Ante la muerte de Umberto Eco
Es por eso que en las conocidas conferencias de Cambridge, que se recogen en Interpretación y sobreinterpretación, Eco toma postura en contra de cierta interpretación de la deconstrucción que, según su opinión, pretendía convertir cualquier texto en “una máquina que produce un infinito diferimiento del sentido”.1 Para Eco, aunque le parece cierto que las interpretaciones de un texto podrían ser potencialmente infinitas, no todas serán igualmente buenas o precisas. Siempre le pareció obvio que se debe poder distinguir aquellas que son totalmente inaceptables. Esta hipótesis le condujo en varios de sus escritos a oponerse a la interpretación que propuso Jacques Derrida sobre el concepto de “semiosis ilimitada” de Charles Sanders Peirce.
Intento demostrar que la teoría peirceana de la semiosis ilimitada, en la que se basan mis ideas sobre el concepto de interpretación, no puede invocarse para sostener, como lo ha hecho Derrida, una teoría de la interpretación como deconstrucción.2
Aunque llegó a reconocer que, en sus palabras, “Derrida es más lúcido que el derridismo”, Eco se esfuerza por establecer una clara distinción entre lo que llama “juego filosófico”, con el que se mostraría el horizonte especulativo que el texto revela y simultáneamente traiciona y su efectiva aplicación en una metodología de crítica literaria y estética en contraposición con el propósito, que pretende ser más abarcador, de convertirlo en estrategia fundamental de todo acto de interpretación.
Si examinamos con cuidado el conjunto de la obra de Eco podemos notar un evidente cambio de perspectiva en su teoría de la interpretación. Hacia finales de la década de 1970, la importancia de la participación del lector como fundamento de una semiótica de la recepción, ocupaba la posición central en su modelo. Por lo tanto, la interpretación se presentaba como elemento estructural del proceso generativo de la obra. En La estructura ausente, de 1968, texto que constituiría el punto de partida para su Teoría semiótica, de 1976, Eco llega a afirmar que los signos literarios son una organización de significantes que en vez de servir para designar un objeto designan instrucciones para la producción de un significado.3 Lo importante en este contexto era evitar que un sentido particular se impusiera sobre otros posibles en el proceso de la recepción.
En Lector in fabula, de 1979, extiende esta actividad a los textos narrativos en virtud de lo cual el receptor extraería del texto, no lo que dice, sino lo que “presupone y entraña”. El propósito sería lograr relacionarlo con el llamado “tejido de la textualidad” de donde ha surgido. Este aspecto de la teoría de Eco está muy cercano a la propuesta por Roland Barthes, quien fuera su profesor y amigo, en El placer del texto (1977). Comienza así a considerar la pregunta que motivaría en su obra posterior el desplazamiento de esa centralidad de la intención del lector. Esa posición privilegiada será sustituida por la de intención de la obra, a saber: ¿cuáles son los aspectos del texto que estimulan y regulan la libertad interpretativa? Esta pregunta resultará ser la razón fundamental por la que Lector in fabula es la obra de Eco en la que más espacio se le dedica al análisis de la teoría de Peirce.
Sin embargo, sin lugar a dudas, la obra de este período de mayor recepción e influencia fue Obra abierta. En su primera edición de 1962 incluía el ensayo “La poética de Joyce” en el que se ampliaba el concepto de texto abierto para incluir a la pintura, el cine y la televisión como estructuras narrativas. El concepto más importante, durante este período, y que se conservará después de su giro de la década del 1980 es el de “lector modelo”, (a veces supuesto, otras veces creado) que sería aquel capaz de interpretar, con su “competencia enciclopédica e intertextual”, los códigos del texto que el autor usa para su generación.4
Hay que destacar que Umberto Eco es un medievalista, lo que será una presencia permanente a través de todos sus escritos. El concepto de “intención de la obra” es uno que, como él mismo se ocupa de destacar, proviene del sistema hermenéutico bíblico propuesto por San Agustín y que en síntesis propone que:
Si una interpretación parece plausible en un determinado punto del texto solo puede ser aceptada si es confirmada por otro punto del texto o al menos si no es puesta en tela de juicio.5
Este es mucho más que un elemento secundario en su modelo de semiótica textual. Por otra parte, Eco señala que en la cultura medieval ya se reconocía un criterio de multi-interpretabilidad aunque se fijaron los límites de esas interpretaciones de acuerdo a una poética que, entre otros lugares, ve manifiesta en la Epístola XIII de Dante y que comenta extensamente bajo el significativo título “El alegorismo medieval, el simbolismo moderno” en De los espejos y otros ensayos, de 1985.
En el Congreso Internacional sobre Peirce, celebrado en Harvard en 1989, la ponencia presentada por Eco quizo evidenciar la antigüedad de lo que llamó “el llamado pensamiento posmoderno” usando como ejemplos la tesis de Valery, “il n’ya pas de vrai sens d’un texte” (no hay el verdadero sentido de un texto). Encuentra una relación con la semiosis hermética, es decir: la función del intérprete en el descubrimiento de las infinitas interconexiones de un texto y la inexistencia de un significado trascendental manifiesto en el lenguaje. Este principio le parece equivalente a la sospecha de una ausencia enmascarada por las palabras y, sobretodo, el proyecto de la semiótica para crear la ilusión de la eficacia del lenguaje para la comunicación del pensamiento.6
Desde Obra abierta Eco había sugerido que el problema de la interpretabilidad plural debía ser analizado desde las características de los textos que las hacen posibles. Sin embargo, al privilegiar en ese momento la intención del lector sobre la de la obra o la del autor llega a la conclusión provisional de que el sentido definitivo, en sus palabras, vendría a ser una utopía que contradice el hecho de que el lenguaje siempre “dice más y, por ello, esconde más” de lo que anuncia en su sentido literal. Su próximo paso sería la consideración de que todo acto de interpretación debe ser una transacción entre la “competencia del lector” y la competencia que el texto postula para su lector modelo ideal. Podría así discriminarse entre las posibles lecturas de un texto desde lo que llamó “conjetura idiolectal”: la totalidad de hábitos lingüísticos y particularidades sociales, sicológicas y culturales; lo que tradicionalmente hemos identificado como el contexto. Eco dice encontrar en Peirce un principio de contextualidad. Sería el siguiente: todo acto semiótico, al estar determinado por un objeto dinámico externo al círculo de la semiosis, exigiría un límite del universo del discurso bajo una descripción determinada.7 Según el uso que Eco hace de Peirce, el texto mismo se convierte en objeto dinámico respecto del cual la interpretación produce el objeto inmediato correspondiente.
A partir de las premisas de esta nueva etapa y según la interpretación que hace de Peirce, las conclusiones serán evidentes. Aunque es cierto que de un texto, como objeto dinámico, no se puede decir nada que no sea mediado por un objeto inmediato, la presencia de un representamen supondría la existencia de un objeto dinámico que precede al acto interpretativo. Por lo tanto, en el texto, ahora considerado como único espacio de las posibles interpretaciones, se pueden identificar como ilegítima cualquier interpretación inadecuada por insostenible o incoherente. Por lo tanto, no todo es interpretación ni toda interpretación tiene el mismo valor. Desde esta perspectiva cualquier conjetura interpretativa, afirma Eco, debe tener una garantía intersubjetiva que al provenir del mismo proceso semiótico no es producida por la estructura de la mente humana sino por esa realidad constituida desde esa semiosis.8 De tal forma, las propiedades del texto limitan las interpretaciones legítimas posibles. Para actualizar esas estructuras discursivas el lector tendría que confrontarse con el sistema de códigos y subcódigos que proporciona la lengua en la que el texto está escrito al igual que con la competencia enciclopédica a que esa lengua revierte por tradición cultural. La tradición a la que el texto pertenece.9
En un hermoso ensayo de 1997 titulado “Sobre el ser” que incluye Eco en Kant y el ornitorrinco escribe que toda filosofía del lenguaje debe no solo preguntarse a qué nos referimos cuando hablamos sino también qué es lo que nos hace hablar. Para el italiano esta última pregunta nunca fue planteada por la semiótica estructural. Allí define lo que llama “indicatividad” o “atencionalidad” como fenómenos presemióticos o protosemióticos. Eventos anteriores a la percepción del objeto; decisiones aún ciegas por las que determinamos ese algo de lo que debemos dar cuenta. Sugiere Eco que:
…el anclaje de las substancias que debería enmendar la polisemia del ser debida al lenguaje que lo dice nos vuelve a llevar al lenguaje como condición de lo que sabemos de las substancias mismas.10
Fijémonos, entonces, que el resultado no es, ni pretendió nunca ser, la desaparición de una metodología crítica, sino, más bien su radicalización. Identificar elementos de la interpretación que no se habían tomado en cuenta en los sistemas interpretativos y críticos tradicionales. Si las estructuras y contenidos temáticos de las formas artísticas, según Eco, reflejan las maneras en que la ciencia y la cultura ven la realidad y si toda obra de arte queda abierta a un número ilimitado de lecturas posibles, cada una de las cuales le da nueva vida a la obra, esa radicalización nos permitiría no tan solo poner de manifiesto los supuestos de la construcción del objeto de arte, sino también interrogar a la obra sobre ese “algo” cuyo sentido no se manifiesta en el análisis superficial. Sería el equivalente de develar y trascender las estructuras de exclusión conceptual que se hacen evidentes en los criterios tradicionales de interpretación. Se traduciría, entonces, en una liberación de los límites impuestos sobre la realidad y de los mecanismos de su representación en una imagen, textual o visual.
- Umberto Eco. Interpretation and overinterpretation. Cambridge: Cambridge University Press. 1992. p. 64 [↩]
- Umberto Eco. Interpretation and overinterpretation. p. 71. [↩]
- Manuel Asensi. Teoría literaria y deconstrucción. Madrid: Arco/Libros. p.132. [↩]
- Umberto Eco. The Role of the Reader. p. 121. [↩]
- Umberto Eco. De los espejos y otros ensayos. Editorial Lumen. Barcelona. 1988. [↩]
- Umberto Eco. De los espejos y otros ensayos. p. 67. [↩]
- Umberto Eco. Obra abierta. Barcelona: Editorial Planeta, 1984, p.64. [↩]
- Umberto Eco. Los límites de la interpretación. p.68 [↩]
- Umberto Eco. Los límites de la interpretación. p.74. [↩]
- Umberto Eco. Kant y el ornitorrinco. Editorial Lumen. Barcelona. 1999. p. 38. [↩]