Para rellenar el hueco del origen, de dios, solo un signo: Alejandra (3)
Bricolaje Poético Alejandrino: Los Signos de Alejandra Pizarnik
Desde el prisma de Leticia Franqui, se explora la técnica poética de Pizarnik como un bricolaje, donde la poeta construía significados a través de la repetición de nombres, símbolos y referencias, creando un universo simbólico único.
Así en su correspondencia, a la manera de una ensambladora, Pizarnik le enviaba a su amante tarjetas que organizaban un sentido totalizante y abismaban la máxima creadora de la modernidad y de la poeta “Yo es el otro” : “Tarjeta con dos tréboles, uno violeta y otro celeste, sobre fondo rectangular verde enmarcado en celeste. Escrito transversalmente en el borde izquierdo: “Silvina, Silvina, Silvina, Silvina”. Como si esa recta compuesta por cuatro repeticiones del nombre fuese un espejo par y completo de “Solo un nombre”, pues las dos duplicaciones de su patronímico dividen en dos triángulos visibles la hoja rectangular del cartón (dos ángulos de noventa grados). En una carta siguiente, en los tres nombres distintos que comparten una misma raíz (como la espiral) y destina a la amada espeja -deformándolo- el triunvirato de lo idéntico “Alejandra, Alejandra, Alejandra”. En ese texto cita a Rimbaud[1] y retoma a Mallarmé cuando alude a la poesía como “una partitura musical”, es decir, matemática (en la que los blancos también significan) y la habitación que se balancea es una suerte de “barco ebrio”, en su despedida le da la clave para descodificar el espacio geométrico como un significante poético: “Silvina, Sylvie, Sylvette, te llamé y nadie contestó. Por eso te escribo. Es algo muy simple (“c’est aussi simple comme une phrase musicale ») y que puede formularse más o menos así: la habitación se balancea y oscila como un barco”. “UN abrazo matemático A.” En su poesía “Reminiscencias” poetiza esos números, insiste en ese sustrato numérico:
y el tiempo estranguló mi estrella
cuatro números giran insidiosos
ennegreciendo las confituras
y el tiempo estranguló mi estrella
caminaba trillada sobre pozo oscuro
los brillos lloraban a mis verdores
y yo miraba y yo miraba
y el tiempo estranguló mi estrella
recordar tres rugidos de
tiernas montañas y radios oscuras
dos copas amarillas
dos gargantas raspadas
dos besos comunicantes de la visión de
una existencia a otra existencia
dos promesas gimientes de
tremendas locuacidades lejanas
dos promesas de no ser si ser de no ser
dos sueños jugando la ronda del sino en
derredor de un cosmos de
champagne amarillo blanquecino
dos miradas cerciorando la avidez de una
estrella chiquita
y el tiempo estranguló mi estrella
cuatro números ríen en volteretas desabridas
muere uno
nace uno
y el tiempo estranguló mi estrella. (…)
Mariana Di Ció[2] quien recopila y publica parte fundamental de su correspondencia coincide con nuestra primera intuición del bricolaje poético alejandrino cuando afirma:
“Pizarnik solía pegar y recortar las postales o cartas recibidas sobre su pared. Como zx el entomólogo que ama la belleza de un insecto pero al que vivifica con la muerte, el ejercicio coleccionista de Pizarnik tiene algo de ambas pulsiones. (…) Ella escribe con el cuerpo. Los temas de su obra pública se repiten en el epistolario. La lengua aparece como la herramienta más tenaz, y sin embargo la que más disgustos le trae.”
La moldura del verso de la argentina brota de una reflexión totalizadora enraizada bajo el signo de la carencia. Ahora bien, su corpus poético posee una extraordinaria conciencia sobre sí mismo y sobre su voz y en ese sentido no deja de ser resultado de la escisión profunda de la modernidad… La muerte del “yo” poético, alargada hasta la autora, es una muerte trágicamente moderna… redundante y atemporal. La “nada” que acorrala a un Baudelaire derrotado (“Le goût du néant”) no es la culminación de una vida de decepción, es la esencia misma de la palabra, del mundo y de ese “yo” que Alejandra asoma a su mundo interior, exiliada de sí misma.
El universo poético de Alejandra Pizarnik no permite que la historia lo atraviese -a diferencia de aquel de Pavesse tan semejante y distinto- es un mundo independiente de la realidad, absorto en revelar detrás de la artificialidad de su fulgor, su esencia más profunda de “ceniza” que nos decía Lévi Strauss, por la combustión de la proviene es el signo de la civilización frente a la miel y a la carne cruda de la naturaleza. La poeta en sus diarios se muestra desdeñosa ante los cambios sociales, la injusticia, las guerras o las revoluciones, esa “realidad” no le interesa, solo le llama del mundo lo que potencialmente puede transformarse en arte y dar cuenta de su angustia frente a su forma (la propia, la del lenguaje, la de las cosas). Allí se encuentra con el “hasard objectif” de Breton, con esas coincidencias que le permiten hallar motivos de su poesía en su realidad. Aún si descifra fragmentos de su historia individual como si fuesen signos de una realidad mayor, la Pizarnik, no se considera signada por los tiempos. Erraba Alejandra: su obra, aunque se cerque en un espacio ahistórico, onírico, también es hija de la Historia. La poeta no recibe la angustia que inaugura el S. XX de teóricos y críticos (que conoce bien aunque finge desdeñarlos), le llega transmutada y digerida en el dolor de la palabra de poetas como Charles Baudelaire, Stéphane Mallarmé, Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Antonin Artaud, Yves Bonnefoy, Pessoa, Rainer Maria Rilke, César Vallejo, Pavesse y Olga Orozco.
Alejandra está de moda y esa constatación es una gran ironía de situación, pues reenvía a la raíz del término que Baudelaire -con plena consciencia poética y filosófica- creó para nombrar a su época: “modernidad”. Esa época de disloque, en la que los poetas descubren a un sujeto capaz de reorganizar el mundo a partir del cuestionamiento simbólico, se inaugura en Occidente con la consolidación de las fuerzas capitalistas y las transformaciones aceleradas del mundo del mercado y de la tecnología. Los cambios dramáticos acentúan en las nuevas sociedades el sentimiento, ya presente para Arnold Hausser en el arte impresionista del XIX, de “la vida” como “un constante devenir”. Esa “impresión” en la poesía de Pizarnik se hiperboliza hasta convertir en certeza la imposibilidad de cernir lo real, de “imprimirle” una huella al mundo. Ni siquiera puede mirarlo y nombrarlo desde las nubes -como el extranjero de Baudelaire- pues la lengua y el yo están bifurcados: “explicar con palabras de este mundo/que partió de mí un barco llevándome” (p. 13). Experimenta, en palabras de Bonnefoy “uno de los grandes aportes de nuestra época (la modernidad) ha sido la valoración de lo que llamamos el trabajo del significante, y como correlato, la denuncia de algunos aspectos ilusorios de nuestra conciencia de nosotros mismos”. (21)
La escritura de Alejandra cuestiona las categorías, los discursos de los saberes, la construcción de la identidad e irónicamente la lengua en tanto que nomenclatura. En su pequeño tejido simbólico sacude, si se quiere, los castillos de certidumbres de la sociedad occidental. En ese sentido lleva, en su pulsión de muerte, en su deconstrucción totalizadora pero también en su paradójica originalidad, las marcas que sobre la concepción de mundo y del arte deja la emergencia de la modernidad. Abordemos sucintamente ese gran contexto que permite descodificar la poesía de Alejandra dentro de la historia de las ideas y de las transformaciones sociales, mas no así limitarla o encasillarla en una corriente estética o filosófica o agotar su objeto poético. Se le ha llamado poeta maldita. Quizá se deba a que frente a la muerte de dios -el significante pleno e infinito- al símbolo visionario de Rimbaud y a la ambición del lenguaje poético como la divinidad en el origen fugaz de Mallarmé, ha conservado la alucinación, el ritmo ritual, la imagen que reactualiza el mito moderno sobre un signo hueco que es también un “yo” atrapado en la mediación del lenguaje. Donde estaba dios, puso el significante, el cuerpo y el mundo, donde estaba el significado, la nada. La filosofía del siglo XIX insistimos había declarado la muerte de dios, la literatura, la del autor que era alter ego del pequeño dios romanesco, el narrador. Lo ritual ni siquiera logra la creación -aunque siempre efímera- con la que un Mallarmé alucinado, afirmaba que el logos había creado al dios. Lo ritual, el ritmo íntimo del verso -aliterado-, en Alejandra se yerguen sobre la gran ironía que Schoentjes llamaría de “situación” pues el todo se rellena con la vaina, con la vasija seca.
Recordemos que la mayoría de los seres humanos del siglo XX no conoce ya el origen de las cosas, ha perdido el control cognitivo de su realidad material. En palabras de Zygmunt Bauman, paulatinamente esta adquiere también una “liquidez” constitutiva. La transformación constante, la exacerbación del objeto y la desvinculación con su creación, desatan la impotencia creadora en los artistas de la época atados a los valores premodernos, en otros como Pizarnik, rupturas impensables. La mecanización y la desnaturalización fundamentan para muchos de los nuevos pensadores de las primeras décadas, las nuevas sociedades modernas.[i] Esa percepción se debe en parte a que el mundo de principios de siglo vive dos guerras mundiales que en menos de tres décadas amenazan la supervivencia de la especie humana, la segunda dejará para siempre a Alejandra bajo el signo de la disgregación y del éxodo multiplicado. Sin esa “muerte de la autora” no podemos entender su afán escritural, su vocación de significante en un universo estructural.
Esa biografía se alimenta, insistimos, de la historia. En Europa las vanguardias, los surrealistas y los existencialistas, abren las puertas hacia el absurdo, buscan nuevas formas, nuevas verdades, ajenas y distintas a aquellas de un Occidente de guerras y xenofobias capaz de destruir todo lo creado por “dios” y por el ser humano. La literatura occidental del siglo XX, como la poeta susurrante, tiene que bajar la voz y la poesía pierde el tono grandilocuente del romanticismo decimonónico. Los marcos de referencia vuelan y hay que repensar el mundo, con él también el Arte y la primera persona singular, ya dinamitada.
Después de las guerras, de la aniquilación, o al menos del cuestionamiento de las verdades apodícticas y racionales de Occidente, los movimientos en el Arte se multiplican y mueren tempranamente avejentados, como los objetos de consumo que produce el mercado, como nuestra poeta. La recién comenzada centuria no puede contraer en una única corriente literaria el pánico frente al vacío de lo simbólico y a la imposibilidad de crear formas nuevas después de la hecatombe del humanismo y del fracaso del positivismo occidental. El estructuralismo con la muerte del sujeto, del sentido y de la historia ase-ntaba su imperio y Alejandra parecía ahuecarse para espejar esos vacíos, ya en sus versos -a gritos- Mallarmé había escrito para siempre: “Yo digo: ¡una flor! y, fuera de mi voz en que mi voz relega algún contorno, en tanto que otra cosa que los cálices consabidos, musicalmente se eleva, idea incluso y suave, lo ausente de todo bouquet”[ii]. Bonnefoy nos recuerda que “la crítica ha subrayado recientemente el papel del significante en la escritura” y el hecho de que- “el lugar del inconsciente en las decisiones de los poetas fue percibido antes por estos últimos, y ya lo habían convertido en su preocupación principal en el umbral de nuestra modernidad, que comenzó como disgregación de la idea absoluta del yo que había en los románticos.” (25) Y continúa el teórico a quien engulló Alejandra:
“Allí donde el crítico o el filósofo anteriormente creían encontrar, en la obra literaria o en el habla común, la expresión univoca y directa de un sujeto al cual le habría bastado ser fiel a la verdad para sentirse presente ante otras presencias, y progresivamente a través de dichas experiencias fundamentales, el dueño del sentido del mundo o incluso una emanación divina, hemos aprendido a percibir en cambio una madeja sin comienzo ni fin de representaciones transitorias, de ficciones sin autoridad, donde lo que pareciera más digno para ser designado como lo real seria esa masa de palabras, que cambia sin cesar de sentido y a menudo de forma, rodando de época en época como un gran rio a través de las lenguas y las culturas. Allí donde hablaban aquellos a quienes llamaban genios, porque se habrían dirigido directamente a una verdad superior, han comenzado a brillar esas galaxias que denominamos textos, espacios mas complejos y cargados de resonancias de lo que antes se veía formulado, pero donde nos alejamos en vano entre las constelaciones y las sombras en busca del ser que sin embargo había reunido o arrojado tales signos en el abismo sin arriba ni debajo de la hoja en blanco. Una “nada hueca”, dijo Mallarmé, que a veces aparece como “musical” solo por una añadidura enigmática.” (22)
Esas son las inquietudes del arte moderno que se conjugan en el verbo desvanecido de Alejandra Pizarnik, como si “entre las ruinas del cogito no existiesen mas que los mil niveles de raudas nubes del lenguaje donde no somos, en nuestra breve jornada, más que un ligero frunce de las estructuras, un pliegue que no podríamos aspirar a reconocer íntegramente…” (23). Bastaría para corroborar lo anterior con examinar su célebre poesía “Sólo un nombre”.
Debajo de mi nombre estoy yo
Alejandra, Alejandra
Alejandra
Pizarnik inserta en el espacio metonímico, el del eco, un material simbólico que adquiere una naturaleza metafórica apabullante: el nombre. Todo el poema, como el resto de su poesía, se organiza a partir de aquello que Mallarmé llamó “el demonio de la analogía”. La disposición piramidal de los versos en la página en blanco recuerda a un rombo trunco cuya mitad idéntica y opuesta le falta. La figura que las palabras negras organizan en el espacio es reversiblemente barroca, contendrá el discurso en su forma. En su trazo esquemático y en su retumbo evoca el tañer de las campanas, llama y repica un nombre cóncavo. El verso “debajo estoy yo” se encuentra arriba y servirá literalmente de espejo que contrae o dilata, pero siempre está ausente de sí mismo (literalmente esta debajo de su “nombre”). En su entramado poético hallamos la extrañeza llevada al extremo de no reconocer al mundo ni reconocerse a sí misma, la búsqueda angustiosa de formas originales que en la vorágine del desasosiego desembocan en la muerte, la desvinculación con lo natural y la escisión símbolo/mundo reflejada en el desfase del yo. Alejandra Pizarnik es la poeta de la ausencia, de la liquidez, la alucinada mártir de su tiempo, de la historia de la literatura, de su pequeña vida. El yo poético se busca reiteradamente en el mundo, en las cosas y tropieza invariablemente con el nicho, con la imposibilidad de aprehender la esencia de lo real, con la impotencia de cernirse con palabras que se vuelven sobre sí en exploración constante de su vacío inmanente.
El “yo” es el sujeto, bifurcado, desdoblado, que se observa con el mismo asombro con el que observa el paisaje y la lengua. La frase de Rimbaud “yo es el otro” la cala abismalmente y todo resulta ser una “otredad”, exterior e inasible en esa larga narratividad de la metáfora, en esos desdoblamientos proteiformes. Se sabe un ser mediado por el lenguaje y a la vez extraño a él, no puede -como lo afirmaría uno de sus poetas amados Yves Bonnefoy- “hallar en la poesía la libertad” “sin la muerte”. Por ello afirma Flora Alejandra: “El lenguaje me es ajeno. Esta es mi enfermedad. Una confusa y disimulada afasia. […] Todo tiene un nombre pero el nombre no coincide con la cosa a la que me refiero. El lenguaje es un desafío para mí, un muro, algo que me expulsa, que me deja fuera”.[iii] (“Los diarios”).
La poeta se observa y se persigue en la poesía, ese tejido que dará cuenta de una búsqueda imposible y siempre renovada de lo intangible: su alma, la mente, el espíritu, el origen… Y es que los significantes con los que nos llaman y nos poseen y entroncan nuestra identidad, no son exclusivos, han sido, son y serán de otras muchas Alejandras. Como si estuviese en dialogo con Federico, hay tres Alejandras, “la una era la otra, y las dos eran ninguna” (Casida de las palomas). Es la Condesa repetida en las otras, buscando sangre para llenar un vacío infinito, como el del significante.
[1] En “Guerre” de Rimbaud hallamos estos versos: “ A présent l’inflexion éternelle des moments de l’infini des mathématiques me chassent par ce monde’ ’C’est aussi simple qu’un phrase musicale. » « Ahora la inflexión de las matemáticas me cazan por este mundo. (…) Es tan simple como una frase musical »
Y en Les illuminations « Quand le monde sera réduit en un seul bois noir pour nos quatre yeux étonnés -en une plage pour deux enfants fidèles, en une maison musicale pour notre claire sympathie/ Je vous trouverai. » (« Cuando el mundo se reduzca a un solo bosque para nuestros cuatro ojos asombrados – en una playa para dos niños fieles, en una casa musical para nuestra clara simpatía/ Je los encontraré”)
Mallarmé : “J’y essayais, en effet de mettre à côté de l’alexandrin dans toute sa tenue, une sorte de jeu courant pianote autour, comme qui dirait d’un accompagnement musical fait par le poète lui-même et ne permettant au vers officiel de sortir que dans les grands occasions. (Divagations Un entretien) (Intentaba, en efecto, poner a un lado el alejandrino en toda su vestidura, una suerte de juego corriente apianado alrededor, como quien diría un acompañamiento musical hecho por el mismo poeta que no permita al verso oficial sino salir en grandes ocasiones”.)
[2] Di Cio Maria Pizarnik y Paris: un episodio en la vida de la poeta viajera. Cuadernos LIRICO. Hors-Serie 2023 https//doi.org/10.4000/lirico.14575
[i] Disciplinas recientes, la antropología y la etnología, señalan tempranamente en el siglo xx una inecuación entre las civilizaciones modernas y los referentes naturales. Spengler en “La decadencia de occidente” – pilar de lo “real maravilloso” de Carpentier- propone que las culturas evolucionan según ciclos homólogos a los naturales: “el universo estaba hecho de múltiples culturas en diferentes momentos de un proceso de evolución que todas sufrían”[i]. Para el antropólogo, el momento de plenitud cultural llegaba cuando había una adecuación inconsciente entre paisaje e individuo. La decadencia comenzaba cuando los valores culturales se hacían conscientes y, por lo tanto, reflejos. Spengler concluye a principios del siglo xx que Occidente estaba en su decadencia, mientras que América estaba en su momento de plenitud.
[ii] Mallarmé, Stéphane. Poesías. Madrid: Hiperión, 2003, pág.85.
[iii] Pizarnik, Alejandra. Diarios. Barcelona: Lumen, 2003, pág. 286.