Birdman
¿Qué se puede pensar, hoy día cuando el cine está demasiado lleno de monstruos, superhéroes (como sugiere el título) y escenas digitalizadas, sobre una película cuyo subtítulo es “La virtud inesperada de la ignorancia”? Primero, que es pretenciosa. Segundo, que ha de ser una sorpresa. Tercero, que hay que ver para creer. (Hay muchas otras posibilidades pero, ¡vaya!)
Sin que importe la respuesta a la pregunta retórica, lo que encontramos dentro del laberinto alegórico que resulta ser el filme es algo maravilloso que nos lleva por las rutas de la imaginación en las que la identidad, la realidad, la fantasía y la mera existencia se van confundiendo hasta crear un nuevo estado mental o, como dice alguien en un momento dado, un superrealismo. Esta es una palabra que es usada en la cinta una vez, pero que define lo que el director Alejandro González Iñárritu (quien también contribuyó al guión) quiere que entendamos sobre el cine, el teatro, la literatura, el arte de la actuación y el entretenimiento (en su mejor sentido). Todos pueden ser una especie de superrealismo.
La película comienza con una toma de un hombre en la posición de loto que, además, levita. Es una introducción a lo que nos espera: vamos a ver algo especial, novedoso, inspirador tal vez. La cámara se acerca a las espaldas del protagonista, el antiguo Birdman, el actor Riggan Thomson (Michael Keaton) quien una vez fue el rey de la franquicia de una serie de películas que recaudó miles de millones de dólares en la taquilla. Hoy, veinte años después, atribulado, está en busca de qué es lo que ha de dejar tras de sí, tratando de conocerse y de ver qué vive en realidad dentro del carapacho que ocupa, detrás de la máscara que lo separa de “los otros”. Descubre que está dotado de fuerzas que los humanos no tienen, pero solamente desde un punto de vista físico. Es capaz de telequinesia pero lo que lo ocupa de inmediato requiere una fuerza que es más complicada que mover objetos con la mente. Necesita mover con su mente y darle vida a un cuento del gran Raymond Carver y transformarlo en una exitosa obra de teatro, y, con ella, poder borrar el hecho de que él es una estrella de cine y no un actor de Broadway. De tener éxito como escritor y actor, su carrera podría tomar nuevos vuelos.
“What We Talk About When We Talk About Love” es un cuento que es parte del canon norteamericano y en el que sobresalen el abuso doméstico, el alcoholismo, y el suicidio. La historia verídica de la publicación del cuento es una de cortes y ediciones del original, que es un tema que los guionistas han tejido en su trama de forma muy sutil y efectiva. Cómo un dramaturgo tiene que revisar su obra y cómo, máxime si también ha de actuar en ella y dirigirla, debe tomar en cuenta la respuesta de los otros actores al material que puede ser, y muchas veces es, el secreto del éxito.
Riggan tiene una hija Sam (Emma Stone) que es exadicta y conflictiva, un abogado y agente (Zach Galifianakis) que lo respalda y le dice mentiras que él quiere oír, una colega actriz (Andrea Riseborough) que dice estar encinta con su hijo, otra colega Lesley (Naomi Watts) que vive para el momento en que haga su debut en Broadway para poder compartir el escenario con la memoria de actores como Helen Hayes, Shirley Booth, Katherine Hepburn e Ingrid Bergman. Por un accidente (que le atribuye a sus poderes secretos), Riggan logra sustituir al actor principal (a quien detesta) y reclutar al gran actor de teatro Mike Shiner (Edward Norton).
Lo que sigue a esta aparente simple propuesta de los problemas que se pueden confrontar en el montaje de una obra de teatro, que se complica por las personalidades de los que están involucrados en ello, es un filme de un virtuosismo visual y, valga la redundancia en referencia a una película, de una cinética que logra llevarnos a través de cambios de tiempo, espacio, realidad y existencia sin que perdamos el mensaje. ¿Qué es la fama? ¿Para qué sirve y cuánto dura? ¿Por qué hay artistas que progresan y otros que se estancan en un pasado y una época que se hace irrelevante a muevas audiencias?
El teatro es visto (ya lo he sugerido) como un laberinto en el que la gente se mueve de un lugar a otro en busca de algo que no tiene corporalidad, que es inmencionable porque depende de factores que no se pueden controlar: la calidad de la obra, el grupo de actores y las relaciones entre ellos, y, esperando como una fiera hambrienta, la crítica. Hacía tiempo que no se veía en una película ese aspecto tan fundamental en la suerte que corre una obra de arte: la crítica. Ese poder arbitrario que puede tener una persona para ensalzar o demoler una obra se ha agudizado desde que hay twitter y facebook, porque ha concentrado esa capacidad en pocas manos con la desaparición de la prensa escrita. De la misma forma no se puede descartar el poder de los medios sociales para popularizar o demonizar algo, para hacerla caer o darle vuelo (es un tema importante en la película). No hace tanto hubiera tomado mucho tiempo antes de que algunas partes del globo se enteraran de lo que hacen o dejan de hacer sus actores favoritos.
La película quiere que concentremos y entendamos, por ejemplo, por qué el personaje principal, como parte de la obra que representa tiene que decir “ya no existo”, y al mismo tiempo que nos riamos de las circunstancias que lo han llevado a esa situación. Nosotros vemos cómo el personaje de Birdman acecha a Riggan desde un cartel de su última película y se burla de su situación y de sus preocupaciones (a veces lo sigue). Como espectador uno se pregunta si el personaje que un actor representa, puede apoderarse de sus emociones y alterarle su psique.
Hay ecos en esta comedia negra de muchas otras cintas, y Alejandro González Iñárritu goza de lo lindo parodiándolas piadosamente. En A Double Life (1947; dirigida por George Cukor), Ronald Colman, representa un gran actor interpretando a Otello en escena y el personaje se va apoderando de él poco a poco hasta que estrangula a su amante. En una de las partes más cómicas de Birdman, la escena de la lucha al desnudo de Alan Bates y Oliver Reed en Women in Love se duplica brevemente con Keaton y Edward Norton vestidos como dos modelos envejecidos de Calvin Klein. El personaje de Riggan es como el director (Peter O’Toole) de la fenómena The Stunt Man (Richard Rush, 1980) que aparecía cuando era necesario de donde uno menos se lo imaginaba. También O’Toole, en My Favorite Year (1982, dirigida por Richard Benjamin), emite la famosa línea “I’m not an actor, I’m a movie star”. Mas, como les será evidente, Iñárritu no es tan delicado en su crítica de las películas de superhéroes.
Predomina a lo largo de la cinta esa cualidad del cine que nos asombra: las tomas, el súbito claroscuro del que emergen las notas de una batería que toca un hombre que a veces vemos en algún rincón o en la acera del teatro (como el violonchelista escondido en el armario del cuarto de Woody Allen en un hotel en el viejo San Juan en Bananas). La edición fílmica de Douglas Crise y Stephen Mirrione, la cinematografía de Emmanuel Lubezki y la música espectacular de Antonio Sánchez son esenciales al impacto emocional que se quiere trasmitir. No es solo lo que quiere decir el director sino lo que nos quería decir Raymond Carver en su cuento.
Aunque todo el elenco es de primer orden e impecable (Galafianakis, Watts y Stone son sobresalientes) los dos principales son indispensables. Norton que ha desarrollado el lado de su cerebro que le permite ser cómico (me parece que fue Wes Anderson el que logró esta metamorfosis) es poco menos que extraordinario.
Es, sin embargo, Michael Keaton a quien se le debe el cemento que sostiene este ejercicio peligroso hoy día de hacer una película seria disfrazada de fantasía y comedia negra. La agilidad de la actuación de Keaton es tal que vemos que está listo para volver a ser Birdman (o Batman; el chiste interno es que el actor se alejó de esa franquicia a tiempo). ¡O Lear! Su ferocidad y su ternura se barajan para hacer de muchas escenas algo memorable y verdadero arte. Es una de las mejores actuaciones del año, en una de las mejores y más originales películas del año.