Microhistoria social: una mirada desde el siglo 21
En Puerto Rico la crisis fue interpretada como una prueba irrefutable del fracaso del modelo “industrialización por invitación” del Partido Popular Democrático. Pocos se atrevían a poner su cuello en defensa del Estado Libre Asociado como un “proyecto de desarrollo” exitoso. La propaganda de la Doctrina Truman (1947) ya no surtía ningún efecto: el milagro económico se había convertido en una mala caricatura.
La desconfianza se concretó en un giro inesperado. En 1969 una organización estadoísta, el Partido Nuevo Progresista, se hizo con el poder por primera vez desde 1936. La base de apoyo de aquel proyecto era distinta a la que había hecho posible el triunfo del Partido Popular Democrático. Los “olvidados” de la Revolución Pacífica muñocista reclamaban su lugar. De un modo u otro los acontecimiento de 1969 a 1973 marcaron el fin de una era.
En el campo de la discusión ideológica, la universidad pública volvió a ser un escenario privilegiado y la resistencia anticolonial. Volvió a selo porque había cumplido esa función en la década de 1920 y 1930 alimentada con la savia del discurso del Nacionalismo Político y Cultural. En esta ocasión el giro fue hacia un campo que se identificaba con la izquierda: la socialdemocracia y el socialismo rojo. En un país en donde el socialismo amarillo fue coprotagonista de la discusión pública hasta la década de 1960 se debe hacer esa aclaración.
Fue una experiencia extraña que nunca los liberó de ciertos atavismos ideológicos. Uno de los rasgos de los sectores radicales más visibles, fue el cuidado que pusieron en que no se les vinculara a los polos de La Habana y Moscú. Otro, el cuidado que pusieron en afirmar un discurso esencialista sobre la nacionalidad que chocaba con las aspiraciones de una izquierda genuina.
La riqueza mayor de aquella época estuvo en la literatura de todo tipo y, dentro de ella, la historiografía. La literatura creativa del 1970 conmocionó incluso a las conciencias más exigentes de las denominadas generaciones del 1950 y del 1960. Sin mucho empacho, escritores de la que se consideraba una nueva literatura, se apropiaron la cotidianidad atroz que se desarrollaba en el seno de un mundo industrial y urbano sin pedigrí, sin antecedentes: la ciudad antes y después de la industrialización ya no sería la misma. El escenario urbano en el cual se desarrollaba aquella literatura, en especial la narrativa corta, había crecido como un hongo en los márgenes de “Operación Manos a la Obra”.
Las continuidades entre una y otra manifestación cultura no dejaban de presentar continuidades. José Luis González se había fijado en gente del Caño y en la ominosa situación del puertorriqueño en Nueva York que volvía a ser “gente” tras un apagón masivo cuando podía ver el cielo de Manhattan. Eso estaba bien, sin duda. Pero en los 70’s Rosario Ferré, la hija del gobernador estadoísta, era capaz de volver la mirada hacia Isabel la Negra e indagar y celebrara aquella figura para muchos “infame” que medraba en el orden.
La mirada de los narradores se iluminó ante las figuras sintomáticas del nuevo Puerto Rico: un empresario llamado Antonio Tursi que aspiraba a la alcaldía de San Juan, o un Vicente, incoherente y decente, como el personaje de Luis Rafael Sánchez. El lenguaje no se parecía al de la Generación del 30 y, si bien volvía sobre muchas de las ansiedades de los autores del 1950, ponía en duda otras. Me parece que lo más emblemático de aquellos autores fue su capacidad para transformarse, al menos lo intentaron, en interlocutores y traductores de un Pueblo que ya no se parecía ni por asomo al de 1950.
La historiografía y la microhistoria social, tan nuevas como la literatura creativa fueron parte de aquella revolución cultural que atentaba contra la revolución pacífica muñocista. La renovación historiográfica, literaria e ideológica, traducía entre los intelectuales la noción del colapso del discurso sobre el pasado inmediato. Era como si unos y otros hubiesen convenido en que había llegado el momento de desmontar aquel relato dominante que había acabado por convertir Puerto Rico en la vitrina de un concepto vacío.
No pongo en duda que la relación entre historiadores, ideólogos y escritores puede trazarse hasta la literatura criolla del siglo 19. Pero la imbricación que tuvieron en el decenio del 1970 no tiene paralelo con ningún otro momento de la historia de la cultura del país. Pero mientras los literatos miraban hacia el entramado social de su presente, y los ideólogos tejían una incierta utopía de futuro, los historiadores inventaban un nuevo siglo 19 que minaba la concepción de lo que Cayetano Coll y Toste había conceptualizado como un siglo áureo. La nueva historiografía y la microhistoria no podían conducir a la “celebración” porque miraban hacia espacios sociales difíciles de celebrar.
En ese sentido, los historiadores poseyeron esa capacidad de conmocionar que caracterizó a literatos y los ideólogos del 1970. Los nuevos historiadores y los microhistoriadores sociales chocaron con el muro del funcionalismo estructuralista parsoniano que permeaba la explicación del Puerto Rico “desarrollado”. Pero también ponían en duda con sus argumentos la validez de la idea de la “democracia buena” que los ideólogos del Partido Popular Democrático habían domesticado de la lectura de la obra de Carl J. Friedrich (1901-1984). La “democracia buena”, había sido teorizada alrededor de la experiencia de refundación de una “Alemania débil” tras la experiencia nazi y reducía la práctica democrática a sus aspectos más externos mientras declinaba la discusión de los aspectos sustantivos de la misma. La democracia electoral era un logro pero la democracia popular a la que apelaban las izquierdas representaba un peligro.
La mirada parsoniana chocaba con el espíritu crítico del 1970. La conflictividad social y la lucha de clases que, en la interpretación materialista o en la nueva historia social eran vistos como “el motor de la historia”, no pasaban de ser un atentado contra el equilibrio que se añoraba. Aquella interpretación favorecía la moderación política tanto como Muñoz Marín apreciaba la “paz social” y apropiaba la “armonía social” como valor supremo a cualquier precio. Lo que más atemorizaba a los sectores moderados en la década de 1970 era el escalonamiento del conflicto social y la revolución.
Los historiadores sociales también echaron por la borda la interpretación axiológica vinculada a Henry Wells (1914-2007), sociólogo que evaluaba el triunfo o el fracaso de la modernización de la luz de la medición de la capacidad o incapacidad de los puertorriqueños para apropiar los valores “modernos”. El elemento patético de todo ello era que los valores “modernos” eran los valores “americanos”.
La experiencia investigativa del 1970 confirmó que el país poseía un pasado democrático deficitario y que el Nacionalismo Político y Cultural del cual echaba mano la cultura oficial, se había configurado alrededor de un siglo 19 inexistente. Sobre esas bases la Nueva Historiografía y la Microhistoria Social inventaron un pasado inédito para Puerto Rico.