Archivos personales y miradas que piden justicia: Vieques, 1997-98 al 2020
De la serie “La desobediencia que nos mira”
Alguien se encargó de tomar fotografías de nuestro viaje a Vieques. Aparezco en varias de estas fotos. Quien fuera, pues no recuerdo a esa persona (tal vez Carmen Ana, Gazir, u otro aficionado a la fotografía de nuestro grupo), se empeñó en compartirlas conmigo y yo las guardé en mis archivos personales de la lucha. Esta colección viajó conmigo desde Nueva York a Carolina de Norte, para luego regresar a Puerto Rico, y seguir su camino hasta Houston, llegando eventualmente a su destino actual en la ciudad de Atlanta, la misma que vio nacer Martin Luther King, Jr., uno de los héroes de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos. En más de un sentido, estas fotografías han cumplido su función de postales de viaje, pues contienen el relato de mi primer viaje de lucha a Vieques y cargan las huellas de varias experiencias migratorias.Tercera entrega de la serie de columnas sobre la lucha de Vieques y en conmemoración de los campamentos de desobediencia civil en el campo de tiro. Los textos son comentarios del autor sobre el paso del tiempo, la memoria y las tareas pendientes en Vieques, a partir de una lectura del performance político de aquella lucha visto desde hoy, luego de la jornada Ricky Renuncia.
En estas fotos “estoy” ante otra mirada. Y ese “estoy” hay que ponerlo entre comillas, pues coincide con la presencia de alguien que fui entonces y hoy no es más que un rastro de quien soy y no soy. Verlas es acercarme a esa mirada que estuvo antes, durante y después de mi mirada. Esa mirada acompañó a la mía durante aquella visita a Vieques y sigue acompañándome ahora que vuelvo a ver las imágenes de aquel viaje. Mi mirada ha quedado plasmada en las imágenes de aquella otra mirada que la anticipa, alberga y sobrevive. Esa mirada espectral evoca el fantasma de nuestras miradas y, a su vez, expone la espectralidad que arropa nuestra condición de imágenes.
Aparezco en el autorretrato de una multitud en ciernes, anunciándose bajo la luz azarosa de una tarde, una imagen capturada casi por casualidad, casi accidentalmente. Las imágenes de este archivo personal y anónimo no pretendían inscribirse en los relatos de prensa ni en las agendas noticiosas del prime time. Surgieron al margen de la circulación informativa de los medios tradicionales. Son la memoria involuntaria de una indignación naciente, apenas vista o escuchada. Si ahora las arrebatamos al olvido es porque en ellas palpita el semillero de aquella lucha venidera, la cual recién comenzaba sin nosotros darnos cuenta.
En 1998, todavía Vieques no había sido invadido por la prensa, como sucedería al año siguiente, después de la muerte de David Sanes y el inicio del nuevo ciclo de lucha que llevó al establecimiento de los campamentos de desobediencia civil. Documentar, cámara en mano, el Vieques del 1998, implicaba lanzarse casi a ciegas a un territorio de luchas sociales que había sido invisibilizado y ninguneado por el gobierno y la Marina. Si bien es cierto que nuestro país es uno invisible, no es menos cierto que la poca visibilidad de la Isla Grande estaba constituida por la invisibilidad radical de la Isla Nena. Por eso sigue siendo tan urgente todavía insistir en que “Somos + que 100 x 35.” Hablar con los sobrevivientes de la Isla Nena, en donde habían naufragado nuestras ilusiones de progreso, era darle rostro al naufragio, era combatir los estragos de aquella invisibilidad. Antes de alcanzar la dignidad del libro, de la página web, del recorte de prensa o la primera plana, la memoria de la lucha de Vieques, en su ciclo más reciente (1998-2003), fue un archipiélago de imágenes dispersas en archivos personales. Todavía hoy, cuando regreso a Vieques y visito a Taso y Aleida, cuando paso por casa de Ismael y Norma, nuestras conversaciones se animan con los archivos que con tanto esmero han levantado las dueñas de la casa. Aleida y Norma se han dado a la tarea de guardar la memoria de la lucha en los archivos personales de la familia. Para animar la cháchara del mediodía, estos archivos han tenido antes que sobrevivir lluvias y ráfagas huracanadas.
Tras el intento fallido de reunirnos con Manuela en la mañana de nuestro segundo día en Vieques, fuimos al barrio Luján y hablamos con Edwin. Tenía 18 años. Había sobrevivido un cáncer que le habían sido diagnosticado cuando tenía 15 años. Él compartió su experiencia como paciente de cáncer en Vieques, dando voz, cuerpo y sentimiento a la agonía de trasladarse constantemente en lancha o avión a la Isla Grande en busca de tratamiento. Cada quimioterapia, como lo explicó la madre de Edwin, implicaba un viaje costoso que no era pagado por la Marina, agencia contaminante de la Isla, y solamente contaba con un subsidio parcial del municipio, el gobierno local que operaba en complicidad con los militares.
También la madre de Edwin, a coro con otras mujeres viequenses, entre ellas, dos sobrinas de Carlos “Prieto” Ventura, reveló una de las dimensiones biopolíticas del caso de Vieques: la falta de una sala de maternidad en la Isla Nena. Cuando las mujeres viequenses salían en cinta, la mayoría de ellas tenían que irse a parir a Fajardo. La administración de la vida, aquella dimensión gubernamental que Foucault llamó biopolítica, se había transformado en la Isla Nena en un severo control de natalidad, basado en el cierre de la sala de partos y el desplazamiento de los nacimientos de viequenses al Hospital de Fajardo. María Velázquez, esposa de Carmelo Félix Matta, también me contaría años más tarde una experiencia parecida. Su último hijo nació en Fajardo en 1976, luego de que en Vieques fuera cerrada la sala de maternidad. Los viequenses pensaban que el propósito de que nadie naciera en Vieques se debía al interés de la Marina en desligar la identidad viequense de la posibilidad de reclamar la Isla como tierra natal. María, de familia viequense, pero nacida en Nueva York, acudía al poema de Corretjer para afirmar su identidad boricua y así contrarrestar los efectos de la reducción poblacional provocada inicialmente por los desahucios de la Marina y luego por las tretas de control de natalidad.
Pero la biopolítica, en el caso de Vieques, también se había transformado, con la presencia militar, en una necropolítica, en un repudio a la salud de los vivos, en una lenta administración de la muerte que alcanzaba hasta a los más jóvenes. Ya a los 18 años, Edwin había sobrevivido ese embate necropolítico de la Marina. Edwin vivía en el barrio Luján, ubicado frente al campamento García, el cual recibía la brisa contaminada por los explosivos detonados por la marina en el campo de tiro. Desde hacía años, la Marina había ido dejando un legado perpetuo que, incluso hoy y en el futuro, seguirá afectando a las próximas generaciones de viequenses: la necropolítica del uranio reducido y de otras sustancias carcinógenas. A esa necropolítica se suma también la negación de servicios de salud al pueblo viequenses, quién sabe con cuál propósito, quizás para que se vayan de la Isla, para que les cueste más cara su atención médica, para obligar a sus viejos a morir en otra parte, o para condenar a la muerte a sus jóvenes por falta de servicios médicos.
Según voy mirando imágenes de este archivo, me doy cuenta de que, así como hay fotos que aparecen dentro de otras fotos, hay otras fotos que aparecen dispersas entre las imágenes captadas por las cintas de video. En su entrevista ante la cámara, Edwin abrió su archivo personal y compartió con nosotros la fotografía de una amiga suya, Liza N. Rosa Torres, otra joven viequense paciente de cáncer, que no corrió la misma suerte de Edwin. Liza nació en 1980 y falleció el 14 de marzo de 1997, luego de una batalla de dos años con el cáncer. Después de ver la foto de Liza en casa de Edwin, no fue hasta el 2004 que conocí la historia de su batalla contra el cáncer, contada por su madre, mi querida amiga Zaidy Torres, quien vive en el barrio La Esperanza. No fue hasta el 2018, cuando regresé a Vieques, que Zaidy me contó por primera vez la historia de su hija ante la cámara. Al momento de escribir estas líneas, faltan nueve días para que se cumplan 23 años de la muerte de Liza. Zaidy, por su parte, ha comenzado nuevamente otra batalla contra el cáncer.
La foto de Liza evoca el culto a la imagen analizado por Benjamin a la luz de su noción de aura. En su ensayo “La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica,” Benjamin plantea lo siguiente: “En el culto al recuerdo de los seres queridos lejanos o difuntos tiene el valor de culto a la imagen el último refugio. En la expresión fugaz de un semblante humano destella por última vez el aura en las fotografías antiguas” (Benjamin, Escritos sobre cine, 80). Sin duda, esta foto se inscribe en el ritual cotidiano del autorretrato que rinde culto a la familia. Benjamin definió el aura de las obras de arte como “aparición irrepetible de una lejanía por cercana que pueda estar” (72). La foto de Liza, en cambio, se refiere al momento irrepetible de la reunión familiar, instante irrepetible pues la familia nunca será capaz de franquear la distancia que se impone sobre ellos, una distancia que ya no es lejanía, sino separación perpetua: la muerte de la hija.
La foto de Liza, sin embargo, complica la oposición benjaminiana entre la función ritual de las obras (culto a la imagen), y la función política de las imágenes en la era de la reproducción mecánica. Benjamin diagnosticó que la decadencia del aura en la sociedad de masas no sólo conlleva una disolución de la autenticidad y una superación la irrepetibilidad de las obras (74-76), también implica la emancipación “de su existencia parasitaria en el ritual,” en favor de la reproducibilidad de la imagen como copia (75). La cultura de masas, de la cual la fotografía forma parte, responde al deseo colectivo de aproximarse a las cosas, a “la necesidad de apoderarse del objeto desde la distancia más corta en la imagen, en la copia, en la reproducción” (73).
La foto de Liza, en su condición de copia, no cumple con el diagnóstico de Benjamin: no puede desligarse de su condición aurática, del culto a la imagen, del ritual de la reunión familiar; pero tampoco puede deshacer otra distancia, la cual no puede reducirse al aura generada por el culto a la imagen familiar: es la distancia de una mirada que pide justicia. No es la distancia del aura (“aparición irrepetible de una lejanía”), es más bien otra distancia que se impone como cercanía, la aparición insistente, repetida, de una mirada que se acerca hasta nosotros a tal punto que ya jamás podemos olvidarla.
Lejos de confirmar la oposición de Benjamin, la foto de Liza afirma la convergencia de lo ritual y lo político. Una imagen que jamás acierta a desligarse de su aura ni disuelve del todo su función ritual, acaba revelando su dimensión política en su evocación de otra distancia, de otra cercanía. Esa otra distancia, esa otra cercanía, esa otra mirada que insistentemente pide justicia, es lo que precisamente le infunde a la imagen su dimensión política. Curiosamente, para que esa dimensión política saliera a la luz, hizo falta aproximarnos al ritual de Edwin y su familia, un ritual que desembocó en la exploración cercana de los archivos personales.
No olvidemos que estamos ante una foto reproducida en una cinta magnética. No olvidemos que la cinta magnética a su vez fue digitalizada y que la reproducción de ese archivo digital posibilitó el rescate de esta foto mediante una captura de pantalla. La foto de Liza es una copia digital de una copia electromagnética de una copia fotográfica, una imagen que ha cambiado su soporte material varias veces, pero no por ello esa mirada ha dejado de repetirse, más bien sigue insistiendo, en cada una de sus migraciones, inquietando la neutralidad de nuestros rituales de la convergencia tecnológica. Su precariedad material, su impureza ontológica, sus mutaciones en el reino de las imágenes reproducidas técnicamente, es el testimonio del proceso migratorio de esa mirada que insiste en imponer su reclamo de justicia. Para llegar hasta nosotros, la mirada de Liza ha migrado de un formato a otro, de una ciudad a otra, siguiendo los destinos de este archivo personal de la lucha de Vieques que a ratos confluye con la ruta azarosa de otras vidas. En la foto de Liza encuentro la mirada de una compañera de viaje. Esa mirada me invita a recordar lo que pudo ser el futuro de Vieques, si este futuro no hubiese sido tronchado por los peligros de una necropolítica que todavía hoy sigue vigente.
No olvidemos que la imagen ante la que estamos no acaba en los bordes del culto a la familia. La foto de Liza y su familia continúa después de sus bordes, hasta llegar a las manos, hasta llegar a la punta de los dedos. Es una imagen portátil, viajera. También es una imagen que nos toca. Y llega hasta las manos de Melba, esa mujer la ampara entre sus dedos. Y en los dedos de Melba palpamos el tacto de la memoria, las huellas dactilares del recuerdo. Y los dedos de Melba señalan el marco que sostiene esa imagen, un marco que se abre como la palma de una mano, para albergar la ilusión de otra mirada que promete cercanía.
Y en los dedos de Melba ahora puedo ver las manos de las mujeres que han sustentado la lucha de Vieques: veo las manos de Zaidy Torres, de Judith Conde, de Norma Torres, de Aleida Encarnación, de Nilda Medina, de María Velázquez, de Pérsida, de Carmen Valencia, de Myrna Pagán, de Mirta Sanes, de Kathy Gannet, de Elda Guadalupe y sus hermanas, de Doña Isabelita Rosado, de Luisa Guadalupe, de Lula Tirado y las manos de tantas otras mujeres que ayer y hoy, mañana y siempre, seguirán luchando por recordarnos que las vidas viequenses valen. A esas manos también se unen las manos de otras mujeres que hace algunos días Aleida me mencionó en un mensaje, luego de leer la primera de estas columnas, mujeres que merecen ser nombradas, para darlas a conocer en todo Puerto Rico: Palmira Velázquez, Rosa Díaz Hernández, Matilde Cordero, Ileana Cruz, Cucha Maldonado, Oliva Ortiz y las monjas católicas Bárbara y Ann. No olvidemos que, a pesar las discordias provocadas por la Marina, a pesar de las divisiones causadas por malentendidos estratégicos o diferencias en los estilos de lucha, las manos de cientos de mujeres siguen sosteniendo, desde sus distintas trincheras, unidas y revueltas, la lucha de Vieques.
Aunque no caben todos los años de duelo en la imagen portátil e instantánea de Liza y su familia, desde su precariedad material e impureza ontológica (copia de la copia de la copia), desde su condición parcial, fragmentaria e irreversible (un momento en la vida de una familia que no volverá), esa foto alberga el dolor de un pueblo cuyo futuro continúa en peligro, dado que sus jóvenes siguen muriendo a destiempo. Hace apenas dos meses, el 12 de enero de 2020, volvimos a sentirnos indignados ante la muerte de otra joven viequense, Jaideliz Moreno Ventura, de 13 años de edad, cuya foto circuló en las redes sociales luego de que su vida fuera arrebatada, no por el cáncer, sino por la negligente carencia de tratamiento médico en Vieques. No he dejado de preguntarme si Jaideliz era hija de una de las dos sobrinas de Prieto Ventura que nos acompañaron aquella tarde a casa de Edwin y escucharon su historia y vieron con nosotros la foto de Liza.
La memoria de la lucha cotidiana por la salud del pueblo viequense es un archipiélago de imágenes dispersas en archivos personales, imágenes que hoy también circulan en las redes sociales, imágenes del duelo de una isla que ve morir a sus jóvenes y experimenta la tragedia de perder una significativa dimensión de su futuro. Si algún legado nos dejan Liza y Jaideliz, ese legado es la insistencia de sus miradas. Desde la distancia infranqueable del más allá, esas miradas denuncian la necropolítica impuesta contra el pueblo viequense y, desde el más acá, desde su cercanía fotogénica, nos recuerdan que la vidas viequenses valen, que las vidas viequenses importan. Esas miradas, que se expanden a lo largo de los años, insisten en reclamar un mejor cuidado de salud para todos los viequenses. Sus miradas también nos acompañan a través de este viaje. Y, no importa cuán lejos estemos ni cuán lejos vivamos, esas miradas se acercan a nosotros y nos piden justicia.
Texto citado:
Benjamin, Walter. Escritos de Cine. Madrid: Abada, 2017.