¿Campus abierto o campus cerrado?
La civilización no suprime la barbarie, la perfecciona.
—Voltaire
Decía Voltaire que es peligroso estar correcto en asuntos donde las autoridades están equivocadas. Los sucesos recientes en la Universidad de Puerto Rico son testimonio de este aforismo.
La justificación esbozada por el presidente de la Universidad de Puerto Rico para pedir la presencia de la policía en los recintos de la UPR se basa en imágenes que todos vimos de destrucción de propiedad privada. Al otro día, un periódico de circulación amplia en Puerto Rico utilizó una de esas fotos como su primera plana, debajo de la cual aparecía—casi como fetiche—la palabra BARBARIE. Así, en letras mayúsculas. El gobernador Fortuño dio un espaldarazo público a la toma de la Universidad usando precisamente esa portada que se convirtió en su poster child, que mostró una y otra vez en cada ocasión que pudo.
Al momento que escribo, los arrestos de cerca de una veintena de estudiantes durante un terrible motín comienzan a desmoronarse al llegar al Tribunal. Las medidas aplicadas a la universidad, cada vez más arbitrarias y draconianas, tienen el efecto de sumir a la institución en un abismo profundo. El Estado, con su aparato policial y gubernativo, comete error tras error y es desenmascarado por sus propias acciones. La escalada de violencia es incapaz de devolverle a la universidad el orden institucional. Justo lo opuesto sucede. Sólo se logra garantizar una creciente disidencia y un esprit de corps fortalecido.
Para todos los fines prácticos, desde que la universidad fue ocupada por la policía, en lugar de abrirse, se cerró. Y es que siempre sucede así. No se nos olvide. A un paro de 48 horas, un cierre administrativo de dos meses. A otro paro de 48 horas, se tumban los portones para mantener la universidad abierta. La “apertura” es un mero juego semántico dirigido a mostrar quienes controlan la entrada al recinto. El problema es que los portones tomados por estudiantes, o su espacio simbólico tomado por la policía, igualmente paralizan a la Institución y dificultan lo que allí se hace. Pero hay una diferencia. La comunidad universitaria—incluyendo a los estudiantes—reclama ser escuchada. No es por mero capricho; es que no puede ser de otro modo. ¿Cuántas veces se tiene que señalar este hecho impostergable? ¿Por qué tanta arrogancia desde las esferas del poder? Es tiempo de que el diálogo sea algo más que una palabra hueca si de verdad existe un interés genuino de resolver la encrucijada actual. La letanía inacabable de provocaciones de la boca de líderes políticos y de los administradores de la universidad debe de terminar. Para ello, es urgente que las voces que insisten en que se les reconozca un espacio para presentar alternativas sean escuchadas, y tomadas en cuenta.
Es obvio que la solución no radica en el uso de la fuerza—por nadie. Los actos vandálicos que protagoniza un muy pequeño número de estudiantes generan una furia injustificada y generalizada de efectivos de divisiones especializadas de la policía. No hay proporcionalidad alguna en la reacción virulenta de ese cuerpo. Todos los que se encuentren cerca son un blanco legítimo para su poder avasallador. Se violentan los derechos ciudadanos con una frecuencia preocupante. En el más reciente motín, como en los sucesos que tuvieron lugar en el Hotel Sheraton, y en las escalinatas del Capitolio hace unos meses, vemos que la indisposición a conversar con interés genuino tiene consecuencias que nadie quiere. Si las acciones reprensibles no caben en una sociedad de ley y orden, ello tiene que aplicar a todos por igual—incluyendo al Estado.
Algunos estudiantes utilizan capuchas, es cierto, pero no son menos los policías que se quitan sus chapas. El movimiento estudiantil se ha expresado en contra de las capuchas. ¿Ha hecho lo propio la uniformada? Un recinto universitario ocupado por francotiradores, contingentes de fuerzas SWAT y tropas de Operaciones Tácticas, nunca podrá retornar a la normalidad. Alguien querrá imaginar que se restauró el orden, pero eso es como decir que el día es noche, o que el autoritarismo es democrático.
Los universitarios coincidimos con la gerencia de la Institución en una visión de universidad abierta. Pero abrir la universidad a la comunidad no se logra con quitar portones y rejas, ni con amenazas que llegan desde las esferas del poder, ni con el absolutismo de una presencia policiaca en nuestro espacio de trabajo.
La manera de conseguir una universidad abierta es mediante el compromiso con el País. Y de eso, algo sabemos los universitarios. Por años se ha hecho. Las clínicas externas en Ciencias Médicas, las prácticas de Trabajo Social, los múltiples proyectos comunitarios, la cátedra UNESCO de Educación para la Paz, el desaparecido programa de Confinados Universitarios, el programa CAUCE, entre muchas otras labores de responsabilidad social que nuestros universitarios apoyan y ejecutan—esas son la verdadera forma de conectar con el afuera de modo real y efectivo. Un campus abierto requiere la salida inmediata de la policía, pues con fusiles no corren las clases. Con macanas no se investiga y, lejos de ordenada, la universidad está vacía.
No es casualidad que los países más exitosos son los que mejor dotan—y más autonomía confieren—a sus universidades. Todos estamos al tanto que la situación es difícil. Por más de un año este asunto se ha manejado muy mal. Sin embargo, aún estamos a tiempo de salvar a la universidad.
A dos años de las elecciones, el gobernador Fortuño puede escuchar a los universitarios y pasar a la historia como aquel que, usando la autoridad de su oficina, rescató al primer centro docente de la ruina. Es cuestión de cambiar la fuerza por la razón. Si defendiese el proyecto más noble de nuestra sociedad estaría, a su vez, reafirmando un compromiso histórico con la educación superior pública. El apoyo del Estado a su universidad y el apoyo ciudadano a la educación pública es la salida. No hay otra.