A propósito de «sembrar»
El día después del que me rendí, me senté a escuchar. A escuchar el viento que se escurría entre todos, sentados en círculo y silenciosos como cañas. Como cañas de azúcar, quizás, con el trabajo y la resolana; con la calma hamaqueada de una brisa de mediodía, cuando los que trabajan, se escudan del sol. Bajé el machete. Dejé que el aire me agarrara por el cuello y secara el sudor.
Y escuché. Escuché, por primera vez, no la canción del trabajo, del esfuerzo por hacer que la tierra rinda fruto y cosechar, sino el sonido que me devuelve aquello que es trabajado. No fue tampoco el silencio de una obra completada; fue la canción muda de aquello que vive a pesar de uno mismo, incluso antes de que uno lo trabaje, pero que se estira, se expande, se transforma, cuando uno lo toca. Fue experimentar de cerca la pura palpitación de lo que también puede existir sin mí.
Se nos pide, a menudo, que «vayamos al grano». Que no perdamos el tiempo. Que no nos desviemos del asunto. Que nos concentremos en la tarea por delante. Que nos «enfoquemos». Vivimos bajo el imperativo de abreviar todos los caminos y de llenar todos los segundos con algo, aunque sea nuestra voz. Lo demás, nos parece vacío. Porque la paja que ha sostenido el grano para que se dorara y nosotros «vayamos» a él, nos parece superflua. Porque no es lo más inmediatamente «útil». Y lo útil es lo que acorta el trayecto entre una acción y un propósito. Un atrecho que no nos deja perdernos en la verdadera inmensidad de la belleza, la incertidumbre y las múltiples dimensiones de cualquier acto de propósito: los miles de años de caminata que tiene, por ejemplo, una bombilla, desde la primera chispa de fuego que contagió a nuestros antepasados, hasta la pera de cristal que sostenemos hoy en nuestras manos, para alumbrar nuestras construcciones de cemento, metal y cristal; la antigüedad expansiva del gesto de saludar e invocar los buenos días. Para tranquilizarnos, a todos esos silencios dispersivos los llamamos «inútiles».
De la profunda densidad poblada de lo inútil me percaté cuando, tras varios intentos de adelantar mi «propósito», en una clase, me venció el silencio. La paja, las hojas, los tallos, los rastros y los despojos, todo el torbellino de presencias mudas que arrastraba el silencio de quienes me escuchaban, se tragaron el grano. El camino abreviado de la «finalidad», pidió, de pronto, respirar el aire alrededor, pararse al borde de la carretera a recoger los pedazos de caña escurridos de algún camión apresurado, los pedazos desparramados a despropósito. El «propósito» no quiso seguir caminando y me hizo a mí misma soltar mi lápiz, mi papel y mi plan y sentarme también al borde de la carretera a escuchar. Descomprimió las abreviaturas de tiempo, espacio y relaciones de la zafra académica.
En medio del gran relato de la ilustración, de la concentración y la insistencia en lo que queremos decir, en eso «a lo que queremos llegar», surgió la evidencia de lo que crece en las sombras de nuestro intelectual ojo avizor. La diferencia y la indiferencia, las diferentes expectativas y pertinencias. La densidad de los silencios en donde aterrizan nuestras palabras y esfuerzos. Sin ceder ni lo hermoso ni lo contradictorio; lo sublime ni lo atroz de las caras que nos miran y se callan. Y la posibilidad, que aún no había pensado, de no pedirles nada a cambio salvo revelarse, evidenciarse a sí mismas; presentarse. Lo más inútil, quizás, porque presentarse no tiene fin.
Hay muchas metáforas para el activismo político, pedagógico y religioso en torno a «sembrar» una idea, una motivación, o un propósito. La semilla de una idea importante debe encontrar un contexto, un «terreno fértil» para germinar y florecer. Esta semilla es generalmente singular y tiene nombre y, a menudo, autor. El contexto, la tierra donde se supone que caiga, es lo demás, el terreno, inicialmente indefinido pero necesario, para que esa idea, motivación o propósito, se reproduzca. Así, por ejemplo, se habla de «sembrar valores» y de la labor de los «educadores»; los educadores (siempre con propósito o con expectativa) siembran, los estudiantes, discípulos o seguidores «florecen» o no.
Pero lo que me sucedió en ese momento fue muy distinto. El terreno silencioso que yo se supone que sembrara se me hizo presente con toda su humedad y espesor; con sus texturas y todas las fuerzas minúsculas que lo componen. Con sus miradas vivas. Y entonces no me quedaba nada que sembrar. Se me vació el propósito, porque se llenó el espacio.
Me di cuenta, además, de lo artificial que son el tiempo, el espacio y las relaciones comprimidas en nuestras aulas de clase, en donde tantos de nosotros pasamos años. Como estudiantes, conferenciantes o docentes aprendemos, en todos los flancos, a reducir la expansividad exhuberante de los mundos que vivimos y los seres que los pueblan. Hablamos de siglos en horas y del mundo entero entre cuatro paredes (ese mundo, «afuera», tampoco nos debe interrumpir). Pero lo más dramático es la reducción del esencial espacio de encuentro con nosotros y entre nosotros. La posibilidad, no sólo existente, sino practicada, de pasar todo un año sin saber con quién o a quién hablamos; de no tener que saber el nombre de quien se sienta tras nosotros. La compresión de la humanidad que produce asumir la vocalidad de quien ‘enseña’ y la receptividad de quienes pueblan las filas. La reducción del espacio vital de nuestras verdaderas, expansivas experiencias. El sofocamiento del ruido fundamental de la vida que, se asume, nos permitiría reconocerla. Me di cuenta, por primera vez, de cuán radical es permitir que el espacio se llene con todo lo que contiene.
Junto a las metáforas de «sembrar», y probablemente para que éstas existan, están las metáforas del «vacío». De todas las «faltas» y carencias que inundan nuestros salones, nuestra sociedad, «el país». Pero como pensadores, educadores y seres humanos, debemos estar atentos a cuántas de estas metáforas del «vacío» están cultivadas sobre la sensación de presencia o ausencia de nuestra propia voz: de ideas, motivaciones o propósitos como los nuestros. Estamos invitados (la vida continuamente invita), a bajar el machete y sentarnos a la orilla del camino a escuchar las presencias que llenan el aire. Si nos callamos, el espacio crece. Cuando nos rendimos, el tiempo respira.
De la desesperanza a mí me salvó un silencio, como todo silencio profundo, inútil. Inútil y desenfocado, fuera del «punto» y del «grano», porque lo que hizo fue expandir la existencia en todas sus direcciones.