The Zone of Interest
Aparece el título. Poco a poco se va oscureciendo hasta que desaparece y vemos por tal vez un minuto, la pantalla negra. De algún modo entendemos que está en tinieblas. La música es escasa y cuando volvemos a ver algo, es una escena idílica. Hay una familia pasando un día hermoso de verano a orillas de un lago o un río. El hombre, quien presumimos es el “jefe de familia”, tiene un recorte raro. No hay duda de que es soldado. Más tarde vemos dos autos de la época. Sabemos que regresan y nos llevan a una casa hermosa rodeada de verdor.
Hay varias personas que deducimos son empleados de la familia. Uno, que lleva una carretilla llena de algo que no vemos, tiene un traje raro. Si nos fijamos bien, aunque está en pantalla solo unos segundos, notaremos que lleva en el pecho la estrella amarilla de los judíos que iban a los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. No solo eso, en una toma aparece una torre de observación, los edificios y las murallas con alambre de púas que indican que estamos al lado de la prisión. Estamos en una casa y en un terreno que colinda con Auschwitz.
Es la vivienda del “director” de la prisión Rudolf Höss (Christian Friedel) y su esposa Hedwig (Sandra Hüller) y sus cinco hijos. A lo lejos, mientras Höss lleva a los hijos a correr caballo, oímos tiros. Y las chimeneas expelen humo negrísimo que tiñe el horizonte. Nadie en la casa parece sorprenderse de nada de esto. De hecho, de la prisión traen cosas —ropa, abrigos, dientes (sí, con oro)— que se reparten las mujeres y los niños. En particular, traen un abrigo de pieles que la dueña de la casa se apropia. En la escena en que se pone la prenda, descubre un pinta labios en un bolsillo. A pesar de que sugiere que conocía a la dueña (recuerden que en los campos había, además de judíos, contrincantes políticos (socialistas y comunistas) lo piensa antes de ponerse un poco del pintalabios. Pero, luego se lo quita como si el material estuviera contaminado o envenenado.
Höss recibe la visita de unos “industrialistas” que vienen a venderle una nuevo sistema de cremación más eficiente que el existente en el campo. La discusión se conduce con la misma empatía que si estuvieran vendiendo máquinas de lavar ropa. Todos los que viven en la zona de interés parecen estar inconscientes de lo que ocurre en el predio que colinda, esto a pesar de que, una vez se instala el nuevo crematorio, las chimeneas escupen el humo todo el tiempo, y el ruido de los trenes que viene a abastecer el material para los hornos es continuo.
Mientras eso sucede, Hedwig se comporta como si Rudolf y ella estuvieran en Austerlitz en vez de donde están, y vivieran el romance más hermoso del globo. Ella está tan enamorada de su jardín y de los productos que allí crecen que, según dice, nada ni nadie la sacarán de allí. Mientras tanto, su marido encuentra en el río partes humanas y castiga a los oficiales SS que han permitido que eso ocurra. Además, saca a los niños del agua y les dan baños con desinfectantes.
Todo el tiempo, el director guionista Jonathan Glazer nos mantiene alejados de lo obvio. No vemos los prisioneros (excepto, como ya dije, de lejos). No vemos los prisioneros esqueléticos que pueblan los documentales y películas de Holocausto. Tenemos que imaginarlos entre las señales que nos dan los sucesos que escuchamos o intuimos de las conversaciones entre los oficiales nazis. Es una forma de narrar el terror que ocurre detrás de las banalidades de personas que han perdido su sentido ético. Es el colmo de la banalidad del mal.
El cinematógrafo Łukasz Żal ha usado luz natural para todas las escenas y eso le da al filme la sensación que, a parte de la convivencia con la naturaleza que a veces vemos, todos en la casa vivían en tinieblas sin darse cuenta. En unas secuelas que se presentan como sueños, una niña polaca va dejando comida en los lugares en los que los prisioneros hacen trabajos forzosos. Sobre salen estos segmentos porque no dan fe de que existía la bondad y esperanza a pesar de los campos de exterminio.