Alejarnos a unirnos

La situación no solo requiere el proverbial paso del yo al nosotros, sino del nosotros al todos nosotros. El “nosotros” es a fin de cuentas perfectamente compatible con un mundo dividido y en guerra, con dos o más bandos entre los cuales ocurre que está el nuestro. El todos nosotros (al menos como aspiración) es enormemente más ambicioso, pero ahora mismo, al parecer, imprescindible. Nos toca a todos tomar distancia.
En un contexto como este, tener un ambiente libre de virus se vuelve literalmente un bien compartido. En el estudio del manejo de bienes compartidos (los llamados “commons” o “common-pool resources”) se suele hacer alusión a la tragedia de los comunes (“the tragedy of the commons”), un concepto propuesto por el ecólogo Garrett Hardin en un ensayo publicado en la revista Science en 1968.
El ejemplo que usó Hardin hace 50 años sigue siendo útil hoy: imagínate un campo abierto y sin dueño donde las vacas vienen a pastar. Los pastores, que no son tantos, traen sus vacas, que no son muchas, de forma que siempre queda alguna región verde a donde moverse cuando la yerba de otra parte se ha agotado. Como el área es grande y suficiente, ningún pastor se complica pensando en cómo su vaca hace mella en el total de alimento disponible. Pero si cada pastor, guiado por su propio interés, añade una vaca a su rebaño y luego otra y otra más, llega el punto en que la capacidad de regeneración del recurso es menor que la velocidad del consumo y el sistema se agota y colapsa.
Hardin consideraba que esta dinámica autodestructiva de los sistemas de recursos compartidos era inescapable (“trágica”) y por tanto requería una solución desde afuera, o el control centralizado (gobierno) o la privatización.
Treinta años después, la economista Elinor Ostrom[2] ponía en duda la “inevitabilidad” de la tragedia, documentando casos en los que los usuarios mismos (grupos de pastores, pescadores y agricultores alrededor del mundo) lograban mantener exitosamente sistemas de manejo de recursos sustentables, organizados y regulados por ellos mismos mediante mutuo acuerdo. Ostrom, que ganó el Premio Nobel de Economía en 2009, no negaba que el análisis de Hardin describiera correctamente lo que pasaba en muchos casos, pero demostraba con evidencia empírica que sus conclusiones no eran inevitables.
Aunque distinto en muchos aspectos, el distanciamiento físico y social al que hemos sido llamados todos en las últimas semanas puede ser visto a la luz de estos ejemplos de manejo de recursos comunes. La ausencia de virus en el ambiente (o un número de casos pequeño o en proceso de reducción) es el recurso compartido del cual nos beneficiaríamos en principio todos, menos expuestos al riesgo de contagio. El distanciamiento social y físico es el costo en que incurre cada uno para mantener (o procurarnos) ese bien. El sobreuso del recurso (moverse o acercarse más de lo debido en este tiempo de alto riesgo) aumenta la probabilidad de que el “commons” o bien común, decaiga y colapse, que los casos aumenten y se profundice la epidemia.
Así, aunque habitualmente es visto como un problema, en un contexto pandémico cada decisión de continuar en el aislamiento se vuelve un acto de responsabilidad social, un gesto solidario en pos del bien común. Yo me beneficio de que tú te mantengas aislado; si rompo mi aislamiento te pongo en riesgo a ti. Así, optamos por hacernos el favor mutuo de sacarnos el cuerpo temporalmente, para no darle pon al virus, no servirle de puente, no dejar que lleve nuestro bien común al colapso. En el proceso, se vuelve mucho más palpable nuestra profunda interdependencia, más explícita la forma en que mis acciones y decisiones están recíprocamente ligadas a las tuyas.
Es común que se aluda a la llamada tragedia de los comunes para promover una visión fatalista de nuestra especie, según la cual el egoísmo y la competencia destinan cualquier intento de cooperación amplia y duradera al fracaso. Interesantemente los psicólogos que estudian la historia evolutiva de nuestras capacidades mentales encuentran cada vez más razones para concluir que lo que nos distingue de nuestros parientes más cercanos en el reino animal es más que nada nuestra naturaleza profundamente cooperativa, la capacidad para “unir nuestras cabezas” y trabajar en torno a metas comunes, grandes o pequeñas, sobre un principio de ayuda mutua. No somos solo animales sociales (como tantos otros), sino “ultrasociales”[3], es decir, sociales de una forma profundamente más cooperativa que cualquier otra especie.
Esa ultrasocialidad, sin embargo, presenta ventajas y desventajas en el contexto de esta crisis. Por un lado, el COVID-19 llega en un momento en que hemos desarrollado tecnologías que facilitan enormemente la colaboración a distancia, que amplifican nuestra capacidad de coordinar y cooperar en torno a metas comunes de forma fluida, masiva y descentralizada, y que han hecho viable que surja de poco a poco una vibrante cultura de colaboración y creatividad solidaria. Por otro lado, el calor y el contacto directo que proveían alivio socioemocional en otros desastres recientes (huracanes y temblores en Puerto Rico) quedan suspendidos en este. Esa parte del amparo inmediato que pueden proveer los abrazos, la cercanía y el cariño, que forman parte normal de nuestras interacciones cara a cara y a las que estamos ‘ultrasocialmente’ acostumbrados, queda interrumpida por estas coreografías de la separación a las que somos llamados ahora, y que requieren la evitación de contacto con gran parte de las superficies que nos rodean, incluidas las manos y las caras de los otros.
¿Cómo manejar entonces los tumultos emocionales que nos recorren por dentro mientras el día transcurre, la complejidad de los sentimientos que todo esto provoca, el riesgo directo a la salud propia y ajena, la precariedad e incertidumbre económica nuestra o de otros, la vulnerabilidad aumentada de tantos seres que amamos?
Por fortuna estamos ya habituados a sentir y vivir lo “remoto” como también real. Acompañarse a lo lejos es más fácil y común que nunca. Así esta separación solidaria requerida por la situación no nos priva enteramente del gusto básico de sentir que “nos tenemos”, aunque sea a través de teléfonos y pantallas.
Todavía no sabemos cuánto habremos perdido, ni por cuánto tiempo habrá que persistir en el alejamiento. Pero sabemos que no habremos parado de vivir. De aprender, crecer, sentir, hacer juntos. Mientras tanto, mejor no desaprovechar la oportunidad de mirar el mundo con nuevos ojos, ahora que puede verse en vivo no solo la fragilidad y la tragedia, literal, que nos sacuden, sino también la evidencia, imperfecta pero prometedora, de una humanidad capaz de responder unidamente.
Claro que la cooperación no es un valor invariablemente positivo. Se pueden hacer cosas terribles cooperativamente. Y claro que es difícil imaginarse un mundo donde todos combatiéramos del mismo lado mientras haya injusticia y desigualdad institucionalizada por todas partes. Pero una lección crucial de este contexto pandémico es que hay cosas que hay que poder esperar de todos nosotros. No menos que eso necesitaremos si vamos a vencer ya no este virus y el próximo, sino el cambio climático, la desigualdad rampante y todo lo demás.
Cuando volvamos de esta pausa y nos habituemos de nuevo, poco a poco, a movernos con libertad por nuestras calles, sabremos mejor la necesidad de hacer nacer un mundo organizado más amablemente, más solidario y ágil, y más presto a detenerse, reunirse y reorientarse en pos de todos cuando toque separarnos de nuevo.
_____________
[1] Entrevista a Asaf Bitton MD, de Brigham and Women’s Hospital en Boston, Newshour 16 marzo 2020, 16:20-21:05. https://www.youtube.com/watch?v=ESz0NikUXAw
[2] Breve entrevista a la economista Elinor Ostrom: Ending the Tragedy of the commons: https://www.youtube.com/watch?v=Qr5Q3VvpI7w
[3] Breve entrevista al psicólogo comparativo Michael Tomasello, 2016: https://www.youtube.com/watch?v=G2cObABng7s