La nostalgia en la política puertorriqueña
La reciente elección interna en el Partido Popular Democrático (PPD) para llenar la vacante dejada por Eduardo Ferrer abre la puerta a una interesante discusión sobre la participación política de la comunidad inmigrante en Puerto Rico. En esta contienda interna el joven Manuel Natal derrotó a Claribel Martínez, una mujer dominicana que había recibido el endoso del Gobernador y Presidente del partido. Lo interesante del evento eleccionario no es tanto el resultado final, sino todo el discurso xenofóbico que se generó durante el proceso. Discurso que no sólo retaba la legitimidad de que una mujer dominicana llegase a ocupar un puesto de autoridad en el gobierno del país, sino que rechazaba en general la participación de los inmigrantes en los asuntos de interés político y social. Esa participación, según la mar de comentaristas, incluyendo profesoras universitarias y abogadas, debería estar limitada a los “puertorriqueños”. Esta construcción de los boricuas parece limitarse a una definición un tanto orgánica y nostálgica del español, taíno y el africano que se mezclaron para producir “the unique puerto rican race”. Debo añadir que en esa visión orgánica y nostálgica hay mucho español, bastante taíno y un poco de africano.
La deslegitimación de la injerencia de los inmigrantes en los asuntos públicos ignora deliberadamente que Puerto Rico es un espacio más diverso y transnacional que lo que nuestra mal construida imagen nacional quiere reconocer. Según el más reciente censo, Puerto Rico y Michigan fueron las únicas jurisdicciones de los Estados Unidos que vivieron un marcado decrecimiento poblacional. Podemos afirmar, que sin el flujo de inmigrantes a Puerto Rico, la evidencia del masivo éxodo poblacional se hubiera sentido de una manera más dramática.
Es que en realidad, la construcción de lo puertorriqueño, lo que progresivamente “somos”, continúa con vida gracias a aquellos a quienes tradicionalmente no hemos reconocido como parte nuestra. Los y las inmigrantes se incorporan a nuestro espacio, a nuestro país y a todos esos otros “nuestrismos”, para juntos reconstruir y redefinir lo que es nuestra “comunidad puertorriqueña”. Aquella mal llamada “comunidad”, que idealiza el pasado, que resalta la diferencia y prefiere la pureza de sangre y de apellido, que funciona como una pared construida para mantener al otro afuera, esa aspiración de comunidad, no solo resulta ser anacrónica, sino que tiene como único efecto anquilosar nuestra puertorriqueñidad.
Afortunadamente en los pasados años hemos visto un aumento en la visibilidad del activismo de la comunidad inmigrante organizada. Esta visibilidad es indispensable. La historia se escribe y se rescribe a partir de lo visible, relatando lo nuevo que se hace visible o recontando aquello que nos resulta familiar con una nueva mirada. Con su activismo, la comunidad inmigrante ocupa espacios, los redefine y hace visible su transgresión a lo tradicional con sus cuerpos. Cuerpos que, en general, son progresivamente más negros, más amarillos y menos blancos.
Al hacerse visible, el y la inmigrante, tan sólo con su presencia corporal, abren a discusión su humanidad, sus capacidades, disposiciones, experiencias, deseos, su vida humana. Su mera presencia exige nuestra respuesta y la redefinición nuestras propias fronteras económicas, sociales, políticas y culturales.
Sin embargo, la respuesta que la comunidad inmigrante nos exige mediante su asertiva visibilización y ocupación de los espacios físicos y discursivos, no nos resulta cómoda, pues nos lleva a revalorar aquello que nos define, aquel terreno que creíamos estable, seguro y que en cierta forma se convierte en punto de partida para entender nuestra realidad actual y desde allí construir nuestro futuro. Tal vez por el miedo y la inseguridad que nos provoca dicha revaluación de lo nuestro, de lo que somos y lo que seremos de cara al futuro, es que los y las inmigrantes se han convertido, cada vez más, en blancos móviles para los heraldos de la diferencia y la xenofobia.
Se sobrevaloran las experiencias de nuestra “puertorriqueñidad”, de lo que nos es local, de nuestro “lugar en el mundo”. Es cierto que cada lugar tiene su cosmovisión, sus dichos, sus olores, sabores y sonidos, en fin, un grupo particular de significantes. Sin embargo, se ha convertido en esencialismo local. Lo cierto es que la historia de los lugares nunca culmina, se compone de diversas historias en conflicto y que nuestro espacio, que es algo más que un lugar físico, se redefine de manera constante, en los márgenes entre los que tradicionalmente “somos” y “pertenecemos”, y aquellos que se nos unen. En una sociedad crecientemente transnacional e (in)mediatizada, hay cada vez menos espacio para este esencialismo. Tratar de aferrarse a lo contrario es asumir el mismo discurso del esencialismo norteamericano que tanto criticamos.
Si bien es cierto que aquello que somos es el resultado de unas vivencias y una relación particular con nuestro pasado, y que todos y todas llevamos la marca de los espacios que hemos habitado por largo o por corto tiempo, no resulta menos cierto que, parafraseando a la profesora Claudia Ruitenberg, los seres humanos no echamos raíces en los lugares como si fuésemos plantas, ni dependemos de esas raíces para nuestro desarrollo físico, intelectual y ético. Como seres humanos somos más bien nómadas, que con el paso del tiempo hemos comprendido la importancia y el valor ético de aquellos gestos hospitalarios, que permiten abrirnos al otro para crear una comunidad que nos enriquezca en cualquier lugar que habitemos.
Me parece que esta discusión trae un importante elemento al proyecto político en Puerto Rico. Este proyecto político que ha estado basado históricamente en un concepto cerrado de comunidad, la exclusión de todos “los otros” y “las otras” en los distintos niveles de nacionalismo boricua. La formación de cualquier proyecto político debería integrar desde sus comienzos aquellos elementos necesarios para la construcción de una nueva comunidad por llegar, por alcanzarse, una comunidad basada en continuas negociaciones entre las múltiples identidades que la componen y el compromiso de cada uno de los y las participantes en la construcción de un espacio abierto, un espacio en camino a la posibilidad de la justicia, a “true non tribal friendship”.
Estamos aquí y sobreviviremos en la medida que este proyecto nos incluya a todos y todas en igualdad de condiciones. El crecimiento de la comunidad inmigrante en Puerto Rico nos ofrece la oportunidad de añadir experiencias, nuevos espacios de solidaridad y amistad. Una renegociación del cosmopolitanismo, de puertas abiertas y una hospitalidad “mutually agreed on”. La apertura a las experiencias de estos “otros” y “otras” crea un espacio de insurgencia que a todos nos beneficia, un nuevo espacio de negociación de democracia. Vengan dominicanos(as), cubanos(as) viejos y nuevos, chinos(as), suramericanos(as), anglocaribeños(as), árabes, africanos(as) y demás. Nada que perder, todo que ganar.