Para rellenar el hueco del origen, de dios, solo un signo: Alejandra (4)
Pizarnik a través de Correspondencia: El Arte Poético como Colección
Franqui examina la correspondencia de Pizarnik como una colección de arte, donde la poeta recopilaba y organizaba experiencias y pensamientos, revelando así la íntima relación entre su vida y su obra.
En filiación abismal con la máxima de Baltasar Gracián: “Hacen falta ojos sobre los ojos, ojos para ver como miran los ojos”, su poesía quiere ser el constante asomo a su existencia, para sopesarla y corroborar su ingravidez. Sus versos más célebres también apuntan hacia circunstancias que una y otra vez corroboran la grieta profunda entre su cuerpo y su alma, entre el mundo y el espíritu, entre la palabra y lo real pero también aluden a una biografía. Alejandra Pizarnik creció con muchos nombres, su familia pierde el Pozharnik cuando emigra, proviene de la diáspora judía rusa en una zona que cambio de nombre y de lengua (Ucrania) y nació en un país de emigrantes, Argentina. El origen, la identidad cultural parecerían ser tan flotantes como su personalidad, en la que distintos “yo” coexisten en el presente y otros tantos en el pasado persisten intactos, encerrados en mundos herméticos en algún lugar de la conciencia. En la erradicación de los hiatos del lenguaje o en la doble postulación, en la vuelta sobre su exilio interior Flora Alejandra Pizarnik, descorre mundos que conversan con la mística, pero de su poesía no nace la intuición del todo -del misterio absoluto que da coherencia al universo- solo nace la certeza terrible de la nada, sus versos son cajas chinas de eclipses… En profunda contradicción con su conciencia sobre el artificio sobre el que se yergue todo lo que existe, la pulsión que la lleva a encontrarse con el vacío desvela una trágica necesidad de vida. Así, en la perplejidad moderna exacerbada hasta llegar a ser forastera de sí misma, el verso de Alejandra, como su nombre ahuecado y calcado, es el gesto prolongado y resonante de la ausencia. Es la serpiente que muda piel y mira el pellejo que resta como observa las palabras, de lejos, en constante transmutación y como diría Bonnefoy “solo cuando uno se apega a el y a su habla de esta manera (como presencia herida) con suspicacia, sensación de exilio en el seno de las palabras y por lo tanto de nostalgia, impulso de todo el ser, exigencia, se accede a un sentimiento de la finitud que desemboca -y que es entonces la poesía misma- en la memoria de lo inmediado y en la experiencia de la unidad” (Yves Bonnefoy 14). Queda pillada entre dos deseos, por un lado que su biografía sea producto de una escritura, por el otro que su vida vacía cree un mundo totalizante, he aquí la ironía que cobra la sentencia de Barthes sobre ese cadáver de la autora.
Paradójicamente en sus signos horadados tradujo la Pizarnik aquello que Yves Bonnefoy, afirmaría: “la poesía libera sonidos y grafías del imperio del concepto, en ese acto roza el primer tiempo de un paraíso perdido”. En la neurosis de un mundo en el que toda interpretación es parcial y siempre quedan residuos, Alejandra fabrica una red de significantes que tienen una misma esencia: la nada. La nostalgia romántica por la legibilidad del mundo teocéntrico ya imposible en la modernidad, la resuelve Pizarnik multiplicando los motivos del destierro. Se trata de un mundo en el que hasta la blancura de la página devuelve al vacío, “solo hay palabras, nadie está presente en ellas” ha dicho Mallarmé y Alejandra lo ha digerido como sentencia lapidaria: es nadie bajo las letras de su nombre. Esa reconstrucción a través de los juegos de espejos de la imagen la aspira como forma, la lleva a la muerte del “yo” en todas sus formas… imagen y utopía se reencuentran en su último desvelo del vacío. Silvio Mattoni en su prólogo sobre el curso de poética de Bonnefoy, señala que el profesor y poeta que tradujo Pizarnik, afirmaría que en Mallarmé, hay una “necesidad (…) de una presencia y un sentido que no respondan a ningún trascendentalismo perimido” e “intentará transformar la dialéctica de la nada planteada por Mallarmé, la reducción de los seres a vanas formas de la materia’ -que asumió y sumió a Alejandra en un mundo simbólico mudo- en un dialogo con aquellos que, conociendo el vacío detrás de lo que existe, sin embargo pintaron o escribieron para resistir con sus vidas el oscurecimiento, la noche del no-ser…” (Prólogo Lugares y destinos de la imagen 6)
Alejandra predijo, narró su paulatino desinfle y en giro neobarroco se dio la muerte a los 36 años, ella, que había llegado al mundo en el 1936. Nos dejó en su pizarrón aquel 25 de septiembre los últimos versos para mirarla “No quiero ir / nada más / que hasta el fondo” y se ahogó en su semiótica como una vaina, como un significante agotado de sentido. Irónicamente la desterrada, la metáfora de la diáspora -judía, rusa, ucraniana, argentina- regresó en su último verso a todos los significados del “fundus” latino, “cavidad, recipiente, raíz”… “suelo, fundamento, tierra sobre la que asienta una producción”, es decir a “la tierra más lejana”, donde finalmente se une a los ensalmos de su raza resemantizada. Fue la última angustia de la más moderna y dispersa de las poetas, de la más liquida y quebrada por la nostalgia de una palabra sagrada (como le escribía a Silvina Ocampo). Sin gestos románticos, sin pasión de vida o de muerte se desaguó… mordiéndose la cola. Como serpiente anillada, extremaba aquello que Barthes izaba como alucinante máxima de su maestro Mallarmé: “el lenguaje literario no se sostiene en sí mismo sino para cantar su necesidad de morir”. Como un reverso de una moneda del dios verbo que se hizo carne, Alejandra aspiró a ser el logos que reenvía a la inmanente nada del espectáculo de signos del mundo. Toda vez su obra no deja de ser su vez espejo contraído de la historia de múltiples deicidios, de exilios y de una grafía de la vida. Así, signada por la modernidad Alejandra quiso descarnarse un día, ya para siempre ser solo un nombre, aún no ha muerto.