Antirréquiem por nuestra Universidad
Habrá quien piense que los poderes de la Junta excluyen toda posibilidad de cuestionamiento. Habrá quien opine que la exposición de la profesora no pasa de ser un mero gesto simbólico. Pero un gesto no es menos elocuente por simbólico, ni un reclamo a la autoridad menos importante por ignorado. Al contrario, mientras más inconveniente se considera la protesta, más urgente y esencial se revela.
La Junta, ya se sabe, no responde a razones ni a evidencias. Y tampoco al criterio de quienes no la eligieron. Vino a picar el bacalao bonista en nombre del Congreso con la fórmula mágica para salvar las finanzas del gobierno: quebrar a los gobernados. Trastocar leyes, violar convenios, rescindir contratos, imponer recortes, decretar despidos y un infinito etcétera. La consigna es exprimir hasta el último vellón el bolsillo de los trabajadores para cuadrar presupuestos a marronazos.
Con tanto especialista entre sus miembros, esas mentes privilegiadas no han podido parir siquiera una mísera idea para impulsar el desarrollo y aumentar nuestros ingresos. Según ellos, Puerto Rico tendría que inmolarse en el altar del aventurerismo empresarial para salir adelante. Adiós derechos adquiridos y protecciones laborales. Austeridad rima con desigualdad: mano dura al servidor público y vista larga al despilfarro en las esferas oficiales.
La “transformación” recetada para el aún solvente Sistema de Retiro de la UPR se resume en dos palabras: desmantelamiento inmediato. Cuchillo de carnicero a las ya modestas pensiones y cristiana sepultura a las aportaciones patronales. Obvio que, al cabo de unos cuantos años, el fondo del Fideicomiso se quedaría en cero y los jubilados actuales a la deriva. La Universidad o, en su defecto, el gobierno central tendrían entonces que subsidiarlos. Difícil creer que alguno de los dos pueda asumir por mucho tiempo una responsabilidad tan onerosa. Atenidos únicamente a sus propias contribuciones, los participantes activos del Sistema también encararían, al retirarse, la amenaza de una vejez indigente.
Pero la Junta no se conforma con la crucifixión de las plantillas docente y administrativa. En el Plan Fiscal aprobado, se recomiendan cuantiosos aumentos consecutivos al costo de matrícula. Eso equivaldría a instalar en los portones un muro tipo Trump con refuerzo de guardias y pitbulls. La conversión de la universidad del pueblo en colegio exclusivo para jóvenes pudientes pondría en peligro la noción misma de educación pública.
La obsesión del “downsizing” alcanza dimensiones absurdas. Descomunales rebajas en las asignaciones gubernamentales, arbitrarios descartes de exenciones, cesantías forzosas al por mayor, asalto a los beneficios que a son de negociación han logrado los empleados, consolidación atropellada de recintos y eliminación chapucera de programas académicos son sólo algunos de los remedios milagrosos que matan para curar al paciente.
No en balde el economista Joaquín Villamil ha advertido que unas medidas tan severas como las contempladas podrían desembocar en la “desinstitucionalización” de la UPR, es decir, en el debilitamiento de su funcionalidad como organismo educativo. De hecho, si se llegaran a ejecutar al pie de la letra los mandatos extremistas de la Junta, el principal proyecto puertorriqueño para la capacitación profesional, el cambio social y el crecimiento económico terminaría herido de muerte.
Frente a un asedio tan despiadado, lo mínimo esperable sería que los gerentes —el nuevo Presidente y la Junta de Gobierno— salieran a defender con uñas y dientes a nuestra querida “iupi”. Si así lo hicieran, contarían con el apoyo decidido del personal, del estudiantado y de los exalumnos. Hasta ahora, por desgracia, ese espíritu combativo ha brillado por su ausencia. ¿Se tratará de un conflicto moral entre la lealtad debida a la entidad que dirigen y las presiones de aquellos que sólo ven en ella un foco de disidencia política? Gran misterio filosófico. Lo cierto es que esa reserva injustificable en momentos de crisis alimenta y prolonga la incertidumbre y la angustia.
Lo más indignante del asunto es que no habrá consecuencias para los ideólogos de la masacre. La Junta ya compró su pasaje de regreso. Madame Jaresko se irá con las alforjas llenas. Don Tercero dejará de soñar con la Ley 80. Miss Matosantos echará un último lagrimón por la patria que ayudó a fastidiar. Los funcionarios criollos de turno sonreirán orondos sabiendo que sus respectivos guisos están asegurados. Y nosotros, los empobrecidos sobrevivientes de un país saqueado, recogeremos la factura del desastre.
¿Qué actitud asumir ante lo dizque inevitable? Que yo sepa, la predestinación al sufrimiento no es ley divina ni la historia es sentencia sumaria. La comparecencia de la doctora Rivera Viera ante un paredón de silencio nos recuerda que, cuando hay causa justa, la peor batalla es la que no se da.
* Publicada en El Nuevo Día y reproducida aquí con el permiso de la autora.