Breve recuento de la imbecilidad
Algo distinto pasa con la idiotez. La idiotez es una decisión más o menos consciente, o inconsciente del todo, que consiste en enclaustrarse en el mundo privado de los deseos. En términos sexuales, no hay acto más idiota que el onanismo o la masturbación, por ejemplo. Puede hablarse incluso de la idiotez como vocación, si se tiene en cuenta que ‘vocación’ significa, justamente, llamado. En este sentido, lejos de ser un insulto, que es como suele usarse la palabra, el concepto de idiotez puede remitirnos a la relación de Sócrates con su daimon o genio interior, al cogito ergo sum de Descartes, o al Idiota de Dostoievsky. La palabra idiota proviene del griego antiguo ídios, y significa ‘privado’, ‘particular’, ‘personal’; ‘distinto’, ‘singular’, ‘especial’, ‘insólito’, ‘de carácter o modo propio’. De ahí idiótes, que remarca el carácter propio o la calidad especial de algo o alguien. Sin embargo, en un sentido más usual y restringido, puede uno hacerse una idea de la idiotez, pensando en los juegos narcisistas de las imágenes especulares de un mundo tecnológicamente mediatizado como el nuestro. Basta con tener en cuenta la efervescencia de las tele-adicciones, desde la televisión hasta los celulares, pasando por el Internet, los juegos electrónicos y las mal llamadas “redes sociales” (social network, expresión que en inglés se entiende mejor, pues es del mundo anglo-americano que surge su invención). Desde esta perspectiva, la idiotez no es, necesariamente, un insulto o, en su caso, una distinción. Puede muy bien ser un diagnóstico.
En el caso de la imbecilidad estamos ante algo que connota siempre un cierto estado indefinido de debilidad de pensamiento. Por eso ha llamado siempre mi atención el hecho de que toda una corriente de la filosofía contemporánea se haya autodenominado como pensiero debole, «pensamiento débil», y que su principal exponente, Gianni Vattimo, haya hecho de tal posición una estrategia para extraer las consecuencias de lo que a partir de los años ochenta del pasado siglo se llamó la “posmodernidad”. Pienso que no fue muy afortunada esa expresión de «pensamiento débil» (ni la de “posmodernidad” tampoco), por más que se intente justificar en términos conceptuales. A la postre terminaron siendo ambas expresiones marketing labels del mercado cultural. Lo propio del pensamiento, bien entendido, y sea cual sea su posición, son su fuerza y potencia; no su impotencia y debilidad. En efecto, la imbecilidad, en tanto que debilidad de pensamiento, implica debilidad de carácter, es decir: pusilanimidad. Se trata, por lo tanto, de un empobrecimiento del espíritu, si por espíritu entendemos, con toda precisión, el encuentro, siempre sorprendente, de la inteligencia consigo misma; o, lo que es igual: el hálito vital del pensamiento. En este sentido, no hay nada más impersonal y, a la vez, más íntimo que la inteligencia. Y nada más digno de la inteligencia que el reconocimiento de su ignorancia, y el deseo de entender, y no de perpetuar la ignorancia, de persistir en no querer saber nada. La inteligencia, como la sabiduría, son como el viento: están por todas partes, pero a nadie pertenecen, por más singular que sea su experiencia. Por esta razón, ellas son inconmensurables.
Mientras que la estupidez es una condición y la idiotez una decisión, la imbecilidad puede considerarse como el efecto estructural de una confección planetaria de la cultura, basada en el poderío y articulación de las ciencias y de las tecnologías con la lógica y el discurso capitalista. Pero lo más importante es que este diseño se consolida en el siglo XX en base a la lucha por el predominio mundial de tres experimentos políticos asimétricos, pero paralelos: el nacional-socialismo en Alemania, el estalinismo en la Unión Soviética y la democracia capitalista en los EE.UU. Los tres modelos comparten, aún desde perspectivas antagónicas, un mismo ideario: asegurar la uniformidad de las aspiraciones sociales en base a una concepción estrictamente técnica y económica de la vida. El desafío es el mismo para los tres regímenes: ¿cómo asegurar el sometimiento y la sumisión de las poblaciones en medio de una explosión demográfica nunca antes vista? La imbecilidad o debilidad de pensamiento pone en evidencia la ya mencionada imbricación de la inteligencia y de la estupidez característica de la condición humana; pero también su particular deleite en la explotación, física y psíquica de sus propios congéneres, así como su habilidad para disfrazar como altruismo y filantropía el egoísmo más infantil, la crueldad más despótica y la codicia más deslumbrante.
Hay que precisar aún más lo anterior y afirmar que, una vez derrotada la Alemania nazi y colapsada la URSS, el diseño o confección tecnocrática de la cultura se ampara en el liberalismo como forma política de gobierno y se funda en el capitalismo, entendido como programa de apropiación o, mejor quizá, de succión de toda forma de vida. Se trata de un vampirismo generalizado, cuya finalidad última es su propia reproducción con vista a hacer de cada cual, a la vez, un parásito y una sanguijuela. Son tres las palabras que cohabitan en la fórmula mágico-religiosa de este encantamiento propio de la apoteosis del capitalismo: el poder, el dinero y el éxito. Y son cuatro los mecanismos estructurales de los que se ha valido el capitalismo para seducir con vista a su eventual succión auto-reproductora: la Publicidad, las Relaciones Públicas, la Mercadotecnia y el mundo del Espectáculo. Pero todos estos términos hay que pensarlos en inglés, pues es el capitalismo estadounidense el que ha convertido aquella fórmula y estos mecanismos en criterios de normalización de las poblaciones, empezando por la de su propio país, en nombre de la libertad y la democracia. Tendríamos entonces a una nueva santísima Trinidad: Power, Money & Success (o, jugando con la palabra: Suck-Sex) que se hace patente en los signos del billete de a dólar, ya muy parodiado en las artes plásticas. Y tendríamos también la cuartada de un cuarteto idóneo para promover la propaganda fides (“propagación de la fe”) del capitalismo: Adversiting, Public Relations, Marketing y Show Business. Sale así a relucir un detalle histórico nada desdeñable: Estados Unidos es la primera tecnópolis del planeta. Esto quiere decir, entre otras cosas, que es el primer Estado desnacionalizado, es decir, donde el concepto de Estado-Nación, en su acepción moderna y europea, nunca se realizó, dado que se trata del artificio de un Estado fundado por exiliados puritanos ingleses, a costa del genocidio de las poblaciones autóctonas (toda la épica cinematográfica del Western nace de ahí), el tráfico de esclavos, la invasión de la nación mexicana, y la compra de vastos territorios a Francia y Rusia. A todo lo cual hay que añadir el triunfo de los norteños en la guerra civil y, con ello, no sólo la abolición de la esclavitud, sino también el despliegue de las primeras corporaciones o Trusts, que serán vitales para la creación de las grandes metrópolis y centros financieros como Nueva York.
Se entiende así que esa gran nación de desarraigados esté poseída por un anhelo de pertenencia, es decir, de un sentimiento o feeling que la palabra inglesa belonging expresa perfectamente. Se entiende también que los recursos para lidiar con el desarraigo y anhelo de pertenencia sean, precisamente, el Business o el Negocio (nec otium: negación del ocio), el énfasis en la productividad y la competencia, el vulgar ideal individualista del “sueño americano”, el ideal del homo economicus o Self-made man, y la programación del ocio en base a la gran industria del entretenimiento y la diversión (lo cual significa implica un mandato: to have fun means amusing ourselves to death). A todo ello hay que añadir la manera en que el trasfondo religioso (protestante, masónico y judaico y mesiánico) de los Estados Unidos se trasluce en el carácter propagandístico de las artes cinematográficas de Hollywood; pero sobre todo en la concepción sagrada o intocable de su Constitución. Esto último es algo que Hanna Arendt ha destacado con su habitual lucidez. Nada de extraño tiene, pues, que ese país sea el único, al menos en Occidente, en el que, al día de hoy, se combate oficialmente la teoría darwinista de la evolución en nombre de la verdad de la creación divina. Para no decir nada de cómo se entremezclan también los atavismos religiosos, el negocio a gran escala del sexo y la pornografía y la industria de la muerte (el mercado de armas, la glorificación de la guerra y del heroísmo militar).
Se explica así que los presidentes de ese país juren todavía sobre la Biblia; o que se hable de los Founding Fathers; o que uno de los candidatos a la presidencia en la contienda electoral del 2012 sea un mormón, secta religiosa apocalíptica y escatológica. Se explica que otras dos grandes sectas oriundas de ese país sean contemporáneas de la doctrina Monroe en el siglo XIX: Adventistas y Testigos de Jehová. Se explica que el lema de campaña del Sr. Romney sea Believe in America, perpetuándose de esta manera la falacia de confundir el nombre de un país con todo un continente. Se explica que el libro del primer Obama, el de la ilusión democrática, haya llevado el título profundamente religioso de The Revolution of Hope. Nada de extraño tiene, en fin, que el país científica y tecnológicamente más avanzado sea también el que cuente con unos de los niveles de superstición e incultura más arraigados.
Todo este asunto desemboca de nuevo en la labor impecable – e implacable – del Cuarteto mencionado y de la nueva Trinidad referida. Pero hay que añadir otro detalle muy curioso. Precisamente en los momentos en que el capitalismo norteamericano va perdiendo su predominio, el cual se consolida a partir de la II Guerra Mundial, se va imponiendo también en el mundo la fascinación con el uniforme del American Way of Life. Véase o revéase, al respecto, la magnífica película de Carlos García Berlanga Bienvenido Mr. Marshall, producida el mismo año de ese curioso éxito de dominación colonial y de PR (Public Relations) que es el «Estado Libre Asociado de Puerto Rico»; así como la insistencia actual de los medios de comunicación españoles de referirse a la «Marca España»; o la idea de un «estado libre asociado» para el País Vasco o Cataluña. Piénsese también en la República Popular China, donde el capitalismo ha logrado lo que nunca hicieron las misiones jesuitas: evangelizar y convertir al país más poblado del planeta a la nueva fe del culto al poder, el dinero y el éxito.
Se impone en todo el mundo la fascinación y el deslumbramiento con la extraordinaria habilidad del Marketing –vocablo ya aceptado por la RAE– para transformarlo todo, sin excepción, en la forma mercancía. Los síntomas de la debilidad del pensamiento contemporáneo pueden identificarse por doquier, pero muy particularmente en los medios periodísticos y el Internet. La razón es clara: la imbecilidad conlleva un desgaste de la función simbólica del lenguaje, la erradicación de la poesía, el desahucio del pensamiento y la exaltación de la banalidad. Para comprobar esta afirmación, la cual necesita una elaboración mucho más amplia1, basta con abrir las páginas de El Nuevo Día, sobre todo de la sección «Por dentro»; o seguir los desplazamientos especulativos de la compañía Apple o del inventor de Facebook en Wall Street; o leer la última columna de Mario Vargas Llosa en el periódico madrileño El País en la que declara, en tono solemne y de auto-crítica, a la ex-presidenta de la comunidad de Madrid, la Sra. Esperanza Aguirre, una «Juana de Arco liberal». Precisamente a ella: la fiel aliada del gran patrón de los casinos de Las Vegas, Sheldon Adelson; y entusiasta propulsora del proyecto multimillonario de un EuroVegas en las tierras del Quijote.
¿Es casual que las peregrinaciones familiares, de todas partes del mundo, desde Orlando, Florida a Las Vegas, Nevada compitan, en términos numéricos, con las de la Meca? ¿Cuál es el punto de enlace del delirio religioso islámico y el delirio capitalista? ¿Cómo pensar, en este contexto, la relación entre el «mandato divino», revivido por los actuales líderes del Partido Republicano de los de los Estados Unidos, bajo el cual es legitimado el dominio histórico de este país sobre el resto del mundo, y el revuelco del mundo islámico ante un simple y mediocre trailer contra el profeta Mahoma en YouTube?
Por otra parte, el grado de perversa sofisticación de las estrategias publicitarias y de mercadeo ha traspasado todos los umbrales. Recientemente ha sido expuesto en este espacio de la revista electrónica 80grados un excelente artículo de Dalila Rodríguez Saavedra titulado Consumo, luego existo, donde se analiza el concepto de «publicidad corporativa». A propósito, téngase también en cuenta este otro ejemplo: «…Esta estrategia [de marketing] incluye la creación artificial de enfermedades, lo que en inglés se llama disease mongering [Ojo a los eufemismos del discurso capitalista], es decir, el intento, muchas veces culminado con éxito, de convertir procesos naturales en la vida como la menopausia, la tristeza o la timidez, en patologías susceptibles de ser tratadas con fármacos.» El País, martes 10 de Julio de 2012). Doy todavía otro ejemplo más reciente, brutal y nada sofisticado: la campaña publicitaria en Senegal de una crema mágica para las mujeres que permite transformar la «desagradable piel negra» en piel blanca.
La actual “crisis del capitalismo” es en realidad el desfondamiento de la civilización europeo-occidental, es decir, de la primera civilización que ha terminado imponiéndose en el planeta entero. En virtud de su vocación católica o universal, el capitalismo no ha hecho más que tomar el relevo del cristianismo, y eso ya no se sostiene. ¿Por qué? Porque en virtud de su peculiar consagración del egoísmo, avidez y avaricia, la avasalladora maquinaria de la plusvalía acarrea la más tenaz y triste miseria espiritual. He aquí, pues, el genuino Apocalipsis de estos tiempos: de una parte, la banalización ad nauseam de la primera religión católica o universal (la proliferación de iglesias denominadas cristianas en el mundo dan fiel testimonio de ello): todas esforzándose por ocupar el sitial de Roma; y de otra, la conversión del primer sistema económico mundial en el delirio escatológico de una nueva religión cosmopolita basada en el culto al dinero. Téngase en cuenta que Apocalipsis significa “revelación”; y que escatológico significa, literalmente, el “discurrir de la mierda”. Por todo ello, es un eufemismo hablar de “neo-liberalismo”.
En fin, lo que se ha hecho de manera tan astuta como falaz es identificar al capitalismo con la democracia hasta el punto de volver incuestionable el dogma o la creencia de que se trata del mejor de los mundos posibles. De esta manera, el otro gran logro del capitalismo contemporáneo, que lleva la marca escatológica del American Way of Life, es haber podido comprimir, con un dulce pero no menos despótico secuestro de las mentalidades, las demandas más frívolas y banales de una supuesta espiritualidad con el anhelo de riqueza material y del más acéfalo y gregario individualismo. No es tanto un brain washing como un mind bullying publicitario. La escatología capitalista no significa otra cosa que transformación de todos los recursos, sin excepción, sean materiales o inmateriales, en mercancía. Es como en la leyenda del rey Midas, pero con la salvedad de que lo que se toca, en vez de convertirse en oro, se vuelve excrecencia.
He ahí, pues, el paquete. Paquete en el doble sentido de la palabra: como mentira o falsificación y como envoltura. La Publicidad es su promoción. Las Relaciones Públicas son su factura. El Marketing es su diseño. El Espectáculo o Show Business es su ostentación. ¿A qué otra cosa si no ha sido reducida la vida política y la opinión pública? ¿En qué terminan por convertirse todos los “productos culturales”, sea cual sea su procedencia –artística, intelectual, educativa, médica, literaria, tecnológica, religiosa, etcétera– si no es en mercancía? A su vez, la obsolescencia programada del producto conduce a la transformación y sustitución indefinida del contenido material del paquete, pero prevaleciendo intacta su forma mercantil. El sostén, estímulo y garantía de este movimiento es el Capital: «El valor (Wert) llega así a ser valor progresivo, dinero siempre en ebullición, pujante y, en cuanto tal, capital» (Karl Marx, El Capital, Libro I, Sección primera). Y el centro neurálgico por el que se perpetúa la circulación y reproducción del Capital es la especulación con el valor de los valores, es la Bolsa; entidad cuasi metafísica, cuyas delirantes excitaciones cotidianas parecen insinuar que allí se nos juega la Vida. En Wall Street, la Bolsa suele cerrar con entusiasmo de poseídos, aplausos y toques de campanas, como en el más piadoso y vulgar culto religioso. Supongo que son vítores para los ricos, astutos, diestros, siniestros y poderosos señores de lo que ha llegado a ser un capitalismo decapitado, con tentáculos por todas partes, pero con la cabeza en ninguna y el corazón inexistente. Y si es así, entonces un tal espectáculo, tan normal, mimado y compartido es, sin duda, una de las muestras más elocuentes de la imbecilidad contemporánea.
- Dicha elaboración teórica está en proceso, pero ha sido comenzada en el libro La danza en el laberinto, Estética del pensamiento II (Madrid, Fundamentos, 2003). [↩]