“Yesterday”, Ponce, 1966
Acampábamos frente al Museo de Arte de Ponce. En los terrenos de la Universidad Católica. Éramos muchos. Cientos de boy scouts desparramados por aquella sabana verde.
Creo que era el 1966. Yo estaba por cumplir 10 años y acababa de pasar de Webelo (el rango más alto de los Cobitos) a Tenderfoot.
“Pies tiernos” qué bonito suena en español.
Ése soy yo en mi uniforme azul y amarillo, con mi peláo extreme. En fila, sin prisas. Ordenadito. Los que me conocen ahora de viejo no deben creerlo. Pero sí, es cierto. Y me encantaba darle vueltas al pañuelo que luego pondría alrededor de mi cuello y que fijaría con un “nudo”. Esa cualquier cosa que inventábamos para atrapar los dos extremos del pañuelo al frente. ¡El amarillo era tan y tan amarillo!
Bueno, pero en el 1966 ya yo era boy scout y vestía de verde y con pantalones largos. La emoción era tan grande. Me sentía más grande. Yo era un fiebrú. Me encantaban las cuchillas, los machetes, las hachas y esos flashlight que parecen periscopios medio doblados en el tope.
Así pues, yo le pedía prestados a los más grandes todo eso; cuchillas, machetes, hachas y flashlights y me los guindaba en un cinturón, también verde, en el que se podía enganchar cuanta cosa tú imagines.
Caminaba feliz por el campamento con todos esos casquivaches haciendo ruido.
En aquel entonces se exiguía que cada tropa tenía que construirle un portal a su área de campamento. Un portal era como una especie de entrada con la identificación de la tropa. Así se sabía qué tropa acampaba en qué sitio. Al mejor portal le correspondía un premio. Las tropas se esforzaban muchísimo por lograr el premio.
Para ese campamento mi tropa se fajó un montón. Yo vivía en Puerto Nuevo y mi tropa era también de Puerto Nuevo. De la iglesia Nuestra Señora de la Guadalupe. La tropa 66. No recuerdo cómo, pero se nos ocurrió construir un portal imitando a aquellos fuertes de las películas de vaquero que estaban hechos de troncos con torres y una enorme puerta principal.
Antes de que existiera el expreso De Diego, allí había un bosque que llegaba de Puerto Nuevo a la Kennedy. Allí fuimos a cortar los árboles para construir nuestro portal estilo fuerte de vaqueros. Éramos más de 40 muchachos con el scoutmaster y otros papás con machetes y hachas tumbando árboles. (Hoy seríamos antiecológicos aunque, para ser honestos, eran árboles de ésos que llaman meaítos.)
Había sitios donde el terreno era blandito y casi movedizo. Le llamaban babote. Por eso úsabamos de esas botas plásticas que llegan hasta los muslos. Aunque, como quiera el agua se nos metía dentro y terminábamos chapoteando en la misma bota. Llegábamos temprano y nos íbamos al ponerse el sol.
(Tres o cuatro años después las Caterpillar de Obras Públicas arrasaron un pedazo enorme de nuestro bosque para hacer el expreso De Diego. Hoy no queda casi nada y desde la carretera se ve claramente el antiguo vertedero transformado en el campo de golf de Santini.)
El papá de uno de los compañeros tenía un camión y en él llevamos los troncos al patio de la iglesia donde construímos “el fuerte” sábado a sábado (la tropa se reunía todos los sábados). En aquel parking de piedra azul se fue levantando poco a poco nuestra fachada de fuerte. ¿Pueden ver la imagen? A ese montón de muchachos y algunos adultos (¿dementes?) construyendo como hormigas algo que para muchos era totalmente inútil.
Fue genial. El día que pudimos subir a las torres y mirar desde allí la espalda de la iglesia fue extraordinario e inolvidable.
Como inolvidable fue el día cuando, ya en Ponce y acampados detrás de nuestro portal, fuimos de visita al Museo de Ponce. Creo que nunca antes había entrado a un museo. Lo más cercano a un museo para mí era aquel edificio en el parque Luis Muñoz Rivera donde guardaban un león disecado.
En la entrada del museo nos inspeccionaban. A mí me pararon y me llevaron aparte. Yo me asusté. No entendía. El señor de camisa blanca de mangas cortas y corbata negra finita me dijo que no podía entrar con tantas cosas encima. Ah! Eran todas las cuchillas, machetes, hachas y flashlights… A la verdad que debo haber parecido un loco. Susto desaparecido. Le entregué todo y pude entrar.
El museo, más que museo, me pareció una mansión de gente rica. Me impresionó “Flaming June” aunque en aquel momento no la registré como me deben haber dicho que se llamaba sino como el cuadro de una mujer bonita que soñaba en aquel atrayente anaranjado intenso.
Afuera, directamente al frente del museo, como desafiándolo o como invitándolo a bailar, se levantaba nuestro hermoso y rústico portal con cara de fuerte de vaqueros. Entremedio de las dos torres y encima de las puertas se leía Tropa 66.
Allí, lo recuerdo como si hubiera sido ayer, por mi madre. Allí, subí a una de las torres, con todos mis casquivaches puestos y me senté a mirar pa’ lo lejos. Debe haber sido como a las 6:30 de la tarde. El sol se enrojecía (sí, suena clichoso pero a veces la realidad es clichosa) y yo soñaba qué sé yo qué cosa.
Y de momento la oí. De una de las casetas salía una música suave y linda. De un radio chipichape de aquellos de transistores con los que los hombres oían los juegos de pelota, salía esta música bonita que subía hasta mi torre como el aroma suave de una flor cautivante.
Era Yesterday de los Beatles. No sabía quién cantaba y apenas entendía la letra. Lo que sí entendía era que poseía una belleza que me hablaba, no de Inglaterra ni de cosas lejanas, sino de mis cosas. Sabía que yesterday era ayer en español y percibía la nostalgia de la melodía. Eso era suficiente.
Allí en Ponce, trepado en una torre de troncos de madera que quería imitar un fuerte de vaqueros, con mis pantalones largos de boy scout y mis hachas y cuchillas y machetes y flashlights, oyendo una melodía que apenas oía de aquel radio chipichape, soñé Yesterday por primera vez.