¿Borrón y cuenta nueva?
Cuando el delito prolifera, nadie quiere verlo.
-Bertolt Bretch
¡En Puerto Rico vivimos en un caos! Ese es el coro al que se unen numerosas voces en nuestro país, provenientes del más amplio espectro de sectores sociales e ideológicos. Aunque a la hora de ofrecer remedios cada cual pretende acercar su sardina a la brasa, lo cierto es que existe consenso en cuanto al diagnóstico de que el país está “al garete”. Vivimos en un país que durante las últimas cuatro décadas se ha dirigido aceleradamente a convertirse en un territorio ingobernable.Las razones que nos han llevado a la presente situación son múltiples y se sobreponen unas a otras en una compleja madeja de “déficits” democráticos, soberanos, económicos, culturales y cívicos. Al respecto, resulta evidente que las diversas políticas de gobierno que se han implantado durantes las últimas décadas para promover el desarrollo económico, combatir la violencia y criminalidad, fomentar la educación y la justicia social, y sanear la administración pública (para mencionar las más fundamentales), han demostrado su fracaso. La incapacidad de nuestros más recientes gobernantes de evitar el abarrancamiento del país es incuestionable.
Pero esa clase política puertorriqueña de las últimas décadas no sólo ha demostrado ser incapaz de frenar la debacle generalizada del país sino que, peor aún, ha contribuido activamente a que nos encontremos en la situación en la que estamos. Los fondos de los sistemas de retiro de los empleados públicos de Puerto Rico no llegaron al presente estado de insolvencia simplemente por razón de fallidos estimados actuariales. El Banco Gubernamental de Fomento tampoco se descapitalizó por causas naturales, ni se tornaron deficitarias por mano sobrenatural las operaciones de los municipios, la Autoridad de los Puertos, el Fondo del Seguro del Estado, la Autoridad de Carreteras, la ACAA, o la Autoridad de Energía Eléctrica o la de Acueductos y Alcantarillados. Cada una de tales situaciones son principalmente el producto de múltiples prácticas y determinaciones efectuadas por los gobernantes del país, generalmente a sabiendas de que a la larga resultarían perjudiciales. A pesar de ello, estas se implantaron de todos modos porque le resultaban beneficiosas a los poderes de turno o a sus allegados, ya fuera en términos políticos o económicos. No obstante, como regla general, nuestros gobernantes nunca terminan respondiendo tales acciones, excepto en contadísimos casos extremos que no vienen a ser otra cosa que “las excepciones que confirman la regla.” Todo ello nos lleva al problema de la impunidad en Puerto Rico y su impacto sobre la gobernabilidad del país.
La impunidad es la falta de castigo o imputación de responsabilidad a aquellas personas que de una u otra forma transgreden el orden institucional. En Puerto Rico estamos acostumbrados a ver cómo los gobernantes reiteradamente toman decisiones a base de criterios de conveniencia particular, contrarios a lo que debe ser una sana administración pública; y también cómo ello no suele acarrear consecuencias para estos, independientemente del daño causado a la estabilidad de las finanzas gubernamentales. Las recientes noticias sobre el mal manejo de los fondos a cargo de la Administración de los Sistemas de Retiro del Gobierno –tanto bajo la administración popular de Cancel Alegría como bajo la novoprogresista de Mayol Kauffmann– en relación con las transacciones injustificables con la firma de inversiones UBS que solo le produjeron beneficios a la última (a su vez asesora de los primeros), constituyen el más reciente ejemplo de lo anterior.
Advirtamos que el problema no radica en que el ordenamiento jurídico carezca de herramientas mediante las cuales se les pueda imponer responsabilidad civil y criminal a quienes juegan con la estabilidad de las finanzas públicas al promover intereses políticos y económicos particulares. El Código Penal de Puerto Rico contiene un capítulo sobre delitos contra el ejercicio gubernamental, cuya sección 1 tipifica los delitos contra el ejercicio de cargos públicos.
Entre estos tenemos: el enriquecimiento ilícito (Art. 250),1
el enriquecimiento injustificado (Art. 251),2
el aprovechamiento ilícito de trabajos o servicios públicos (Art. 252),3
la influencia indebida (Art. 261),4
la intervención indebida en las operaciones gubernamentales (Art. 254),5
la negligencia en el cumplimiento del deber (Art. 263)6
y el soborno (Art. 259),7 entre otros.
Tales delitos permiten exigir responsabilidad penal de quienes impropiamente se benefician ellos, o benefician a terceros, con sus actos oficiales; o que exhiben una mejoría inexplicable en sus finanzas personales mientras ocupan cargos públicos y hasta 5 años después; o de quienes toman decisiones negligentes que causan pérdidas de fondos públicos; o de quienes aceptan dinero para tomar determinaciones en su carácter oficial. El problema es que esos delitos no se ponen en vigor. Tómese el tiempo de leer la definición de los delitos que aparecen al calce, y pregúntese usted si no le vienen a la mente el nombre de múltiples políticos del país en sus diferentes ramas de gobierno y alcaldías, cuando lee los mismos.
De entre todos los privilegios de los que disfruta nuestra clase gobernantes, ninguno constituye una ofensa tan severa a la institucionalidad democrática como el de la impunidad. Para que cualquier sistema democrático funcione, tienen que existir mecanismos adecuados de control sobre las instituciones del Estado que garanticen la prevención, fiscalización, y el procesamiento de quienes subvierten o transgreden esa institucionalidad. Ello no se limita a la actividad delictiva callejera, sino también a la actividad criminal de cuello blanco y la corrupción. Toda actividad que subvierta el contrato social sobre el que se fundamenta el orden democrático y que permanezca impune, atenta contra la gobernabilidad del país, y fomenta el caos social. Lo anterior lo damos por sentado cuando nos enfrentamos, por ejemplo, a casos de asesinatos que quedan sin esclarecer, o de asaltos o “bullying” que no son procesados; pero parecemos olvidarlo cuando se trata de actos de venta de influencias y mal manejo de los fondos públicos por parte de nuestra clase política.
Cuando las leyes que regulan el orden social no son respetadas se convierten en letra muerta, y dejan de cumplir su propósito. Al respecto, la impunidad es el mayor caldo de cultivo para fomentar la violación e incumplimiento de las leyes, pues genera el convencimiento entre los potenciales transgresores (a base de la experiencia social), de que con gran probabilidad no tendrán que enfrentar las consecuencias jurídicas que supone el violentar la ley. De tal modo, la impunidad hace que la ecuación riesgo-beneficios se incline decididamente a favor de la primera. Ciertos estudios han dejando más que demostrado que más allá que del establecimiento de penas severas, el verdadero disuasivo de la actividad criminal es la certeza de la captura y el procesamiento. Y es que de nada vale amedrentar con penas severas a aquellos que saben o confían en que no serán procesados por sus delitos. Específicamente en el contexto de la corrupción gubernamental, la impunidad constituye una invitación a que distintos actores con acceso al poder procuren dirigir la actividad pública hacia el aprovechamiento privado, ya sea en función de generar beneficios económicos, así como para perpetuarse en el gobierno. Por eso, en la medida en que quienes administran el poder se valen impropiamente del mismo para protegerse ellos y a los suyos contra el encausamiento criminal que debiera conllevar sus transgresiones, la impunidad se convierte simultáneamente en causa y efecto de la corrupción. Esto es, la corrupción institucionaliza la impunidad, y, a su vez, la impunidad genera mayor corrupción. Por eso, la impunidad en sí misma constituye entonces una violación contra los derechos colectivos del pueblo, pues propicia la repetición crónica de la violación del estado de derecho atentando contra así contra las posibilidades de una mayor convivencia social.8
Además, la impunidad de la clase gobernante es particularmente perniciosa, pues socava las bases éticas de una sociedad que se mide contra el ejemplo de aquellos.
Lamentablemente, en nuestro país vivimos de espaldas al mencionado problema, lo que contribuye a su acelerado incremento. Claro, mientras son oposición, los políticos prometen que procesarán las violaciones y excesos de los gobernantes. Sin embargo, cuando son gobierno, casi nunca pasa nada.9 Es entonces cuando surgen aquellos que con una inusual vocación cristiana claman por el perdón de los contrarios, en aras de fomentar la necesaria unidad cívica que nos permita trabajar juntos en la construcción de un futuro mejor. Así, cuando se está en la oposición se promete encausamiento y exigencia de responsabilidad, y desde el poder se pregona el perdón y el mirar hacia adelante sin buscar culpas en el pasado. De tal modo, se reproduce el ciclo del “quítate tú pa’ ponerme yo” de la política puertorriqueña, sin que ninguno de ellos pague por la debacle causada, pues unos y otros se encuentran in pari delicto. El pueblo es el único que nunca se logra salvar de tener que pagar los platos rotos. Para los gobernantes el borrón y cuenta nueva; el perdón sin confesión ni arrepentimiento; el pase de paloma. Para el pueblo: las viejas cuentas, con todos sus intereses, recargos, penalidades y penurias. ¿Hasta cuándo permitiremos el eterno borrón y cuenta nueva de los gobernantes, que siempre termina en una nueva cuenta y otro nuevo borrón, profundizando el remolino que nos lleva al naufragio? No se trata de fomentar cacerías de brujas, ni circos romanos, pues ello sería tan corrupto como lo que más. Se trata de hacer responsablemente, lo que responsablemente hay que hacer. La gobernabilidad, en términos de garantizar la eficacia, legitimidad y estabilidad del estado de derecho, depende en primera instancia de que exista un sistema de justicia capaz de hacer cumplir las leyes, a todos los niveles.10
Por eso, para poder aspirar a un país menos caótico y más gobernable, es imprescindible reconocer y atacar de raíz el problema de la impunidad de nuestra clase política. Para empezar, se necesita una Secretaría de Justicia capaz de reconocer la gravedad del problema y dispuesta a enfrentar a esa clase política con mano firme. Dicho lo anterior, reconocemos que el nuevo Secretario (que no es un político de carrera, ni parece que le interese hacer carrera política), luce estar inclinado a lidiar con el asunto, y ya ha iniciado encausamientos en los casos de los fraudes electorales de Guaynabo y de la concesión de la pensión ilegal al exdirector de la AEE. Claro, ese solo es un primer paso, pues luego están las trabas que presuponen la politización partidista de la judicatura y la selección de los jurados mediante listas electorales. Pero a cada cual le corresponde cumplir con sus responsabilidades. Por el momento, Justicia parece inclinada a dejar de ser parte del problema para comenzar a ser parte de la solución. Ya veremos.
- Artículo 250.- Enriquecimiento ilícito.
Todo funcionario o empleado público, ex funcionario o ex empleado público que, para beneficio personal o de un tercero, utilice información o datos que solo haya podido conocer por razón del ejercicio de su cargo, empleo o encomienda, será sancionado con pena de reclusión por un término fijo de tres (3) años. [↩]
- Artículo 251.- Enriquecimiento injustificado.
Todo funcionario o empleado público, ex funcionario o ex empleado público que injustificadamente haya enriquecido su patrimonio o el de un tercero, cuando tal enriquecimiento haya ocurrido con posterioridad a la asunción del cargo, empleo o encomienda y hasta cinco (5) años de haber concluido su desempeño, será sancionado con pena de reclusión por un término fijo de ocho (8) años. Se entiende que hubo enriquecimiento no solo cuando el patrimonio se haya incrementado con dinero o bienes, sino también cuando se hayan cancelado o extinguido obligaciones que lo afectaban. [↩]
- Artículo 252.- Aprovechamiento ilícito de trabajos o servicios públicos.
Toda persona que utilice de forma ilícita, para su beneficio o para beneficio de un tercero, propiedad, trabajos o servicios pagados con fondos públicos será sancionada con pena de reclusión por un término fijo de tres (3) años. [↩]
- Artículo 261.- Influencia indebida.
Toda persona que obtenga o trate de obtener de otra cualquier beneficio al asegurar o pretender que se halla en aptitud de influir en cualquier forma en la conducta de un funcionario o empleado público en lo que respecta al ejercicio de sus funciones, será sancionada con pena de reclusión por un término fijo de tres (3) años. [↩]
- Artículo 254.- Intervención indebida en las operaciones gubernamentales.
Toda persona que intervenga sin autoridad de ley o indebidamente en la realización de un contrato, en un proceso de subasta o negociación o en cualquier otra operación del gobierno del Estado Libre Asociado de Puerto Rico, con el propósito de beneficiarse o beneficiar a un tercero, será sancionada con pena de reclusión por un término fijo de tres (3) años. [↩]
- Artículo 263.- Negligencia en el cumplimiento del deber.
Todo funcionario o empleado público que obstinadamente descuide cumplir las obligaciones de su cargo o empleo y como consecuencia de tal descuido se ocasione pérdida de fondos públicos o daño a la propiedad pública, incurrirá en delito menos grave. [↩]
- Artículo 259.- Soborno.
Todo funcionario o empleado público, jurado, testigo, árbitro o cualquier persona autorizada en ley para tomar decisiones, o para oír o resolver alguna cuestión o controversia que solicite o reciba, directamente o por persona intermedia, para sí o para un tercero, dinero o cualquier beneficio, o acepte una proposición en tal sentido por realizar, omitir o retardar un acto regular de su cargo o funciones, o por ejecutar un acto contrario al cumplimiento regular de sus deberes, o con el entendido de que tal remuneración o beneficio habrá de influir en cualquier acto, decisión, voto o dictamen de dicha persona en su carácter oficial, será sancionado con pena de reclusión por un término fijo de ocho (8) años. [↩]
- En general véase: Ramón Romero, Pesos y Contrapeses en el Sistema Político, Estado de Derecho, Impunidad y Sistema de Justicia, publicado en Democracia y gobernabilidad: Evaluación y perspectivas/ Capítulo 2 “Estado de Derecho, impunidad y sistema de justicia»; Centro de Documentación de Honduras (CEDOH) [Tegucigalpa]: [Lithopress], [2010]
- Una de las personas que con mayor fanfarria prometió procesar las violaciones de ley de los gobernantes previos fue Sila M. Calderón. No obstante, mientras por un lado nombró un “Blue Ribbon Commission” con personas de intachable reputación y compromiso con el país; por el otro, su Secretaria de Justicia, Anabelle Rodríguez, engavetó las investigaciones del comité especial y terminó premiada con un nombramiento al Tribunal Supremo. [↩]
- Según Antonio Camou: “[E]ntenderemos por gobernabilidad un estado de equilibrio dinámico entre demandas sociales y capacidad de respuesta gubernamental. De este modo, eficacia gubernamental y legitimidad social se combinarían positivamente en un “circulo virtuoso» de gobernabilidad, garantizando la estabilidad de los sistemas políticos; mientras que la ineficacia gubernamental para el tratamiento de los problemas sociales y la erosión de la legitimidad política generarían, por el contrario, un «círculo vicioso» que puede desembocar en situaciones inestables o de franca ingobernabilidad.” Gobernabilidad y Democracia, Cuadernos de Divulgación de la Cultura, Instituto Federal Electoral, México. http://www.ife.org.mx [↩]