos franceses.
Pero el problema mayor del catálogo es que es una colección de ensayos sobre Lam que no tienen relación directa con la obra que se exhibe. En el fondo el catálogo está formado por dos unidades independientes: los cinco textos y la reproducción de las sesenta y ocho piezas exhibidas. Y los textos en muy pocos casos se refieren directamente a esas obras incluidas en la muestra. Leemos el catálogo y nos quedamos en un vacío acerca de obras que nos impactaron al ver la exhibición.
Dado este vacío y sin intención de remediarlo, lo que me propongo aquí es comentar brevemente cuatro obras incluidas en la muestra, cuatro que me parecen de gran importancia. Aclaro que llegué a la muestra con conocimiento de la obra de Lam y con una cierta familiaridad con su pintura y su gráfica. Pero, a pesar de todas mis críticas a esta muestra, confieso que mucho aprendí de ella. Añado también que varios textos del catálogo contribuyen grandemente al estudio de Lam. En otras palabras, entré conociendo a Lam pero salí conociéndolo mejor porque descubrí un Lam desconocido, al menos para mí. Eso justificó el viaje a Atlanta y la visita a esta exposición problemática, pero, de todas formas, instructiva.
La exposición abre con piezas que Lam pintó en España. Estas demuestran el proceso de aprendizaje del artista. Al comienzo hallamos retratos realistas, muy convencionales y hechos para una clientela burguesa. El fin del artista con estas obras era sobrevivir económicamente. Estos retratos muestran que el talento del pintor era innegable. Pero poco a poco Lam fue entrando en el mundo de la vanguardia pictórica del momento y el impacto de Matisse y, sobre todo, de Picasso se hace evidentísimo en su obra de entonces, obra que rompe con el compromiso de los retratos burgueses que pintaba por necesidad.
Es archiconocida la historia del encuentro de Lam con Picasso en 1939, año cuando el cubano salió de España tras su apoyo de los republicanos en la Guerra Civil Española. En España se había casado y allí murió su esposa y su primer hijo, ambos de tuberculosis. El encuentro con Picasso en París fue crucial para Lam, pero más importante fue su regreso a Cuba dos años más tarde. Con el ejemplo de la obra de Picasso que en el fondo representaba para Lam una búsqueda en sí mismo de lo africano – elemento esencial en el desarrollo del cubismo picassiano –, Lam descubrió o redescubrió el mundo negro en su Cuba natal. En ese redescubrimiento tuvieron gran impacto Fernando Ortiz y Lydia Cabrera, intelectuales que estaban en el centro de los estudios de la cultura neoafricana en Cuba.
Pero una pieza incluida en la exposición me hizo pensar que el esquema que aceptamos sobre el desarrollo estético e ideológico de Lam es más complejo que lo que pensamos. Usualmente vemos este proceso como pasos que van de la imitación formal del cubismo picassiano, al encuentro con Picasso mismo, al impacto de André Breton y el surrealismo, a su vuelta a Cuba, al descubrimiento de Haití y el resto del Caribe sustentado por el apoyo intelectual de Cabrera y Ortiz. ¿Es tan claro ese proceso? ¿Lo conocemos tan bien?
Esa duda la sembró para mí un cuadro sin título de 1940. Este es un retrato típicamente picassiano y en él, como en la obra de su maestro, Lam recurre a la lección aprendida de las máscaras africanas, tan admiradas por los dos artistas. Con el modelo de estas máscaras Lam construye la cara de la mujer a quien retrata (¿Helena Holzer, su esposa entonces?) Ya Picasso había hecho lo mismo hacía ya años, desde sus “Les Demoiselles d’Avignon” (1907). Pero en este cuadro de Lam aparece algo nuevo: una figura que semeja un pájaro y que rompe con el esquema aceptado del desarrollo de su obra porque la misma adelanta su gran producción caribeña que decimos que comienza en 1941. Recordemos que su obra maestra de este periodo, “La jungla”, obra que solo se puede entender a partir de las lecciones aprendidas con Lydia Cabrera, es de 1943. Este curioso retrato que adelanta una imagen tomada de los símbolos de la santería es de 1941. Aquí para mí aparece un Lam desconocido o un Lam que me obliga a revisar el esquema aceptado sobre su producción.
También fue un descubrimiento un curioso abanico pintado por Lam en 1943. ¿Para quién pintó este objeto que conjuga imágenes que rememoran obras anteriores –la cara cercana a Matisse que es la más grande del abanico– con mariposas y pájaros decorativos, hasta dulzones, con un diablito amarillo que ocupa el mismo centro físico de la composición? Hay que recordar que Lam pintó varios retratos de mujeres con abanicos en mano. ¿Será este uno de los representados en esas piezas? ¡Cuánta falta nos hace información concreta sobre las obras incluidas en la exposición! Aquí comprobamos que la ausencia de un aparato crítico sobre estas es la gran falla de este catálogo. Por ejemplo, una aclaración sobre la procedencia de este cuadro pintado sobre un abanico nos serviría para aclarar su significado ya que el carácter decorativo de la pieza rompe con el tono de afirmación política de la obra de Lam de este periodo. Este objeto –¿por qué un abanico, un objeto asociado en Cuba con la cultura española – vuelve a replantear la necesidad de un estudio más detallado de la evolución estética de Lam.
Abunda en la exposición muestras del periodo más importante de Lam, los años de 1941 a 1952, cuando vive en Cuba donde redescubre sus raíces africanas y se da cuenta de que Picasso tenía razón: África vivía en su interior y Lam no tenía, por ello, que ir a buscar la negritud en un museo ni en viajes a otros países. Este es el periodo más conocido y mejor cotizado de Lam. Por ello no me detengo en ninguna pieza de esos años, más allá de el abanico de 1943.
Pero me sorprendió, eso sí, una obra de la siguiente década, una poco común en su producción: “La plume verte” (1955). Por varias razones me llamó la atención esta pintura. En primer lugar, sorprende por la clara y exacta representación de Eleguá. Los estudiosos de la obra de Lam se debaten sobre el problema de la incorporación directa de símbolos e imágenes tomados de la santería en su obra. Creo que la opinión dominante –aunque no hay al respecto un acuerdo absoluto– es que Lam usa muy imaginativa e indirectamente la simbología que toma de la santería. No podemos leer su pintura como un catálogo de símbolos de las prácticas religiosas neoafricanas, como algunos han querido hacer. Pero a la vez se reconoce que la imagen de Eleguá es la que el pintor emplea con mayor frecuencia entre los símbolos de la santería que pueblan su producción y, que si hay préstamos directos de esta religión, este oricha es el que más frecuentemente aparece en su obra. Hay quien ha asociado a Lam mismo con Eleguá en cuanto fue él quien abrió las puertas de la imaginería negrista en el arte caribeño. Por ello el rol privilegiado de este oricha en su obra no sorprende.
Pero “La plume verte” es una pieza bastante rara en su producción. Es una obra donde no hallamos el abigarramiento que caracteriza su periodo mejor conocido. Hay quien ha llegado a hablar de neobarroquismo en ese momento. Esta, en cambio, es sencilla y hasta de una elegancia clásica, muy decorativa. Es un elegante bodegón caribeño; por ello lleva acertadamente el subtítulo de “Nature morte”. A un lado de esta pieza que se destaca por su forma horizontal, poco común en Lam, aparece Eleguá y al otro, ramas de dos tipos de hojas distintas. Aunque en Lam es siempre difícil identificar los objetos pintados ya que no es un artista realista, creo que podemos decir que esas hojas son de tabaco –con más seguridad en este caso– y, con menos certeza, de caña. Esta combinación de caña y tabaco aparece también, si seguimos la lectura que Kristine Juncker hace en Afro-Cuban Religious Arts: Popular Expressions of Cultural Inheritance in Espiritismo and Santería (Gainesville, University Press of Florida, 2014, p. 26), en el famoso cuadro de Lam “La silla” (1943). Pero tanto Juncker como yo, en el fondo, presuponemos el tipo de hoja que Lam representa. Pero en el caso de “La plume verte” la yuxtaposición es reveladora. Eleguá, tabaco, caña: dadas estas identificaciones propongo leer este bodegón como un homenaje a Fernando Ortiz autor de un texto clásico que impactó a Lam: Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), libro central en la revaloración de la cultura neoafricana en Cuba. Lanzo esta propuesta que habrá que explorar. La lanzo aventuradamente con la esperanza de que otros estudiosos de la obra de Lam la exploren en más detalle y con mayor rigor.
La última pieza en la que me detengo es un grabado de 1969 titulado “Nouvelle bonté”. La pieza forma parte de un ciclo de grabados de Lam que inspiraron a su amigo Aimé Césaire, quien escribió poemas basados en los mismos. Esta pieza en particular no fue un descubrimiento para mí porque hace años atesoro una copia de la misma que conseguí por suerte. (¿Otro favor de Eleguá?) Este aguafuerte, creo, resume mucho de la obra de Lam. Es una síntesis de toda su labor, pero la primera vez que la vi me pareció incongruente, pues presenta imágenes en distintos estilos. A la derecha aparece una de esas cabezas femeninas clásicas que sobreviven en todos los periodos de la obra de Lam, cabezas que asocio con los dibujos de Matisse y con los grabados de Picasso. A la derecha vemos un Eleguá, aquí mucho más elaborado que otros de su obra. En el centro mismo de la pieza hay una imagen muy estudiada en la obra de Lam: la mujer-caballo. (Aclaro que así la han llamado los estudiosos de Lam, empleando el francés: “femme-cheval”) Esta figura se ha antepuesto al minotauro surrealista de Picasso (hombre-toro). “Nouvelle bonté” es, pues, una apretada síntesis de muchos de los símbolos que pueblan y conforman la producción de Lam. Por ello el corazón me dio un vuelco cuando vi la pieza en la última sala de la exposición en el High Museum. Me sentí justificado y gratificado: ¡ahí estaba mi Lam!
¿Por qué le presto tanta atención a esta exhibición que tuve la suerte de ver? ¿Por qué escribo sobre la obra de un artista cubano para un público esencialmente puertorriqueño? ¿Por qué lanzo intuiciones que no puedo desarrollar en el momento? En otras palabras: ¿por qué me importa Lam y por qué nos debe importar?
No cabe duda de que este es un artista de importancia en el arte cubano, un pintor esencial para el Caribe, para el arte latinoamericano en su totalidad, y hasta para el Tercer Mundo. Lam, como su oricha favorito, Eleguá, nos abrió puerta, nos descubrió caminos. Su obra, más que la síntesis del mestizaje esencial de nuestro mundo, representa, como antítesis a esa tesis, nuestra africanía, rasgo tan frecuentemente negado por los defensores de la tesis de una hispanofilia desmedida y por los que defienden un indigenismo a veces absurdo, un taínismo o neotaínismo a ultranza y que muchas veces sirve solo para negar nuestras raíces culturales y biológicas negras. Recordemos que Lam mismo era una síntesis racial caribeña – chino, negro, español – y que su vida fue un intento constante de asimilar el mundo completo, a pesar de su marcado interés en recalcar sus raíces africanas.
Sabemos que Lam no fue creyente en la santería; tampoco lo soy. Pero tanto él como yo reconocemos que en nuestro complejo mundo mestizo no se ha tomado en consideración como se merece el elemento neoafricano. En ese sentido tanto él, especialmente él, como yo somos fieles hijos de Eleguá. Por ello mismo me desvié de la ruta de Tuscaloosa a Gainesville y me detuve en Atlanta para ver una problemática pero reveladora exposición de su obra. Por ello le doy gracias a Eleguá por abrirnos las puertas de esta exhibición de ese otro Eleguá, Wifredo Lam.