Bienestar
Dalia cuenta los cadáveres con el dedo índice.
Su voz es pausada. La uña perfectamente arreglada y de un color amarillo muy subido.
Uno.
Dos.
Tres.
Cuatro.
Cinco.
Seis.
Siete.
Sabía el número pero quiso recontarlos para espabilar su ánimo mañanero. Como quien arroja sabrosos bocaditos a ese animal voraz llamado satisfacción.
Siete.
Entonces sonríe.
La cifra no es gran cosa. Esta consciente de ello. De hecho, ha tenido jornadas mucho más productivas en términos cuantitativos. Pero aun así siete le parece un resultado excelente. Calidad versus cantidad, un detalle sustancial en muchos trámites de la vida.
Los cadáveres yacen sobre la superficie perlada, dispuestos sin ningún orden aparente. Uno allá, dos más acá, aquellos que parecen rozarse. Aun así, a ella la imagen le resulta interesante. Tiene su gracia, un raro atractivo. No hay sangre ni desmembramientos. Ni el mínimo signo de violencia que advierta lo sucedido. Nada de eso. Apenas siete cuerpos que aparentan dormir apaciblemente.
Demás está decir que a Dalia le place lo que ve. Lo hecho. Incluso, cavila sobre el filón artístico de la escena. El contraste entre los cuerpos y la superficie. Los colores. La luz. El silencio que impera en ese espacio. Se le antoja verlo como una de esas instalaciones de arte contemporáneo. Sugestiva. Cruda. Burda. Engañosamente simplista. Aprovecha para hacerle una foto con su IPhone que luego compartirá con ciertas amistades.
Matanza elegante.
Aséptica.
Muy distinta a lo estilado hoy día para masacres tales.
A ella las escabechinas le dan asco. La sangre. El reguero que se forma en un santiamén y luego tener que limpiar. Demasiado asco y pereza también. Por eso se decanta por lo estrictamente pulcro.
La electricidad es ideal para sus deseos y expectativas. La opción idónea. Esa descarga precisa. Los estragos que provoca. La sonrisa perfecta que asoma en su cara al lograr su cometido. No hay nada mejor en el mundo que ser complacida, y Dalia puede dar testimonio sobre eso.
Ninguno de estos siete murió en el acto. Al contrario, fue un proceso lento y sufrido. Era lo ansiado. Elegancia y asepsia sin escatimar crueldad. Así es Dalia.
Jóvenes, pequeños y flacos. Pero poco importaron esos detalles a la hora del castigo, de la lección recetada. Es que la merecían. Uno puede buscarle las cinco patas al gato pero, a la larga y a la postre, se desemboca en el mismo punto. Se la buscaron. Es que se habían convertido en ese tipo de inconveniente que uno intenta obviar pero llega el momento que ya ni quieres ni puedes hacerlo. Un callejón sin salida y tú contra la pared. Tocaba tumbarlos, irremediable. Frenar el abuso. Eliminar la molestia. Aliviarse. Eso último, sobre todo.
Masacre y júbilo. La tragedia de unos como bienestar de otros. Es paradójico, cierto. Pero pensemos en los abusados. Pensemos en las abusadas. En su liberación. En la justicia. Pensemos en la no impunidad. En el hartazgo de la víctima. En las ganas de salir de ahí y cruzar el umbral para tornarse victimaria.
Es para celebrar en grande.
Ante sus cadáveres, Dalia fantasea momentáneamente con una milagrosa resurrección. Pero solo la imagina para rematarlos, para matarlos bien muertos. No ocurre, por supuesto. Esos son cuentos bíblicos nada más. Entonces, como quien ya tuvo suficiente, abre la llave del agua y permite que la corriente se los lleve. Los siete cuerpos desaparecen como por acto de magia. Ahora sí, ahora no. La simplicidad del acto le hace sonreír nuevamente.
Matar.
Deshacerse de esos otros que ya no molestarán.
El bienestar.
La greca avisa que el café está listo. Potente aroma que se propaga por la casa. Granos etíopes. Primera calidad.
Ella saliva presagiando el sabor del primer trago.
Afuera está nublado. Una brisa agradable entra por las ventanas. Pronto atenderá la primera de varias reuniones por Zoom. No le agrada la idea pero se atiene al nuevo régimen. El encierro por la pandemia impone sus ajustes.
Desde la cocina, tasa en mano, Dalia observa el pequeño caos sobre su mesa. Registro de las faenas cotidianas. Al lado de la computadora y los libros de su hijo está la raqueta de tenis eléctrica. Ahora luce mansa, inofensiva, como un juguete más del chiquito. Pero ella conoce lo contrario. Su eficiencia. Su letalidad. Sabe, también, de esos irresistibles deseos de matar que el aparato le provoca. Deseos poderosos. Excitantes. Por eso es su arma predilecta. La de la electricidad y sus estragos. La garante de su bienestar, de su placer, de la sonrisa perfecta. El arma que posibilita sus pulcras masacres.