A Most Wanted Man
La imagen que salta a la mente de muchos cuando se habla de espías es la de James Bond rodeado de mujeres guapas y de dispositivos insólitos que lo han de socorrer de las situaciones más complejas e inverosímiles. En cambio están las novelas de espionaje de John Le Carré que nos adentran, no en las guaridas de los cerebros malvados de Dr. No o de Blofeld, sino en la psique de personajes que han caído en el juego del poder de la “inteligencia” (servicios secretos) y son solo peones que las naciones poderosas mueven para sacarse ventajas las unas a las otras.
En este filme excelente se exploran las pugnas entre distintas divisiones de seguridad e inteligencia del gobierno alemán, ayudados (velados) por la CIA, y nos conduce a un caso en particular luego de habérsenos advertido que una riña entre agencias internacionales evitó que pudiera prevenirse el ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001.
Una agencia gubernamental clandestina (trabaja con la anuencia del gobierno pero al margen de las agencias oficiales) investiga al doctor Faisal Abdullah, un filántropo a quien sospechan de pasarle fondos a grupos terroristas musulmanes. Logran acercarse más a su meta cuando un checheno llamado Issa Karpov (Grigoriy Dobrygin) entra a Hamburgo ilegalmente y decide que una cantidad enorme de dinero, que ha sido recaudada ilegalmente por su padre muerto, depositado en un banco capitaneado por Tommy Brue (Willem Dafoe), sea entregado a Abdullah.
Se desata una lucha entre las autoridades alemanas con Rainer Bock (el siniestro Dieter Mohr) al mando, la CIA, representada por Martha Sullivan (Robin Wright, magnética como simpre) y el equipo clandestino, dirigido por Günther Bachmann (Phillip Seymour Hoffman) sobre cómo proceder con el chechena de quien se dice que es un terrorista muy peligroso. Bachmann trata de dilatar todos los planes porque si apresan al checheno antes de tiempo, no le permitirá apresar a Abdullah.
En la lucha de ingenios, como suelen ser las cosas, la inteligencia innata de unos y otros de los participantes fluctúa tanto que uno infiere que algo terrible ha de ocurrir. Un guión magnífico de Andrew Bovell y la dirección hipnótica de Anton Corbjin, nos va dando las pistas que unen este rompecabezas estilizado y refinado de cómo están unidos los malos, los buenos y los no tan malos ni buenos en un juego que simultáneamente es egoísta, banal y letal. Como en toda partida, tal parece que se acumulan puntos de distinto valor y de variado significado cuando se completa una tarea. Por lo tanto, el ego se interpone entre la justicia y la ley, y se actúa más con la ganancia personal en mente que con consciencia de cómo los resultados han de afectar a los involucrados.
Le Carré nunca ha escrito novelas de espías en las que se destaquen las hazañas físicas del espía. Más bien ha concentrado, como sucede en este filme tan cuidadoso desde ese punto de vista, en las ambigüedades morales que resultan de las decisiones hechas por superiores de los agentes en el campo que revelan secretos que afectan a individuos. El guionista Bovell ha sostenido ese tono de imprecisión que afecta a todo ser humano cuando necesita hacer decisiones que pueden significar la muerte de alguien, tal vez inocente. Bachmann no sufre los extremos emocionales que confrontan al gran personaje de Le Carré, George Smiley, en Tinker, Tailor, Soldier, Spy o en la fenomenal y poco vista película de 1966 The Deadly Affair (en la que por razones comerciales Smiley es llamado Charles Dobbs), pero eso porque no procede de las tradiciones de la escuela pública inglesa y Oxford. Bachmann es más “físico” que lo que jamás fue Smiley. Su participación en el campo no incluye intercambio de balas de Beretta, pero no deja de conllevar esfuerzos corpóreos. Y, aunque no sabemos exactamente lo que piensa Bachmann de Karpov y de Tommy Brue, sabemos que quiere que se haga justicia. Le Carré y el guionista, través de Bachmann, nos están diciendo que el juego de espionaje e inteligencia es mayor aún de lo que fue, porque ahora tiene como oponente un enemigo poliétnico y multilingüe que desafía la comprensión sencilla de los móviles de sus acciones que están, como nunca, matizadas por la religión.
Esta es la última actuación de Phillip Seymour Hoffman (faltan por llegar las dos secuelas de Hunger Games, pero esas son participaciones pequeñas) y verlo en esta película nos hace evidente lo que su muerte nos privó. Como buen actor de teatro que saltó al cine (iba y venía con gran aplomo) Hoffman sabe que tiene la cámara encima y que no puede hacer gestos exagerados o alterar el volumen y el cuerpo de su voz para esos primeros planos. Su actuación usa del teatro una serie de accesorios (props) que se convierten en parte del personaje. En este caso, vasos de whisky, cigarrillos, una barba “de dos días”, y una vestimenta que desafía cualquier similitud del espía moderno con el de cloak and dagger de principios de la Guerra Fría y mucho menos de los clásicos de Eric Ambler de entre guerras. Hoffman nos convence de que está interpretando bien las movidas de los sujetos que persigue manteniendo una distancia de sus personalidades y concentrando en los hechos. Es una actuación magnífica, de grandes sutilezas y, finalmente, conmovedora. En la última toma de la película Hoffman sale de un automóvil y la cámara se queda fija en el asiento vacío. Es un comentario de lo que acaba de suceder en el filme, pero también nos estruja en el rostro que se ha ido, que ha dejado su asiento vacío, que Hoffman no ha de regresar.