Zombis
Sí. Soy una mujer adulta, cuarentona incluso, que le tiene miedo a los zombis de The Walking Dead.
Y eso que los protagonistas de la serie no son los zombis, sino un grupo de seres humanos ingeniosos, guapos y heroicos que avanzan y sobreviven en el paisaje distópico que es nuestro planeta tras una epidemia que zombificó a la mayor parte de la población. La epidemia, estrictamente, no ha terminado: cualquiera de los héroes puede contagiarse en cualquier momento. Los zombis tenían un papel importante al principio de la serie y constituían la amenaza más mortal para los protagonistas, pero pronto, a medida que el programa avanzaba, se fueron convirtiendo en una amenaza mucho menor, casi una especie de telón de fondo para la saga de los humanos, que ahora pelean mayormente entre sí. Mi esposo me explica todas estas cosas desde la sala, me invita a regresar al sofá. Los zombis ya no importan mucho, dice, los malos del asunto son ahora Fulano y Perencejo, echa pa’cá. Pero los ruidos que hacen las bocas y los pasos lentos de esos seres muertos en vida, siempre presentes en el programa, son insoportables para mí, son una bandera roja que me invita a proteger la mirada y los oídos del paraje de horror que la serie retrata, que me conmina a replegarme a mi escritorio, como hice ahora para escribir esto.
No se trata de un terror que arrastro desde la infancia. Desde que tenía unos diez años, he sido agnóstica y entonces era también bastante irreverente. Como no creía en seres sobrenaturales, tampoco creía en criaturas de pesadilla, de modo que los zombis no me daban mucho miedo, y evitaba las películas de horror solo porque me asqueaban o aburrían. Así que no, los zombis no son una pesadilla de mi niñez. Mi miedo a los zombis comienza en 1994, cuando yo tenía veintitantos, y creo que surgió poco después de ver una película (bastante floja) que se llamaba El príncipe de las tinieblas. Allí los zombis tampoco eran una amenaza concreta, o por lo menos una amenaza importante: el malo de la película era satanás o algún aparato por el estilo. Pero fíjate, lectora, qué cosas: a mí no me causó miedo el diablo de la película, pero me infundieron espanto los pobres zombis, que ni siquiera, que recuerde yo, atacaban a alguien en la película. Sencillamente deambulaban por ahí, y su vagar, su mera existencia, fueron suficientes para atemorizarme.
Yo estaba embarazada en aquel momento, cargaba en la panza a mi primer hijo. De modo que le atribuí este terror nuevo –a la película y a las pesadillas posteriores sobre los zombis caminando hacia mí, o hacia mi bebé– a las hormonas. No es una idea del todo descabellada. De hecho a partir de cada uno de mis dos embarazos, mi talante ya nerviosito de fábrica se volvió más alerta aún, y en los meses posteriores a cada nacimiento exhibí síntomas que son bastante comunes entre madres ansiosas, cosas como escuchar llantos de bebé mientras nuestro infante duerme apaciblemente, tener pesadillas absurdas en donde el bebé corre peligro, pasar noches en vela con la angustia de que pueda sobrevenir alguna catástrofe. Pero hoy, escribiendo esto, se me ocurre que hay algo más. ¿Por qué precisamente los zombis? ¿Por qué no los vampiros, los hombres-lobo, o el diablo mismo? Cucos de sobra hay, pero mis ansiedades parecen enfocadas en zombis, no en fantasmas o monstruos, y parecerían haber perdurado mucho más allá de ese primer embarazo.
Como en otras tantas ocasiones, traigo mis preguntas a la página, con la ilusión de que la página, tan generosa como otras veces, me ayude a dilucidar mi propio y desordenado pensamiento. A veces no pensamos para escribir sino que escribimos para pensar, o para pensar mejor. Así, y evitando los sonidos de los zombis en la sala, escribo y recuerdo.
El año 1994 no fue solamente el de la película y de mi parto. Fue también el año en que me alejé de mi propia madre, por segunda vez. La primera vez que nos separamos bruscamente, en 1980, yo era una nena de nueve años, y el alejamiento fue provocado por fuerzas externas a mí: incapaz de criarnos o cuidarnos, incapaz incluso de cuidarse a sí misma, mi madre, Teté, accedió a desprenderse de mí y de mi hermanito, y nos llevaron a vivir con otros familiares. No tuve contacto real con ella hasta una década más tarde, cuando ya yo estaba en la universidad, tenía un trabajito, y me movía bastante libremente por el mundo en mi propio y destartalado automóvil. No recuerdo cómo me encontró, aunque sí recuerdo que el contacto fue por carta, y que necesitaba dinero. Reanudamos la comunicación y empecé a visitarla.
Teté vivía muy pobremente. Después de nuestra separación había empezado viviendo en casas de amigos o familiares, luego en un cuartito rentado en una de esas casonas viejas del Viejo San Juan, luego en un caserío, en un apartamento de renta subsidiada, de nuevo en casa de amistades, en otro apartamento subsidiado en un edificio que fue clausurado, y finalmente en la calle. No tenía, por lo tanto, teléfono ni residencia fija, pero sí tenía mi número y mi dirección, y cuando estaba desesperada se comunicaba conmigo por medio de teléfono o carta. (Esto fue en la primera mitad de los noventa, antes de que los celulares se pusieran de moda.) Yo recibía sus llamados de auxilio (o casualmente la visitaba justo cuando ella estaba preparándose para escribirme), y como resultado movilizaba todas mis fuerzas internas y los pocos recursos externos a los cuales tenía acceso para «resolverle».
«Resolverle» implicaba a veces cosas sencillas, como pasarle algún dinero de lo poco que yo ganaba, o hacerle una compra. En otras ocasiones eran cosas un poco más complicadas, como aquel día memorable en que logramos obtener, mis amigos y yo, una nevera usada y de alguna manera se la llevamos al apartamento que ocupaba entonces para que pudiera guardar alimentos en la casa y no se le hiciera tan caro y difícil comer. (Perdió el apartamento, con todo y nevera, poco después.) En otras ocasiones, más complicadas aún, el reclamo era uno de ayuda de otro tipo, y así recorrimos juntas el paisaje mísero de las posibilidades rehabilitadoras de nuestra isla: iglesias, hogares CREA, hospitales, clínicas, refugios, ninguno de los cuales supo o pudo lidiar con las múltiples carencias que se ocultaban en Teté bajo el manto fácil y engañoso de palabras como «adicción», lugares de los cuales ella si se quedaba allí, terminaba escapando indignada o asustada, para luego llamarme o escribirme con una nueva crisis.
En 1994, estando yo a punto de parir, poco antes de ver la película esa del Príncipe de las Tinieblas que despertó en mí el miedo irracional a los zombis, llegó otra petición de ayuda de Teté. Le resolví como pude, creo que con algún dinero. La llevé a tomar café y comer mallorcas y luego nos paseamos juntas — yo con mi barriga enorme y a punto de reventar enfundada en una mumu, ella con su cuerpo flaco y vestido con ropa vieja tres tallas demasiado grande— por las calles del Viejo San Juan, donde mi madre era parte de un círculo amplio de deambulantes. Conocí varios de ellos ese día, reconocí otros que había visto anteriormente. Algunos eran alegres y simpáticos. Otros eran reservados pero amables. Otros estaban serios y me miraban sin sonreír. Unos pocos le hablaban en voz alta a seres invisibles. Algunos, me explicó mi madre en voz baja, eran malvados, y atacaban al prójimo, amparados en la oscuridad de la noche. Las mujeres deambulantes, me explicó, casi no pueden darse el lujo de dormir.
Un conteo reciente indica que hay cerca de 4,500 personas y 3,800 familias sin hogar en Puerto Rico. Las razones son diversas: en algunos casos se trata de pobreza simple y llana; en otros se trata de adicción. Aún otros son casos de salud mental. Muchos casos combinan más de una de estas razones, y algunos casos son complejos (y pueden quedarse sin contar) porque tienen techo parte del tiempo: se quedan en casa de algún familiar, de algún amigo, hasta que el arreglo no funciona o hasta que los botan y quedan en la calle otra vez. Otros casos (que se quedan también muchas veces sin contar) son fronterizos, porque la persona o familia vive en un edificio o estructura deshauciada, siempre próxima a una demolición que se cierne sobre ellos como un designio fatal pero sin fecha fija. Hay quien tiene techo pero pasa tiempo con la comunidad de deambulantes porque tiene amigos allí, o porque allí encuentra víctimas fáciles y vulnerables para el abuso, el robo o la violación. En todo caso, ser deambulante conlleva perder más que un techo. Es también, para muchos, perder trozos de dignidad, de esperanza, de ilusión, de alma.
Teté y yo nos despedimos con la promesa de vernos pronto, y con mi resolución interior de, de alguna manera, hacer más por ella, ayudarla mejor. Me angustiaban las preguntas obvias: ¿Cómo terminó así, en la calle, esta mujer guapa, inteligente, nacida en la clase media? ¿Qué podía hacer yo que no hubiera hecho ya? ¿Cómo resolver problemas prácticos, inmediatos, como el hecho de que estaba expuesta a los peligros, o el problema de no tener cómo guardar y conservar alimentos? Me angustiaba también lo que su estado implicaba: que eso de ser deambulante le puede pasar a cualquiera.
Unos días más tarde, parí. Esas primeras semanas posparto están rodeadas, en mi recuerdo, de la neblina espesa de la falta de sueño, la falta de dinero suficiente, las angustias de los padres y madres nuevas e inexpertas. Cuando mi bebé tenía cuatro meses, recibí una carta de Teté, pidiendo auxilio, y fui a visitarla y a llevarle unos chavitos.
Teté no quiso tomar a su nieto en brazos, solamente acarició su manita. Entonces le expliqué, entre sollozos, que por algún tiempo no podría ayudarla, o que al menos no podría responder como solía hacerlo. Que tenía los nervios destrozados a partir del nacimiento del bebé. Que ese niño ocupaba todas mis ansiedades, y que yo no daba para más. Que podía mandarle algún dinerito por carta de vez en cuando pero visitarla no, que nuestras visitas me chupaban la fuerza, las ganas, el vivir. Teté no lloró. Dijo escuetamente que entendía, que no había nada que perdonar. Fue la última vez que la ví en varios años.
De vez en cuando me escribió, y yo siempre contesté, pero a los pocos meses sus cartas dejaron de llegar. Eventualmente supe que tras un año deambulando por las calles de San Juan y Río Piedras y sufriendo las atrocidades que sufre una mujer sola sin hogar, alguno de los lugares de rehabilitación a los que todavía acudía en busca de ayuda la había embarcado (con pasaje de ida solamente, una práctica común) con destino a Texas, en donde (tal vez) tenía un medio hermano.
Le perdí la pista por varios años, hasta que otra de sus cartas me encontró. Pero la historia de esa otra carta y de nuestro reencuentro no viene al caso ahora. Lo que viene al caso son los zombis.
Y es que este miedo irracional mío a los zombis se activa y se extiende cuando me encuentro con algunos deambulantes. Para ser más clara, a veces veo deambulantes y me da miedo. Sí, ya sé, lector, eso no es razonable ni correcto, y tal vez es especialmente escandaloso porque lo digo yo. Porque yo describí de hecho en un librito que se llama Mi Tecato Favorito Y Otras Crónicas, la enorme y hermosa sonrisa del mendigo a quien saludaba y me saludaba todas las mañanas. He escrito y hablado en numerosas ocasiones acerca de los peligros económicos, políticos y sociales que plantea la desigualdad. Creo que una sociedad moral y justa se asegura de que todos sus miembros tengan techo y comida. No creo en estereotipos que criminalicen al deambulante. Tengo una madre deambulante. Mi miedo, en fin, parece no tener sentido… Pero déjame explicarte, para poder entenderlo. Déjame seguir escribiendo un poco más.
Lo que yo tengo y vengo a dilucidar aquí es el miedo irracional que siento cuando voy por ahí y me encuentro con un grupo de deambulantes caminando (¿deambulando?) lentamente, porque es el mismo miedo que siento cuando salgo de la cocina y tengo que evitar la sala para no ver a los zombis de The Walking Dead… No es el miedo concreto de que me vayan a hacer algo, sino el miedo abstracto y borroso del horror fantástico. Ese miedo irracional no es tanto con los deambulantes a quienes les quedan fuerzas para conectar con el mundo con el brío de una sonrisa o incluso el de una súplica articulada. Mi miedo es más bien provocado por los que parecen haber perdido visiblemente toda esperanza, arrastrar los pies mientras esperan la muerte; por esos cuerpos errantes que parecerían estar perdiendo lo que les queda de alma frente a nuestros ojos que no ven, cuerpos que nos sentimos con frecuencia forzados a ignorar, tú también los has ignorado, lector, has tratado de no verlos, no me juzgues, por favor, no me juzgues, piensa que ignorarlos no es moralmente mejor que sentir miedo, déjame terminar de contarte la historia de mi propio, privado y pequeño tormento.
Creo que el miedo a los zombis que se asentó en mi alma en 1994 tuvo algo que ver con las hormonas del embarazo y del parto, sí, pero también con el hecho de que perdí a mi madre por segunda vez y que en esta ocasión fue decisión mía, que lo hice llorando pero a conciencia, porque no podía o no sabía ayudarla, porque no me daba el alma, porque no me bastaba el corazón, porque mi deambulante Teté no cabía en mi vida, porque «resolverle» se me había convertido en un acto constante, agotador y sin fruto, sin resolución, sin clausura, porque ahora yo era madre de un bebé y eso me había despertado a saber qué resistencias latentes a la actividad eterna de hacerle de madre (madre fútil, madre incompleta, madre incapaz) a la mía propia.
El miedo a los zombis surge de la tristeza sin fondo de nunca haber podido devolverle a mi Teté el canto de alma que le faltaba. El miedo a los zombis es el miedo a mi propio potencial, y al tuyo, para perder pedazos del alma propia. En las circunstancias adecuadas, todas y todos podríamos tornarnos en zombis de carne y hueso, no de película, y escribiendo descubro que es probablemente ese miedo, lectora querida, ese miedo, el que me atormenta y que en una mañana de domingo me obliga a cerrar los ojos y apresurar el paso, camino a mi escritorio, para no ver ni escuchar la representación televisiva de la desesperanza, para ignorar mejor los gritos de seres que de alguna manera podrían muy bien ser como nosotros, que alguna vez lo fueron, y que hoy son el horror que no sabemos resolver.